foto del Diario Sur
Sucedió un día durante el curso
escolar 1957–1958.
Málaga se levantó alarmada: enfrente del puerto de la ciudad se divisaban los buques de la Sexta Flota Americana. Dado que el portaaviones no podía entrar en el puerto por falta de calado, permanecía en el horizonte rodeado de los barcos de guerra. Los marines llegaban en oleadas al muelle en lanchas, y en poco tiempo las calles de Málaga se vieron copadas por uniformes blancos de los marineros.
Málaga se levantó alarmada: enfrente del puerto de la ciudad se divisaban los buques de la Sexta Flota Americana. Dado que el portaaviones no podía entrar en el puerto por falta de calado, permanecía en el horizonte rodeado de los barcos de guerra. Los marines llegaban en oleadas al muelle en lanchas, y en poco tiempo las calles de Málaga se vieron copadas por uniformes blancos de los marineros.
Al regresar el domingo al
internado de la Escuela de Formación Profesional, sobre las diez de la noche
como estaba ordenado, vi el Paseo de los Martiricos colmado de marineros fornicando con mujeres apoyadas en los gruesos troncos de
los eucaliptos. En clase no se hablaba de otra cosa y por las noches nos
asomábamos a las rejas de la entrada a la escuela para ver las parejas en plena
faena.
El domingo se organizó un partido
de fútbol entre la Sexta Flota y el Málaga C.F, que figuraba en segunda
división. Ganaron los malagueños. En el descanso salió un malabarista que le
dio dos vueltas al campo tocando el balón con los pies, la cabeza y los hombros
sin que la bola tocara el suelo, finalizando su actuación empalmando un chut
desde medio campo que entró por el centro de la portería.
Los marines permanecieron en la
ciudad una semana y cuando zarparon rumbo al Medio Oriente una gran multitud
fue a despedirlos al puerto.
El diario Sur informaba a los
pocos días del preocupante aumento de las enfermedades venéreas en la ciudad. Los marines habían dejado en
Málaga sus dólares; pero también su veneno.
Veinticuatro años más tarde, me
encontré a los marines americanos de la Séptima Flota en Swazilandia, un pequeño
paraíso que ofrecía de todo lo que un turista necesitara: Casinos, hoteles, discotecas,
tiendas de ropa, armas, diamantes, mujeres, muchas mujeres jóvenes y guapas que
se agarraban a pares a tu brazo al bajar del autobús y ya no te dejaban.
Habíamos ido trescientos españoles a
liberarnos durante un fin de semana del estrés del trabajo y el yugo del
Apatheid, decididos a disfrutar al máximo de las bondades que ofrecía el
pequeño reino.
A la vuelta, dos tercios de los
españoles que fuimos presentaban síntomas de estar contagiados. La mayoría no
fue gran cosa y con antibióticos se curaron; pero hubo casos de Chancro blando.
Ésos aún estaban de baja laboral (sin cobrar sus salarios) cuando yo regresé a
España cuatro meses más tarde. No subieron al avión que nos traía de regreso a
casa. Se quedaron en Sudáfrica porque no osaban enfrentarse a sus esposas ni a
llevar la enfermedad a sus hogares.
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