Óleo de Juan Pan García
Todos se habían marchado de vacaciones menos Pepe y yo, que vivíamos lejos de Málaga. Él era un superviviente del desastre de la presa de Ribadelago (Zamora), donde había perdido a toda su familia y el Gobierno le había concedido una beca en la misma escuela que estaba yo.
El internado nos abrumaba, se nos hacían largas las mañanas en un edificio tan grande. Las tardes no eran mejores, pues a las dos venía un celador por nosotros y nos llevaba a ver las procesiones en una tribuna del Sindicato Español Universitario, sita en mitad de la calle Larios. Allí nos daba un bocadillo de sardinas y un botellín de zumo de naranja y nos dejaba para irse con la novia no sin antes hacernos prometer que no nos moveríamos de nuestro asiento hasta que él regresara por nosotros.
O sea: llegábamos a las tres de la tarde y hasta las dos de la madrugada permanecíamos en la tribuna viendo pasar cristos y vírgenes, nazarenos y bandas de cornetas militares. Un día y otro día, desde el lunes hasta el sábado.
Un día, hartos de ver lo mismo, nos escapamos y nos fuimos a la playa. El agua estaba helada, pero nos bañamos. Como no teníamos toallas, nos secamos luego al sol.
Justamente aquel día el celador decidió ir a la tribuna con la novia a llevarnos un trozo de bizcocho que ella misma había hecho para merendar. Al no hallarnos se puso muy nervioso, y, pensando que nos habíamos cansado de las procesiones y habíamos regresado a la escuela, fue a buscarnos. Aún no habíamos llegado y al no encontrarnos tuvo mucho miedo a que nos hubiese pasado algo y él, como responsable nuestro, perdiese el empleo.
Desde la centralita de la escuela llamó por teléfono a la Guardia Civil para denunciar nuestra desaparición, pero al parecer le respondieron que debía esperar unos días antes de denunciar para ver si nosotros mismos regresábamos.
Cuando aparecimos en la escuela nos arreó tal bofetada que a mí se me hinchó la cara y a mi compañero le partió el labio y sangraba por la nariz y la boca.
A partir de ese día ya no se separaba de nosotros. La novia venía a buscarlo en un coche de caballos y todos juntos nos íbamos a pasar la tarde en la tribuna y, ya de madrugada, nos sentábamos en una terraza para tomar un refresco con chanquetes o chocolate con churros.
Así pasé la Semana santa durante los cuatros años que permanecí estudiando en Málaga.
El mejor día era el Jueves Santo: la Legión con el Cristo de la Buena Muerte y la Virgen de la Esperanza llegaban al mismo tiempo a la entrada de calle Larios y ambos se cedían el paso sin descansar, avanzando el uno y retrocediendo el otro. Así una y otra vez. El capataz de cada paso animaba a los costaleros gritando: "Una vez más, les vamos a ganar", y éstos, con los rostros cubiertos de sudor, obedecían acallando los lastimeros gritos de sus sangrantes hombros,
No hay comentarios:
Publicar un comentario