Febrero de 1980.
Se le había hecho tarde. Toni salió del bar en el que había asistido a la reunión con sus amigos del sindicato ELA y se montó en el camión para regresar a Miranda de Ebro. La temperatura había descendido mucho, y las lunas de los coches aparcados junto a la acera comenzaban a cubrirse de una fina capa de hielo. Miró su reloj: las dos de la madrugada. Cruzó la calle principal de Quintanilla, desierta a esas horas y salió a la carretera. Apenas había recorrido dos kilómetros cuando vio encendidas las luces del puticlub donde trabajaba Gloria, y decidió tomarse una copa con ella.
La chica no estaba libre, y Toni se bebió de un trago la copa de Soberano y abandonó el local. Había bebido en exceso a lo largo de la velada, y deseaba llegar a casa cuanto antes y descansar algunas horas: al día siguiente tenía que hacer un porte de muebles para Logroño.
De pronto creyó ver algo moviéndose por el centro de la carretera. No lo distinguía bien por el vaho que aún quedaba en el cristal, pues no había dado tiempo a calentarse la cabina. Hizo el cambio de luces y el haz de luz gris se dibujó en la niebla que acompañaba al río en su silencioso deambular nocturno. De pronto vio ante él a un ciclista pedaleando con una luz tenue sujeta a la pierna. No le dio tiempo a esquivarlo y el camión dio un brinco al pasar por encima del cuerpo.
Tony se quedó petrificado, sin lograr reaccionar; el camión siguió avanzando y él no sabía qué hacer. Pensó en lo que se le venía encima si se detenía y descubrían que conducía ebrio, y pisó el acelerador.
Diez minutos más tarde, en el cruce con la carretera nacional Madrid–Irun, vio a la pareja de
Toni respiró tranquilo, accedió a
Al día siguiente, mientras desayunaba en el bar “El Transporte”, escuchó en la radio que un joven había sido atropellado en la madrugada en la carretera de Quintanilla y el conductor se había dado a la fuga. La emisora informaba también de que
A Tony se le heló la sangre, y un temblor incontrolable se apoderó de él. Bebió el café en dos sorbos y abandonó el local, dejando sobre la mesa el importe de la consumición. Fue a ver a su jefe y le dijo que se sentía mal, que tenía vértigos y que no podría conducir el camión. El jefe, contrariado, escuchó las excusas de Toni, y finalmente asintió y le dejó marchar.
Toni fue a su casa, colocó en una maleta la ropa y objetos que creyó más necesarios y guardó todo el dinero que había en casa en su bolsillo. Luego salió del edificio y caminó por la calle unos cien metros hasta dar con la oficina del Banco de Vizcaya, sacó de su cuenta doscientas mil pesetas y regresó a su casa. Una vez dentro, examinó sus documentos, miró en torno suyo por si se le olvidaba algo, bajó el interruptor del automático de la luz y llamó a un taxi. Luego aferró su maleta y salió a la calle justo en el momento en que el taxi se detenía en la entrada. Toni se montó en el vehículo y le ordenó al conductor que lo llevase a la estación de RENFE.
Cuarenta minutos más tarde, Toni contemplaba el paisaje árido burgalés desde el cómodo asiento que le habían asignado junto a la ventanilla del tren Expreso, que rodaba, veloz, en dirección a Madrid.
Hizo todo el viaje muy nervioso, asustándose cada vez que alguien se detenía a mirar delante del compartimiento. Intuía que
Tenía un amigo vasco en Madrid, Iker, un antiguo compañero de trabajo de la central nuclear de Lemoniz, donde ambos trabajaban como soldadores. Además de compañeros de trabajo, eran cómplices en numerosas acciones de sabotaje en la central: introducían arena en las tuberías, cortaban o cambiaban de posición cables de los instrumentos y dañaban costosas piezas procedentes de Estados Unidos, que luego había de repararse, retrasando unos meses más la puesta en marcha de la central, y obligando a las empresas constructoras a abonar onerosas multas por el incumplimiento de los plazos señalados. La colaboración con ETA acabó en Marzo del 78, cuando ésta puso una bomba en el reactor, que al explotar causó la muerte de dos compañeros de la misma empresa. Toni e Iker decidieron irse de Lemoniz, como tantos otros, que no aprobaban las acciones etarras con víctimas. Toni se quedó en su pueblo, trabajando de conductor de camiones; Iker se fue a Madrid trabajar en MANNESMAN, una importante empresa alemana instalada en España desde hacía numeroso años, que tenía en cartera varias obras en Oriente Medio y África del Sur, y lo contrataron en sus talleres de Torrejón de Ardoz, donde trabajaría hasta que regresara el primer turno de trabajadores que habían sido enviados a Arabia Saudí. Iker realizó tres campañas de seis meses cada una en Arabia, y, cuando Toni llamó a su puerta, hacía dos meses que había regresado a España.
Iker acogió a su amigo en su apartamento y, después de oír todo lo sucedido, le prometió hablar por él en la empresa y convencerlos para que los enviasen a trabajar juntos al extranjero.
Precisamente, Mannesman había firmado un contrato con la empresa American Flúor para construir una refinería en Sasol, República de Sudáfrica, y Toni no tuvo ningún problema para ser contratado, previo examen de aptitud profesional realizado por los inspectores de Flúor en el Instituto Politécnico Virgen de
Cuando yo llegué a Sasol, ellos llevaban ya seis meses. Los conocí una noche de luna llena cuando estábamos sentados en el césped tomando una copa después de cenar, contemplando a unos chavales que jugaban al baloncesto, y surgió una reyerta entre un grupo formado por una docena de separatistas vascos y otro de cántabros, que rechazaban el asesinato del ingeniero de jefe de la central nuclear de Lemoniz, José María Ryan, un bilbaíno, casado y con padre de cinco hijos, al que los de ETA habían matado después de mantenerlo secuestrado una semana porque el Gobierno no había accedido a su ultimatun de demoler la central. Los cántabros disentían de las opiniones de los proetarras. Iker y Toni estaban entre aquéllos
Dibujo de Sanchez Casas, motrando al famoso Hidalgo de la Mancha contando grandezas.
Al parecer, todos ellos se conocían por haber trabajado en Lemoniz. Los cántabros reprochaban a los vascos que por culpa de ETA perdieron el puesto de trabajo, y se habían visto obligados a abandonar las viviendas alquiladas en la zona; a sacar los hijos de los colegios, perdiendo el curso lectivo, y verse ahora, ellos, a diez mil kilómetros de distancia de su familia.
A la discusión se unieron otros vascos, no nacionalistas, que acusaron al grupo de etarras de hipócritas dado que éstos, declarándose antinucleares, habían trabajado desde el comienzo de la construcción de la central de Lemoniz en 1972, hasta 1978, seis años, a pesar de que el partido abertzale, Herri Batasuna, estaba en contra de la central. Los proetarras respondieron que la central nunca recibió la aprobación del pueblo vasco, sino que fue impuesta por las autoridades franquistas y luego por
Los otros afirmaron que Gladys se manifestaba en contra de la energía nuclear, en general, no contra Lemoniz en particular, y que nunca se supo quién había disparado, que tal vez quien lo hizo persiguiera enfrentar al Gobierno y a los partidos conservadores, que abogaban por la construcción a cualquier precio de la central, contra la ciudadanía; y que ETA, en cambio, sí había asumido el asesinato de Alberto Almagro, otro compañero más, que sólo cumplía con su trabajo cuando explosionó la segunda bomba colocada por ETA en las turbinas. La discusión fue aumentando de tono y se armó la trifulca, que tuvo que ser disuelta por los guardas de seguridad del campamento.
Toni bebía con exceso y tenía la lengua larga: fue él mismo quien confesó, bajo los efectos del Chivas Regal, sus acciones en la central y que estaba allí porque había atropellado a un ciclista y se había dado a la fuga; y raro era el fin de semana que no se buscaba un problema en los pueblos cercanos a la refinería.
Cuando regresamos a España, Toni se quedó en Sasol, acompañado de un chancro blando que adquirió varios meses antes en Swaziland y que no pudo curar a tiempo.