
Cansadas de ir de un lado a otro y de sobrevivir a duras penas de la caza, unas tribus nómadas se habían instalado en las montañas del sur de la península.

Construyeron chozas unas al lado de otras y las rodearon con empalizadas de troncos para su defensa. Se organizaron para dirigir la vida en la aldea de forma que se respetasen los derechos y deberes de cada miembro, y se eligieron hombres poderosos para dirigirlos y dividirlos en clases sociales: guerreros, pastores, agricultores y constructores. También eligieron sus reyes

Trabajaban todos en las faenas de la aldea: las mujeres ayudaban en los campos, preparaban la arcilla para hacer vasijas, lavaban la ropa y hacían la comida para sus familias. Los hombres talaban árboles y ramas y con ellos edificaban viviendas, muebles y lugares de reunión para el consejo de los ancianos. También fabricaban cuchillos y hachas afilando láminas de piedra, que luego usaban como armas para la guerra y la caza y como herramientas

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Las escaramuzas contra los invasores extranjeros que arribaban a las costas mediterráneas y se adentraban en las montañas era el pan de cada día, desde que los iberos habían dejado de ser nómadas y se habían establecido en aldeas para cultivar las tierras y criar ganado
Las mozas casaderas corrían a recibir a los jóvenes que regresaban de la guerra o de la caza y elegían entre ellos quiénes serían los padres de sus hijos.
Aunque las tribus intercambiaban sus productos entre ellas, las trifulcas por apoderarse de los bienes o ensanchar los límites de los territorios se sucedían constantemente. Como la que tuvo lugar aquel nefasto día, en la aldea de Irippo (El Gastor), ubicada en la ladera norte del monte Algarín, a cuatro leguas de Arunda (Ronda)…
EL GIGANTE
Horas antes, el vigía había hecho sonar la alarma con un cuerno y todos los pobladores de la aldea salieron con sus lanzas y flechas dispuestos a defender cara sus vidas y pertenencias.
Un numeroso grupo de guerreros provenientes de Arunda se acercaba dispuesto a arrasarlo todo y a llevarse a las mujeres. La batalla que siguió había sido feroz: el rey, un hombre muy alto y fuerte, salió al encuentro del enemigo, seguido de todos sus hombres, y aun luchando en proporción de cuatro contra uno consiguieron rechazar al enemigo; pero el rey, que destacaba por su tamaño entre todos, fue alcanzado por una flecha que le atravesó el corazón. Ahora yacía en medio del poblado sobre un altar de troncos junto al cual lloraba una mujer y un par de niños abrazados a su cintura.
El hechicero, ataviado con un disfraz de ave que cubría el cuerpo de plumas y luciendo una máscara con un gran pico curvado sobre el rostro, descendió la colina que dominaba todo el valle y se dirigió a la asamblea. Todos los asistentes guardaron silencio. Y el brujo les anuncio que los dioses le habían escuchado y le mostraba los signos: «El color rojo fuego del poniente significa la sangre de la venganza. El nuevo rey será fuerte y vengará las muertes y ultrajes recibidos». Luego elevó los brazos al cielo y pronunció una palabra que todos repitieron, y seguidamente se giró hacia un hombre joven y corpulento, y, señalándolo con el dedo, dijo: «Tú serás nuestro Rey». Y todos se arrodillaron ante él.
Luego los hombres se retiraron a deliberar en una cabaña, mientras las mujeres permanecieron untando con hierbas y ungüentos el cadaver del rey hasta el amanecer.
Al día siguiente, en una meseta apartada del poblado situada en las cumbres, cerca de las estrellas, desde donde se dominaban los bosques que ocupaban las montañas, un grupo de hombres arrastraría sobre una rampa de tierra las enormes losas de granito que habían traído tirando de ellas y deslizándolas sobre rodillos de troncos con la ayuda de bueyes
Ayudándose de largos y gruesos postes enclavados provistos de cabrias rudimentarias, y tirando de cuerdas hechas con las fibras de pita machacada levantaron dos muros de enormes piedras colocadas verticalmente, y sobre ellas, enlazándolas unas con otras, deslizaron unas losas para cubrir el espacio. En pocos días, el sarcófago quedó construido y en su interior colocaron al difunto y sus pertenencias: sus armas de guerra, y unas vasijas con perfumes, alimentos y abalorios

En los días siguientes, la joven viuda fue presa de la depresión y se encerró en su choza, negándose incluso a tomar alimentos.
Su memoria retrocedió unos años antes, a la época de las lluvias y del renacimiento de las flores, cuando ambos corrían el uno tras el otro, riéndose, para acabar retozando en la hierba. Otras veces descendían la montaña para bañarse en el río, vigilados de cerca por las ardillas y las aves que ocupaban los ramajes de los árboles, y escoltados por centenares de peces que huían escandalizados al ver los tocamientos y caricias que se prodigaban bajo el agua, y luego se tumbaban en la orilla y se secaban al sol. Una vez permanecieron varios días en una gruta escondida en la cañada, alimentándose de peces y de la caza, sin otra cosa que hacer que el amor.

Al ver la triste y angustiada mirada de sus hijos, que no la dejaban nunca sola, Unma decidió pasar a la acción: Dejaría los niños al cuidado de su hermana y ella intentaría vengar a su marido.
De pronto escuchó un ruido en la puerta...
En ese momento, alguien puso la mano sobre su hombro y la zarandeó. Cristina, la encargada de la sección de Senderismo del Ayuntamiento de El Gastor, abrió los ojos, estiró los brazos desperezándose y preguntó:
—¿Qué hora es, mamá?
—Hora de desayunar y salir corriendo: Son las nueve, y habías quedado con ese grupo de turistas para llevarlos a ver el dolmen del Gigante y la Garganta Verde. Ellos ya están en la plaza.