En Sudáfrica no existía ningún tipo de Seguridad Social: si no trabajas, no cobras. Era habitual ver a técnicos y obreros de diferentes nacionalidades acudir a sus puestos de trabajo con piernas o brazos escayolados, o enfermos con gripe y fiebres, para poder fichar a la entrada y cobrar el día. Si faltabas al trabajo tres días seguidos, sin causa justificada, te despedían.
En las torres metálicas de las centrales térmicas en construcción se afanaban cientos de obreros negros y coulored (mulatos), distribuidos en las balaustradas de las ocho o nueve plantas del edificio. Las grúas subían sus pesadas cargas de material por encima de ellos, que la miraban asustados sin poder refugiarse en ningún sitio. A veces la carga se desprendía, cayendo sobre el personal, y los arrastraba hasta el suelo. Durante el año que estuve allí, contabilizamos una media de un muerto diario. Solo un par de ellos eran blancos.
Debido al estrés, el personal se mostraba irascible, y la menor insinuación acababa en disputa. Así no se podía vivir y la empresa comenzó a organizar viajes turísticos para relajarnos. El primero de ellos fue al país de los swazi: Swaziland.
Con tal de perder de vista aquel lugar, yo hubiera ido al mismísimo Infierno.
Debido al estrés, el personal se mostraba irascible, y la menor insinuación acababa en disputa. Así no se podía vivir y la empresa comenzó a organizar viajes turísticos para relajarnos. El primero de ellos fue una visita al país de los swazi: Swaziland.
Con tal de perder de vista aquel lugar, yo hubiera ido al mismísimo Infierno.
Durante el viaje vimos varios ranchos con manadas de vacas pastando en el prado, y otros con avestruces que miraban, insolentes, por encima de las alambradas a todo el que pasaba.
También observamos a cientos de cuadrillas de mujeres negras, ataviadas con vestidos coloridos y pañuelos en la cabeza, recolectando ananás ante la atenta mirada de los capataces. A lo largo del trayecto, corriendo por los arcenes en ambas direcciones, nos cruzábamos con centenares de personas. Era este el medio de transporte usado por la mayoría de la población indígena. Y así llegamos a Suazilandia, un paraíso. Imagínense un oasis en medio de un desierto, un refugio en la montaña nevada, un almacén de alimentos en un campo de refugiados hambrientos…
En Sudáfrica, un país donde todo estaba prohibido, donde hasta las fotos de los periódicos y revistas aparecían con estrellas ocultando los pezones de las artistas en topless, existía un reino de hadas de una extensión superior al de las provincias de Cádiz y Málaga juntas, que ofrecía a sus visitantes todo lo que pudiera comprarse con dinero. Todo estaba permitido.
Diseminados en las verdes praderas, aparecían por doquier hoteles de lujo, que invitaban a quedarse y pasar en ellos el fin de semana. La majestuosidad de la cadena montañosa de Drakembers impresionaba. De ella yo pintaría un cuadro años más tarde.
La capital, Mbabane, destacaba por sus hoteles, casinos, prostíbulos y salas de fiesta. En los aledaños de los hoteles abundaban mujeres jóvenes y sonrientes, que se aferraban del brazo de los turistas, dispuestas a complacer cualquier íntimo deseo por muy retorcido que fuese. Las lujosas suites de las grandes cadenas hoteleras ubicadas en el reino se prestaban a toda clase de orgías.
Los hoteles lucían orgullosos sus restaurantes y cafeterías, sus expositores de diamantes, oro, piedras preciosas y figuras de marfil, y, sobre todo, las discotecas y salas de juegos.
En las plazas y estadios de la ciudad, encontrabas grupos de indígenas que nos obsequiaban con demostraciones de danzas y ritos tribales antiquísimos.
Cuatro parques nacionales, distribuidos en las entradas al país, recibían la visita de cientos de miles de turistas anuales. El que yo visité con unos cuantos compañeros se llamaba Parque Nacional Mliwane. Era el más cercano a la capital.
Swaziland era también el lugar al que acudían para gastar sus pagas los marines de la V Flota Americana cada vez que hacía escala en la costa oriental sudafricana. Además de sus dólares, dejaban sus virus repartidos gratuitamente entre indígenas y turistas.
Durante las tres semanas siguientes al viaje a Swaziland, la clínica de Secunda no daba abasto para atender las infecciones venéreas. De los 300 españoles que componían la plantilla, medio centenar debía acudir cada día al centro médico a inyectarse antibióticos. Entre ellos se hallaba mi ayudante, Iñaki. Durante dos semanas estuvo de baja y en su lugar me pusieron un nativo negro.
Algunos se gastaron sus ahorros en Swaziland. Otros, que perdían su salario diario al no poder trabajar por padecer temibles enfermedades venéreas, exigían préstamos a la empresa para que su mensualidad llegase a sus familias y no se percatasen de lo que les sucedía.
En vista del resultado, la empresa dejó de organizar viajes turísticos; cada cual podía ir adonde quisiera bajo su propia responsabilidad.
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