martes, junio 12, 2007

CITA A CIEGAS DE JUAN PAN Y CONCHI POSTIGO





FIESTA DEL CORPUS EN EL GASTOR, EL DÍA DE LOS PREMIOS
Hacía tiempo que deseaba conocer a ATENEA, mi paisana. Preparábamos una quedada en su pueblo para setiembre, pero los acontecimientos adelantaron la cita: ambos habíamos ganado un premio literario en el certamen  de relatos.
Amaneció un día nublado y con viento en El Puerto.”Mejor, así no pasaré calor con el traje y la corbata”, pensé mientras viajaba a El Gastor, uno de los “pueblos blancos” de la Sierra de Cádiz, situado a unos 100kms.
La entrada principal del pueblo tiene una pendiente considerable; dejé el coche al final de la calle, porque no me atreví a detenerme a realizar una maniobra de aparcamiento en esas condiciones.
Cuando cerré el coche, llamé a Conchi para decirle en qué lugar me encontraba y que viniese a buscarme. Diez minutos después, llegó ella con su marido, Pepe, un hombre muy amable, culto e inteligente, atento al menor detalle para hacer que me sintiera tan bien como en mi propia casa. También vino su hija, Cristina, la que ha escrito ese par de cuentos tan bonitos que a todos en el foro "El Recreo" entusiasmó. Los cuatro nos fuimos a ver el pueblo.
Todas las calles estaban engalanadas con ramas de eucaliptos, chopos y laureles; el suelo estaba cubierto por una alfombra verde de hierbas mezcladas con tallos de trigo y centeno. Las casas, pintadas de blanco inmaculado, resplandecían al sol; allá arriba, en el cielo completamente azul, unas parejas de buitres negros giraban de forma permanente, curiosos por saber qué sucedía en El Gastor ese domingo para que hubiese tanto trasiego de gente por sus calles.
Visitamos su plaza, el Ayuntamiento, el museo de la casa de Jose María “El Tempranillo”, y por todas partes aparecían pequeños altares, monumentos y maquetas del dolmen que existe en el término municipal. Luego nos fuimos a casa de Conchi, un precioso chalet situado en la calle de entrada al pueblo. Allí conocí al resto de su familia: su anciana madre, su otro hijo y una hermana con los suyos, una parejita de mellizos.
Conchi me hizo probar un manjar delicioso, elaborado con sus propias manos, que estaba tan sabroso que juraría que jamás lo había probado yo tan rico: lomo en manteca, y entremeses de productos ibéricos artesanales y de insuperable calidad, todo regado con Rioja. Después de comer los postres de tarta helada y tomar el café, me enseñó el resto de la casa y entramos en internet para ver qué sucedía en El Recreo.
Estuvimos hablando de literatura, proyectos, ideas y del libro que los usuarios conjuntamente estamos intentando publicar en esa web.
En casa de Conchi se está de maravilla. Y también se está muy bien sentados afuera, bajo su porche de parras de verdes hojas y rodeado de plantas y árboles frutales: melocotones, perales, membrillos, caquis, uvas…
Allí comentamos cómo se desarrollaría el acto de la entrega de premios, habida cuenta de que Conchi había asistido en años anteriores a otros certámenes y tenía experiencia.
Me explicó lo que iba a decir: agradecer la asistencia, la convocatoria del certamen y al jurado por haber elegido su relato como el mejor. Yo le dije:
 –Como voy detrás de ti, estaré atento a cómo lo presentas y yo haré lo mismo.
¡Ja, Ja, Ja! ¡Y un cuerno!
Una cosa es predicar y otra dar trigo; una cosa es proyectar algo y otra que las cosas salgan como previstas.
El salón multiusos de la Casa de Cutura estaba lleno, con más de cien personas; una cámara de televisión local estaba preparada para grabar toda la ceremonia. Llegada la hora, las tres mujeres que componían la junta directiva de la asociación "La Ladera", organizadora del certamen literario, subieron al estrado con tres hermosos y grandes ramos de flores para los galardonados.
Yo miré a Conchi, que estaba sentada junto a mí y le dije:
–Espero que no me den un ramo de flores, sólo me faltaba eso; si lo hacen, vienes a recogerlo; no lo aceptaré.
–¡Que no, hombre, que no!, ¿a ti cómo te van a dar flores? —me decía ella, con esa risa tan espontánea, y tan encantadora.
En ese instante, el presentador anunció la apertura del acto y le cedió la palabra a la presidenta de la asociación.
Ésta, muy seria y nerviosa, leyó en voz alta: ¡Juan Pan García!
¡Sí, mi nombre!, ¡yo sería el primero en salir al estrado! ¡Yo, que confiaba aprender de la ganadora del certamen y repetir sus palabras ante el público! ¡Yo, que no me había llevado las lentes para leer!
La gente se giró hacia mí –creo que era el único forastero que había en la sala y debido a ello se imaginaron que era a mí a quién llamaba–, se levantó de los asientos sin cesar de aplaudir. Me dirigí contrariado al escenario y subí los cuatros escalones dispuesto a acabar pronto, agradeciendo el premio con un simple “Gracias”.
Pero no, no fue así.
Al llegar junto a las mujeres de la Junta, me saludaron con un beso cada una, y cuando esperaba que una de ellas me ofreciera el sobre con el cheque, la presidenta me alargó dos folios escritos y me dijo:
–Tiene usted que leer su relato para que el público conozca de qué trata el cuento premiado.
Así, sin más. De golpe.
Miré angustiado al fondo de la sala, busqué a Conchi, como pidiendo ayuda; pero ella estaba demasiado ocupada pensando ya en su intervención. Cogí las hojas de papel que me ofrecía la presidenta y me dispuse a leer.
Fue a partir de ahí que el suelo tembló, una sacudida de al menos 7 grados en la escala de Ritcher: Los muebles, los asientos; la gente que tenía enfrente; el papel en mis manos; el suelo del escenario, todo, todo se movía sin cesar, sin duda el más fuerte terremoto que se había registrado en esa zona.
El papel temblaba en mis manos, las letras aparecían borrosas – ya dije antes que no llevaba encima mis gafas para leer y ver cerca. Y aunque hubiesen estado fijas las letras, no las habría visto porque era incapaz de mantener mis manos quietas, se movían más que la batuta de un director de orquestas. Recordé el truco ese de imaginar que todos en la sala estaban en pelotas y se sentían humillados de verse así ante mí. Es falso, no sirve de nada.
Las mujeres de la Junta cuchicheaban entre ellas acerca de lo mal que estaba organizado todo, de que me habían puesto en un compromiso,”Hay que ver cómo tiembla”, escuché en voz baja.
Yo no podía concentrarme en la lectura y sentí como el temblor alcanzaba a todo mi cuerpo. El cuento era largísimo, no tenía fin, a pesar de tener una página y media a doble espacio, tamaño de letra 12.
Miré hacia el público, que permanecía mudo de asombro, a la espera de asistir a mi derrumbe en el escenario. Los buitres graznaban en el cielo, sobre el edificio en el que estábamos. Pensé que estaban esperándome a mí y el temblor aumentó, ya no era un temblor normal: era la “danza del Vientre”. Sakira a mi lado era una aprendiza; mis pies bailaban mejor que Fred Astaire, los tímpanos me dolían del silencio sepulcral que invadía la sala; mis güevecillos parecían un sonajero chocando entre ellos… mis esfínteres debatían entre ellos sobre la necesidad de abrir y soltar la carga que pugnaba por salir. Aquello era el fin; me acordé de mi mujer , mis hijos y nietos, que se quedaban solos en el mundo.
Llegué por fin a pronunciar la ansiosamente buscada palabra “FIN”, y un fuerte aplauso me acompañó mientras me dirigía a mi asiento. Conchi se reía a carcajadas; yo me preguntaba que faltaba ya para morirme, Qué más cosas tenían que suceder, qué delitos más me quedaban por pagar.
–¡Concha Postigo! –llamó la presidenta.
Mi amiga se levantó del asiento y se dirigió majestuosamente hacia el estrado. La gente aplaudía estrepitosamente a su paso. Conchi caminaba lentamente, tranquila, consciente de que era la triunfadora, aquélla ante quien debíamos todos arrodillarnos. Era la más guapa, más atractiva de todas, la que despertaba en ese momento toda clase de emociones: envidia, admiración, arrobo, alegría… La impresionante mujer, joven esposa y madre de familia, subió los escalones del acceso al estrado y se puso ante el micrófono. El presentador se apresuró a colocarlo bien y se lo puso a su altura, le trajo un atril, que apareció de forma milagrosa en el estrado. ¡Qué suerte ser mujer!  Para  mí, el presentador  no  hizo nada de eso.

Conchi dejó el papel de su relato sobre el atril y, apoyando sus manos sobre él, comenzó a leer cono voz fuerte, clara y pausada, aparentemente sin nervios el maravilloso y tierno relato en homenaje a “La tía Paca”.
Su bella imagen tras el atril mirando cara a cara al público; el tono de su voz, dulce y cristalino, la emoción que transmitía al leer su relato… todo hizo que al acabar su lectura el público saltara de sus asientos, dando rienda suelta a sus emociones contenidas y aplaudiera enfervorizado.
Luego, Conchi volvió sonriendo a nuestro lado en medio de vítores y aplausos. Estuvimos escuchando a otra participante y al acabar dio comienzo el certamen de gaita castoreña. La gaita castoreña es única, sólo existe en ese pueblo. Es un cuerno, al que se le añade una cánula para soplar. La usaban los pastores del lugar, y ahora se trata de transmitir los conocimientos para que esa gaita perviva.
Para concursar con ella, de lo que se trata es de aspirar el aire y soltarlo poco a poco sin dejar de tocar una melodía. Una vez comenzado el soplo no se puede detener hasta que acabe de tocar: el que más tiempo dura tocando una melodía es el que gana.
Al finalizar la primera ronda de concursantes, nos fuimos a celebrar los premios en la terraza de una cafetería. Allí nos reímos mucho recordando la experiencia que acabábamos de tener. No comprendía cómo Conchi no había sucumbido a los nervios; ella me dijo que antes de la ceremonia se había tomado una pastilla para los nervios, pero aún a sí, no me lo creía.
Fue entonces que me di cuenta de que Conchi tenía las uñas partidas. Me dijo que se apoyaba tan fuerte en el atril, que las había dejado incrustadas en la madera.
–¡Los nervios, hijo, qué cosa tan terrible!
Luego nos fuimos a otra cafetería para divisar el pueblo desde arriba. Pepe y yo permanecimos largo rato mientras cenábamos hablando de la Naturaleza, de los senderos creados para el turismo, de los íberos que poblaron la cima de un monte que hay enfrente del bar, donde permanecen unos vestigios de su cultura. Así llegó la hora de la despedida.
Cuando regresaba hacia mi casa, al salir del pueblo vi las siluetas de los buitres en el cielo, reflejando la luz de brasas del horizonte por donde se acababa de ocultar el Sol.
“Esta vez os chincháis, amigos, no habéis conseguido mis restos.” pensé.
Sucedió el 10 de junio de 2007: un día inolvidable, que quedará grabado para siempre en mi memoria.



CONCHI CON PEPE, SU MARIDO
CONCHI, LEYENDO SU RELATO " LA TÍA PACA", 2º PREMIO
Mi amiga Conchi Postigo, compañera del foro El Recreo, y el que escribe estas líneas, mostrando los premios conseguidos en el certamen literario de cuentos de El Gastor, (Cádiz)
Objetos típicos del lugar realizados artesanalmente en esparto y palmas
Leyendo el relato "El Relevo", galardonado con el 3º premio en el certamen literario
Gaita gastoreña, instrumento musical único en España y representativo de El Gastor
Interior del patio de una casa, ornamentada para el Corpus
Museo de objetos y herramientas antiguos del lugar
Maqueta del dolmen ubicado en las cercanías del pueblo.
Una casa del precioso pueblo de la sierra gaditana El Gastor
Paseo por las calles de El Gastor al medio día, hora del aperitivo.
Calle adornada para la procesión del Corpus en El Gastor.
Vista de una calle engalanada con motivo de la fiesta del Corpus en El Gastor, (Cádiz)
Conchi Postigo Casanueva y Juan Pan García, mostrando sus premios literarios: ella, un ramo de flores y un sobre con su cheque bancario; Juan Pan, un libro de los cuentos ganadores de años anteriores y el cheque.

CRÓNICA DEL DÍA DEL CORPUS

por

CONCHI POSTIGO (ATENEA41)

Ayer hice una cosa que no había hecho en mi vida. Me cité con un hombre al que había conocido por internet.

Imagino que eso para muchos de vosotros será una cosa normal, pero para mi era algo muy especial.

Muchos planes acudían a mi mente, muchas planificaciones, mensajes, llamadas telefónicas, dudas, incertidumbres, deseos, anhelos…

Eso se vio incrementado por el hecho de haber ganado un premio en un concurso de relatos literarios.

Aunque Juan tenia en mente la idea de venir a mi pueblo, el hecho de que él ganase otro premio en el mismo concurso aceleró el evento.

Así que ayer, domingo, día del Corpus Chisti en mi pueblo, nos citamos por primera vez.

Yo llevaba nerviosa varios días, pero cuando me llamó y me dijo:

"¡ Conchi, que estoy aquí, en tu pueblo ! las piernas empezaron a temblar y cogí a mi hija de la mano en un afán por sujetarme a algo para no caer."

Fuimos hasta donde me dijo que se encontraba y sentí una sensación rara, como si lo conociese de toda la vida pero sin conocerlo.

Entonces me presenté, luego le presenté a mi marido y a mi Cristina , y en ese momento me quedé muda, sin saber qué decir ni qué hacer.

¡¡¡ Estaba cortada !!!

Mi marido sin mirarme lo adivinó y comenzó a hablar con Juan, a preguntarle si conocía estos lugares si había estado aquí alguna vez etc.

Poco a poco me fui reponiendo y al cabo de diez minutos se me pasó y comencé a hablar con él.

Estuvimos viendo el museo de usos y costumbres, la plaza con una maqueta del dolmen famoso de nuestro pueblo, las calles adornadas con ramas y juncia en el suelo, sus altares, sus flores en los balcones etc.

Luego fuimos a mi casa, comimos , entramos en el Recreo para curiosear un poco y hablamos sobre su libro , la forma de edición , los amigos del foro, los conflictos que se crean en él …

Sin ofender a nadie hablamos de mucha gente.

Y poco a poco, sin darnos cuenta fue pasando el tiempo y llegaron las seis de la tarde.

La ganadora del primer premio, (con la que yo había contactado varios días antes y que me había dicho que tenia mucho interés en leer su relato) me llamó por teléfono y me dijo que no pensaba leer el relato pues el salón no estaba acondicionado para ello.

Entonces Juan y yo nos relajamos un poco porque ninguno de los dos queríamos leer los cuentos, yo porque me pongo muy nerviosa y él porque no traía las lentes.

No obstante yo me tomé una pastillita para los nervios que tenía mi madre, por si acaso…

Nos presentamos en el salón y empezaron a entrar gente y más gente y mis nervios a flor de piel. La presidenta de la asociación habló con Pepi y quedó en que no leyésemos los cuentos.

La piernas me temblaban y los dientes me castañeaban.

Cuando llamaron a Juan él subió muy seguro y cuando recogió el premio dijo la presidenta:

"Ahora nos va a leer el relato para que sepamos de qué va."

En aquel momento oí un trueno, relámpagos, un terremoto, miles de gusanos me comían por todos lados y yo solo tenia ganas de salir corriendo y meterme debajo de la cama.

Mi marido me sujetó por la muñeca y me dijo:

-Tranquila Conchi, esto no es nada. Limítate a leer lo que llevas en el papel y a mirar solo a los de la primera fila. Confía en ti, verás como te sale bien.

Juan estaba un poco nervioso, pero se defendió bastante bien.

Cuando me tocó el turno a mi, se me olvidó todo, menos mal que llevaba la chuleta.

Un escenario con tres o cuatro escalones para subir, un salón abarrotado de gente que habría por lo menos 100 personas y yo diciendo

¡¡¡ TIERRA TRAGAMEEEEEE !!!

El presentador buscó un atril que había por allí y lo colocó delante mía, menos mal, porque así no se veían mis piernas de temblar.

Así que puse el papel, el relato y me olvidé de la gente, de los focos y de todo.

Mi hija estaba sentada en la primera fila ¡¡ Y NO LA VI !!

Cuando terminé me fui a mi sitio y pude comprobar, con disimulo, que a Juan todavía le temblaban las piernas.

Luego nos fuimos a un bar y nos tomamos unas bebidas para celebrar nuestra victoria y comentar nuestros nervios.

Y como se hizo de noche rápidamente, mi reciente amigo se despidió de nosotros y se marchó, no sin antes desearnos un pronto reencuentro y salud para poder contarlo durante mucho tiempo.

jueves, abril 26, 2007

YA ESTÁ MI NOVELA EN FORMATO PAPEL Y FORMATO ELECTRÓNICO

Formato electrónico y en edición de papel:
http://www.todoebook.com/ficha-public.asp?cod=PUB0022194
http://www.circuloindependiente.net/
YA ESTÁ MI NOVELA PUBLICADA EN SOPORTE DE PAPEL.

sábado, abril 21, 2007

Los frescos del torreón de Albalate de Cinca

Fotos cedidas por Manuel Pons




Estas pinturas misteriosas me inspiraron para escribir el relato que sigue abajo, totalmente ficticio y producto de mi imaginación perversa. Toda similitud con la realidad es producto del azar.

viernes, abril 20, 2007

Mural del Torreón de Albalate de Cinca, Foto cedida por Manuel Pons
Relato dedicado a la familia propietaria del hostal CASA SANTOS, en Albalate, muy agradecido por sus atenciones.

EL MISTERIO DE ALBALATE DE CINCA

El todoterreno avanzaba rápidamente por la estrecha carretera, en dirección a Albalate, donde se celebraba la Semana Santa. Una de las curiosidades de este pueblo es que el Viernes Santo sacan el santo Entierro en procesión, y cuando llegan a la plaza lo colocan en el suelo y hacen pasar a todos los niños nacidos ese año en el pueblo por encima del ataúd santo, en la creencia de que serán protegidos durante toda la vida. Muchos niños nacidos en la comarca también son pasados sobre “La tumba”, tal como la llaman.

Albalate es un pueblo de 1200 habitantes. Está enclavado en la margen del río Cinca, al sureste de Huesca, Tiene una torre de construcción árabe en su plaza, junto al palacio medieval de los Eril, que luego fue de los Moncada.

El vehículo pasó junto al monumento a Fleta –nacido en el pueblo y primer tenor español que conquistó la Scala de Milán–, torció a la izquierda y se detuvo ante el hostal.

Desde hacía cinco años, Carlos, un hombre de treinta años, soltero, bien parecido e hijo de un empresario de Huesca, acudía a pasar la Semana Santa en esta zona del Cinca Medio, y aprovechaba para visitar las Ripas –una montaña de trescientos metros de altura, cortada a cuchillo verticalmente en su vertiente Este, en cuya base se ubica el pueblo de Alcolea de Cinca–, y lanzarse en parapente desde la cima. En el todo terreno llevaba el equipo necesario para practicar este deporte.

Carlos había reservado una habitación en el hostal del pueblo, famoso por su exquisito plato “patatas de Casa Santos”, especialidad de la casa que muchos clientes venían a devorar desde Barcelona. Su receta había sido transmitida desde siglos antes, de generación en generación, y constituía un secreto guardado celosamente por los actuales herederos de la casa, Inés y su esposo Ramón.

Carlos se instaló en su habitación y durante los días que siguieron se lanzó varias veces desde las cimas arcillosas de Las Ripas con los miembros del club de parapente del pueblo.

También tuvo tiempo de entablar amistad con una de las camareras del hostal: Dorotha.

-------

La Luna llena reflejaba su luz en la pared y resaltaba las líneas oscuras del mural pintado tres siglos antes en la cal cubierta de humedades. Carlos, que permanecía desde hacía rato sentado en el suelo en un rincón, se quedó mirando las imágenes sorprendido: ¡Parecían cobrar vida! ¡Las figuras se movían y Carlos escuchó sus risas! Una mujer joven le vio y se adelantó a sus doncellas, vino hacia él con paso felino, sonriendo y abriendo con sus finas y largas manos el corpiño de su vestido. ¡No puede ser!, exclamó Carlos, que sabía que no había bebido tanto como para alucinar de esa forma. Sin embargo…

La joven bajó del muro e inició una danza muy sensual, que acabó de rodillas frente a él; entonces le acarició sus cabellos y la mejilla con dulzura; luego se sentó a su lado, se giró hacia Carlos, le sujetó la cara entre las manos y lo besó despacio, cogiendo sus labios entre los suyos, introduciendo su lengua en la boca, hurgando en ella, intercambiando fluidos… Carlos sentía un cosquilleo en su bajo vientre, mientras la abrazaba y respondía a las tiernas caricias. Pronto notó la presión de su miembro viril que forzaba por salir de su encierro. La chica posó suavemente su mano entre las piernas, moldeando el bulto que se había formado, notando su extremada dureza, y entonces se levantó y se quitó el vestido, quedándose completamente desnuda. Carlos se alzó rápido y se situó de rodillas ante ella, abrazándola y pegando la mejilla a su vientre, cubriéndola de besos y bocados tiernos. Pronto estuvieron desnudos y entrelazados en el frío suelo. La ninfa se arrodilló y separó sus muslos, quedando a horcajadas sobre su vientre y echada hacia delante; puso las manos a ambos lados de la cabeza de Carlos, mientras oscilaba con mágicos movimientos que le producían dulces sensaciones. Carlos admiraba sus senos, cálidos, que oscilaban sobre su cara y los tomaba entre sus manos y besaba; apresaba entre sus labios aquellos pezones endurecidos que se disputaban las caricias y sentía estremecerse al tacto de sus manos el cuerpo de la muchacha. Carlos sentía un placer inmenso, increscendo, que acabó sacudiendo su cuerpo con espasmos increíblemente placenteros que le sumieron en la nada, con la respiración agitada y descontrolada.

Al cabo de unos momentos volvió a la normalidad. Con los ojos cerrados, respirando quedamente, recordó lo sucedido unas horas antes…

Dorotha era una chica joven y rubia, con una trenza que le alcanzaba hasta media espalda; de grandes ojos de color azul claro, metálico, como el cielo raso de Albalate en los días en que azota el Cierzo.

Dorotha había llegado de Polonia dos meses antes, y esa noche del Sábado Santo se había citado con él. Ella, tal como habían convenido, esperó a que se apagasen las luces del restaurante, abrió la ventana de su habitación –ubicada en la planta baja, en la parte trasera del edificio–, y se descolgó hasta la acera. Luego se dirigió, cautelosa, hacia el coche todoterreno, un Suzuki negro y con los cristales tintados, que la esperaba en la calle con su motor encendido, calentando el habitáculo.

Al entrar en el coche, Dorotha sonrió y dijo: “Perdonar, yo no puede venir antes; yo no estar segura de jefa acostada.”

Carlos la abrazó y besó con ansia; ella rechazó el abrazo y dijo: “No; no aquí, poder ver alguien.”

El vehículo arrancó con rapidez, lanzando con fuerza gravillas hacia atrás, y se dirigió hacia Alcolea, al otro lado del río, cruzando el puente construido en medio de un bosque de altos árboles y espesa maleza, reserva de jabalíes y corzos, alegría y despensa de cazadores.

Nada más cruzar el puente, el conductor salió de la carretera y dirigió el vehículo por un camino que lo llevaba al interior del bosque.

– ¿Adónde ir? Aquí no es Alcolea, no hay hotel –exclamó la rubia

–Luego iremos, cariño, antes quiero hacerte el amor en pleno bosque.

– ¡No, no! Tú llevarme a casa, esto no gustarme

– Tranquila, verás como te gusta; luego te llevo al hotel.

La chica estaba asustada y negaba con la cabeza; intentó abrir la puerta del coche en marcha, pero no pudo: el conductor la había bloqueado desde su lado.

Al ver que Dorotha estaba asustada y comprender que ya no podría convencerla, detuvo el vehículo.

Al cabo de unos segundos abrió los ojos, justo el momento preciso para ver el destello de la espada brillar a la luz de la Luna.

------------------------------------------------

Inés, la dueña del Hostal Casa Santos, marcó el número de Urgencias. Al cabo de unos segundos cogieron la llamada en el cuartel y diez minutos más tarde llegaba ante el hostal el Land Rover de la Guardia Civil. De él descendieron un sargento y un guardia. Isabel salió a recibirlos

– ¿Qué ocurre? ¿Aún no ha aparecido? ¿Han mirado bien en su habitación? ¿Saben si salió con alguien?–el sargento de la Guardia Civil no cesaba en sus preguntas, mientras entraban en el edificio.

–La chica no está en la casa, la hemos buscado por todas las habitaciones y no hay rastro de ella. Ayer acabó su jornada y se fue a su habitación para acostarse. Hoy debía madrugar para preparar los desayunos de unos clientes que se levantan muy temprano para ir a pescar al río. No sabemos de nadie del pueblo que esté relacionado con ella, no tiene amigos: hace poco que trabaja aquí y aún no conoce a nadie, exceptuando a los clientes habituales y sus compañeras de trabajo.

La voz de la desaparición de Dorotea, “la polaca”, se extendió como la pólvora y en poco tiempo la gente se congregó delante del hostal para colaborar en la búsqueda. Un nutrido grupo de hombres se dirigió al río, allí repasaron cada palmo de terreno antes de cruzar el puente y pasar al otro lado. No tardaron en descubrir las huellas de un vehículo pesado, que los condujo hasta un cuerpo medio oculto entre un matorral: era Dorotha.

La Guardia Civil encontró el todoterreno manchado de barro y con restos de hojas y matojos aparcado delante del palacio de los Eril, en la plaza. No había rastro del conductor. Siguieron con la mirada las huellas de las pisadas de barro que comenzaban en el coche y seguían hasta la torre árabe. Se dirigieron a ella.

La torre es conocida por sus frescos medievales de la tercera planta. Ésta consiste en una habitación de 4´50 x 3´80 metros con una única ventana, y cuyas paredes están adornadas con unas pinturas en tonos grises que relatan la historia de Judit y Holofernes –el general enviado por Nabucodonosor en el siglo llV antes de Cristo –, sacada del Antiguo Testamento, donde se narra cómo Judit conquistó al general asirio y lo venció: Cantaba y danzaba para él en su tienda, y le ofrecía vino. Cuando estuvo ebrio y se quedó dormido le cortó la cabeza y la pinchó en una vara; más tarde la plantó ante la puerta de la ciudad sitiada. Esto produjo tal desconcierto en los invasores, que aterrorizados huyeron, abandonando máquinas de guerra y animales. Judit fue ejemplo durante siglos para los débiles: les enseñó a emplear astutamente cualquier medio para lograr la victoria ante el poderoso.

Los guardias encontraron la puerta del torreón cerrada. Cruzaron la plaza y preguntaron en el Ayuntamiento por la llave. El conserje comprobó que ésta no estaba colgada en su lugar y ninguno de los presentes en el Consistorio sabía cómo había desaparecido. Los Guardias volvieron a la torre, forzaron la puerta y subieron las estrechas escaleras. No se escuchaba nada, ni un murmullo, el silencio era doloroso.

El edificio olía a humedad, parecía abandonado, y el hecho de encontrarlo cerrado les hacía pensar que allí no había nadie. Ya desconfiaban de encontrar lo que buscaban allí y decidían regresar, cuando al alcanzar la tercera planta vieron que se filtraba sangre por debajo de la puerta. Le dieron una fuerte patada y ésta se abrió de golpe, mostrando la escena:

Todo el suelo estaba anegado de sangre, y sobre el pavimento de piedra yacía el cuerpo desnudo de un hombre… ¡decapitado!

Su cabeza estaba colocada sobre una columna partida de mármol. Tenía los ojos muy abiertos y miraba con expresión de horror hacia los dibujos de la pared de enfrente.

Sobre ésta, escrito con sangre, que chorreaba de cada letra hacia el suelo, aparecía un nombre: JUDIT

FIN

miércoles, abril 11, 2007


YA ESTÁ MI NOVELA "LA PISTA DEL LOBO EN VENTA". PODÉIS VERLA EN:
http://www.todoebook.com/ficha-public.asp?cod=PUB0022194

Soy miembro del Grupo CIÑE y tengo mi propia página de escritor en: http://www.circuloindependiente.net/Juan_Pan_Garcia.htm


Reseña del editor:

Miguel sufre un accidente de tráfico, provovado por un conductor suicida, en el que muere su yerno. Desde entonces vive con su hija Lucía y su nieta Rebeca, quienes, un verano, le ofrecen irse con ellas de vacaciones a su pueblo, Algar, en la ruta de los pueblos blancos de Cádiz. Miguel le cuenta a su nieta, a lo largo de diversos capítulos, la historia que le impide acompañarlas: la aventura de los maquis huidos a las montañas y perseguidos por la Guardia Civil, los atracos, secuestros, contrabando, asesinatos y el hambre que siguió a estos hechos obligaron a su familia y a muchas otras a abandonar el pueblo y emigrar hacia el Norte. Una historia dura de la época negra de España narrada con el ritmo de lo confidencial que llega directamente a la sensibilidad del lector y le hace reflexionar sobre los hechos acontecidos sin buscar culpables.


Breve biografía del autor:

Juan Pan García, Algar (Cádiz) 1943. Cuando alcanzó su mayoría de edad, emigró a París, y su empresa le llevó a otros países como profesional de control de calidad de soldaduras. De regreso a España, se instala definitivamente en El Puerto de Santa María, como empleado de la industria naval auxiliar. "La pista del lobo" es la primera novela que publica. Otras obras del mismo autor: "Mariluz", "Nostalgia", "Cuentos de la vida" y "Cuentos del abuelo".




domingo, abril 08, 2007

LA LEYENDA DEL "ZAMARRILLA"

LA LEYENDA DEL “ZAMARRILLA” (Partiendo de los escuetos datos encontrados de la popular leyenda he creado una hermosa historia de amor que he inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de la Delegación de Cultura de la Junta de Andalucía en Cádiz)



Maria Santisima de la Amargura Coronada (Marzo 2007) Bernardo By Lober

La diligencia avanzaba deprisa, levantando una gran polvareda tras ella. Los cuatro pasajeros –dos matrimonios acaudalados que se dirigían a Málaga– miraban por la ventanilla hacia los riscos, asustados. Deseaban salir cuanto antes de aquel desfiladero, territorio dominado por la banda de Cristóbal. Dos hombres conducían el carruaje; uno de ellos golpeaba con el látigo a los seis hermosos caballos que componían el atelaje, mientras el otro mantenía el arcabuz en sus manos, preparado para defender la diligencia de cualquier ataque.
Fue al salir de la curva que vieron el camino cortado por un tronco. El cochero tiró de las riendas y los caballos frenaron su carrera, hasta detenerse entre relinchos y piafadas.
Los pasajeros se asomaron a las ventanas, alarmados,y preguntaron qué sucedía. El conductor descendió del pescante y se dirigió al tronco con una palanca en sus manos para intentar echarlo a un lado y librar el paso. El otro permaneció en su puesto, recorriendo con la mirada las alturas del cañón. No observó nada extraño, ni prestó atención a unos buitres que volaban muy alto, dando vueltas y planeando en un cielo completamente azul. Dejó su arma en el asiento y descendió a ayudar a su compañero. Fue en ese momento que aparecieron ocho hombres de la banda, rodeando al carruaje.
– ¡Que nadie se mueva! Hagan todo lo que les diga y no habrá nada que lamentar –gritó el que parecía ser el jefe.
Los bandoleros obligaron a punta de trabuco a bajar a los pasajeros y les ordenaron echar en una bolsa de lona todo el dinero y objetos de valor: relojes, pulseras, cadenas, anillos y medallas.
– No intenten engañarnos y échenlo todo, no nos obliguen a dejarles en cueros aquí en el camino para alimento de los buitres. Ustedes, hermosas damas, no olviden lo que llevan oculto entre sus ropas; no nos obliguen a comportarnos indecentemente.
El asalto duró a penas media hora. Luego, los bandidos desaparecieron tal como habían llegado, dejando sin una moneda a los atribulados pasajeros y a los empleados de la compañía, que se miraban impotentes entre ellos, maldiciendo la hora en que habían nacido aquellos desalmados.
Esta escena se repetía  frecuentemente por distintos lugares de Andalucía. La nobleza y los ricos clamaban al cielo porque sus negocios se resentían: nadie osaba cruzar aquellas inhóspitas tierras, y la Reina, Isabel II, hubo de reunirse con sus consejeros en sesión extraordinaria para hablar sobre el tema. De la junta salió la orden para el Mariscal de Campo, Ahumada, de crear un cuerpo especial dedicado a perseguir a muerte a todos los bandoleros. Poco después, entrado el año 1844, se creó la Guardia Civil. Durante los años que siguieron, fueron cayendo poco a poco los bandoleros. Los que no morían en el combate, eran conducidos a la horca por los guardias.
 Cristóbal, el jefe de la banda,  tenía puesto precio a su cabeza. Pero todo el mundo sabía que él  repartía generosamente el dinero robado entre  los más necesitados. También sobornaba a muchos otros, para que mirasen a otro lado o guardaran silencio.
……….


El cielo estaba gris y amenazaba con lluvia. Las nubes se dejaban caer sobre las cumbres de las montañas, cubriéndolas de masas algodonosas. Un fuerte viento del Sur silbaba al paso de la calesa negra, que arrastrada por dos caballos, también negros, subía la cuesta del camino abierto en la ladera montañosa entre pinos y abetos que llevaba al cementerio. La mujer que conducía el carruaje se sujetaba el sombrero para impedir que éste le fuese arrancado por el viento, mientras arreaba con el látigo a los corceles obligándolos a correr. Había dejado atrás Igualeja, un pueblo perdido en la Serranía de Ronda. El carruaje se detuvo ante el cementerio del pueblo, llamando la atención de los visitantes. De él descendió la señora. Iba  vestida de rigoroso luto.  Un velo cubría su cara.
La mujer inició su caminar por la alameda central del campo santo hacia una tumba apartada, situada al fondo, detrás del suntuoso panteón de una familia rica que sobresalía de entre todas las tumbas. A medida que avanzaba, los hombres le abrían paso y se quitaban el sombrero, mientras la miraban con respeto; las mujeres permanecían quietas, observándola y admirando su nobleza, su porte erguido y su figura esbelta.

Carmen avanzó entre las tumbas y se detuvo en una que tenía una lápida de mármol rojo con  vetas blancas. Permaneció de pie, con la cabeza agachada, musitando una oración. Los curiosos la observaban desde lejos.
La enlutada señora se inclinó y arrancó los yerbajos que habían crecido en torno a la tumba, luego se puso de rodillas y musitó: “Aquí estoy de nuevo, amor mío. Un año más. Un año de angustiosa espera, atormentada por la pena. Tu ausencia me está matando un poco cada día… ¿Cuándo vendrás a buscarme para llevarme contigo?”
La mujer sacó un pañuelo de su manga y se secó unas lágrimas. Su velo ocultaba las pronunciadas marcas del sufrimiento: ojeras pronunciadas, surcos verticales junto a su boca, mejillas flácidas y hundidas... Todo ello delataba el insomnio, la fatiga y el dolor terrible y continuo del desamor que la embargaba.
Los recuerdos le provocaron sollozos y gemidos, y las lágrimas afloraron libremente de sus ojos…


8 AÑOS ANTES....
La noche había caído y una espesa negrura cubría la calle. Las débiles luces de los quinqueles apenas salían por las rendijas de las puertas y ventanas de las casas. Una sombra se movía pegada a la pared y avanzaba, cautelosa, hacia la casa de Carmen, una joven morena, muy guapa, de ojos grandes y celestes, cabello largo y negro hasta la cintura; sus turgentes senos lucían prietos en el generoso escote de su largo vestido; las armoniosas curvas de su cuerpo provocaban sueños a más de uno de los habitantes de aquel poblado separado de la ciudad por el río Guadalmedina.
La sombra golpeó tres veces en la puerta, mientras miraba a uno y otro lado de la calle. La puerta chirrió un poco sobre sus goznes y se abrió lo suficiente para permitir la entrada de Cristóbal; luego se cerró de nuevo.
Nada más entrar, Cristóbal abrazó a la chica y la besó apasionadamente en los labios.
– ¿Qué ha pasado, mi amor?, ¿por qué has venido hoy, sin avisar? No te esperaba hasta dentro tres días…–dijo ella cuando pudo hablar. El novio la dejó un momento y fue a mirar afuera por entre medio de las macetas de geranios de la única ventana que daba a la calle. Luego se volvió de cara a la mujer y le dijo:
– Vengo a despedirme, Carmen. Me persiguen los civiles y no tengo ya adonde ir.
– ¿Qué te vas? Pero… ¿Y yo?, ¿qué va a ser de mí?
– Tú te reunirás conmigo donde yo te diga. Nos iremos lejos de aquí, adonde nadie nos conozca y podamos vivir tranquilos y felices. ¡Prométeme que me esperarás!
– ¡Te juro que no habrá nadie más que tú en mi vida! –dijo la joven, con la voz entrecortada por la emoción. Se abrazó a él y buscó con ansia su boca. El bandolero la cogió en brazos y la llevó a la alcoba.

Mientras tanto, un hombre que había visto entrar al bandolero en casa de su novia fue a avisar a la Guardia Civil; los guardias formaron una patrulla y acudieron al poblado, dispuestos a no dejarle escapar. Estaban ya muy cerca cuando los dos amantes se despedían en la puerta. Cristóbal atisbó  ambos lados de la calle y le llamó la atención que algunas personas estuvieran en la puerta de sus casas. Su instinto permanecía en guardia.
– Algo va mal, mi niña... Me voy, no te olvides de tu promesa.
–Toma esta rosa blanca, mi amor, guárdala cerca de tu corazón. Te la doy en señal de que mi alma permanecerá pura y blanca como ella, hasta que sea tuya...

El bandido besó rápidamente a su amada y guardó la rosa; luego salió corriendo hacia el río. Fue entonces que vio a los guardias que venían de frente. Cristóbal retrocedió y corrió por entre las estrechas calles, intentando burlar a los civiles. No tenía escapatoria, los guardias aparecían por todas partes con teas encendidas, y los vecinos salían de sus casas, alarmados por los gritos que daban los guardias. Uno de éstos vio una sombra correr hacia una ermita ubicada en un campo cubierto de zamarrillas, y disparó. La bala pasó rozando al bandolero. Éste no vio otra alternativa que entrar en la iglesia. Empujó la puerta y vio la imagen de la Virgen sobre un trono dispuesto para salir en la procesión; estaba iluminada con un par de cirios a cada lado. Cristóbal no creía en nada ni en nadie, y mucho menos en los curas: había comprobado que éstos siempre defendían a los ricos.
No encontraba donde ocultarse, la ermita sólo disponía de unas cuantas filas de bancos. Las voces de los guardias se escuchaban cerca. Cristóbal estaba nervioso y sacó el arma que colgaba de su cintura, dispuesto a morir matando.
Vio que el manto de la Virgen estaba estirado sobre los varales del trono y era largo, tanto que llegaba hasta el suelo, y se ocultó debajo. Justo en ese momento aparecieron los civiles en la puerta del santuario. “Tened cuidado de  que no escape; ha entrado aquí y no hay otra salida”, escuchó decir a un guardia.
Cristóbal vio los pies de ellos pasar a uno y otro lado del trono; uno de ellos se inclinó y miró debajo del manto. Otro lo hizo por el otro lado. Cristóbal levantó el trabuco…
Increíblemente, el guardia se fue y siguió su búsqueda por otro lado.
–Parece imposible, yo lo vi entrar en la ermita–dijo un guardia
–Sí,  yo también–respondió otro–, por eso disparé.
Los civiles recorrieron toda la iglesia, mirando debajo de los bancos y del altar, volvieron a asomarse debajo del manto de la virgen, tocaron la escultura de madera y comprobaron debajo de su vestido. No encontraron a nadie…
Al cabo de unos largos minutos abandonaron la ermita.
Cristóbal no se creía lo que estaba sucediendo, era imposible que no le hubieran descubierto: él  había permanecido todo el rato de pie bajo aquel manto blanco y bordado en oro, que aparecía estirado hacia detrás, cubriendo los varales del trono que la llevaría en procesión en los días siguientes.

Salió del escondite y se quedó mirando a la virgen un momento; luego se arrodilló y le dio las gracias por haberle salvado. La cara de la estatua le miraba fijamente, y las lágrimas que el escultor había tallado en la madera parecían resbalar por las mejillas. Al menos eso creyó Cristóbal. De pronto el bandolero, emocionado, sacó la rosa blanca que le había entregado su novia, subió al trono y se la colocó en el pecho a la virgen. Pero  la flor no se aguantaba y cuando la soltaba tendía a caer al suelo. Cristóbal sacó su navaja y sujetó la rosa clavándola en la madera. Luego descendió del trono y se puso enfrente para despedirse de la imagen salvadora.
Entonces sucedió algo increíble, sobrenatural. El bandido creyó ver alucinaciones y se restregó los ojos… ¡La rosa blanca se había convertido en roja!
Subió de nuevo al trono y tocó la flor: ¡Su mano se tiñó de sangre!
El bandido sintió un mareo y cayó al suelo. Luego se levantó y salió con la cara espantada, como la de un loco. Fue caminando por la calle hasta que los guardias le descubrieron y le apresaron. En los duros interrogatorios no decía otra cosa que ésta: “La virgen está sangrando.”
Los jueces le condenaron a trabajos forzados y permaneció en la cárcel varios años.
Carmen fue a verle al presidio varias veces. Le hablaba de su amor, le llevaba alimentos y medicinas, pero él no la escuchaba, parecía enfermo, estaba como ausente… Sus ojos permanecían siempre abiertos, sin ver, cuando su novia le acariciaba y le  hablaba sobre su promesa, su futuro, su gran y único amor…

Pero él estaba en otro mundo, se arrodillaba a cada instante y rezaba piadosamente a la Virgen, hasta que lo indultaron por buena conducta y para satisfacer su deseo de entrar en un convento.
Ella continuó esperándole, creyendo que algún día recobraría la razón, abandonaría los hábitos y volvería a su lado.
Cristóbal murió apuñalado en una calle cercana a la ermita cuando le llevaba a la virgen un ramo de rosas rojas que él cultivaba para ella en el huerto del convento.
Desde entonces cada año, el día de Jueves Santo, en Málaga sale en procesión la imagen de la Virgen de Zamarrilla, en recuerdo al bandolero.

Ocho años habían transcurrido desde aquel suceso…
Al cabo de unos minutos, la señora se levantó y se giró hacia el vendedor de flores que la había seguido silenciosamente, como hacía cada año cuando ella venía el día de los difuntos. El hombre le entregó el ramo compuesto de hojas verdes y ocho rosas blancas –una por cada año transcurrido desde el día en que lo asesinaron–, y ella lo echó sobre la lápida, “Ocho largos años sin ti, amor mío”, pensó, mientras secaba una furtiva lágrima. Luego inclinó su cabeza y se santiguó. La gente que había acudido ese día al cementerio la observaba, curiosa, formando corrillos y murmurando.

Carmen abandonó la tumba y comenzó a caminar hacia la salida. Lo hacía despacio y con la cabeza agachada, ignorando la expectación que su presencia levantaba en aquel lugar.
Subió a su carruaje y fustigó con dureza a los caballos, que se alzaron sobre sus patas traseras, dieron un tirón, y se pusieron en marcha enseguida.
Comenzó a llover. El cielo se iluminó con el rayo y un fuerte trueno estalló en el aire antes de partir por la mitad un árbol cercano al camino. Mientras ella se alejaba del campo santo, la gente buscó refugio en la pequeña capilla.
La dama parecía tener prisa, a juzgar por los continuos latigazos que lanzaba sobre los corceles. Estos salieron al galope, corriendo todo lo que permitía el arrastre del carruaje cuesta abajo. Al lado derecho se alzaba la montaña; al izquierdo, un enorme barranco mostraba sus fauces. Carmen fustigaba sin cesar a las bestias, que volaban hacia el pueblo. En esos momentos divisó a un centenar de metros la curva del camino y Carmen castigó una vez más con el látigo el lomo de los dos caballos. Estos relinchaban sin dejar de correr… La curva apareció ante ella; en ese instante un relámpago iluminó el paisaje, y el trueno golpeó sus oídos. La lluvia caía con fuerza, formando una verdadera cortina de agua
El agua de lluvia se mezclaba con sus lágrimas, mientras gritaba: “¡ Arreeeee!"

Carmen fustigó otra vez a  los caballos… La curva, el agua, el cielo…

martes, marzo 27, 2007

IÑAKI

IÑAKI
El día dos de enero del año 1981 hacía una semana que había comenzado el verano en Sudáfrica. Cuando me bajé del avión me sobraba toda la ropa de abrigo que me había puesto en Madrid once horas antes. Me apresuré a guardar la ropa de invierno y a sacar de la maleta una camisa de manga corta y un pantalón corto.
Después de viajar en autocar durante tres horas llegué por fin a Secunda, Transvaal, y de allí me recogieron en taxi para trasladarme a la refinería de Sasol. Todo el paisaje era llano y verde. A un lado de la carretera pastaban grandes manadas de vacas y avestruces; al otro lado, huertos de piña, tabaco, y verduras.
La empresa me entregó un barracón preparado con todo confort: aire acondicionado, sala de baños completa, televisión vía satélite, teléfono ect. En el campamento, protegidos del exterior de los atentados perpetrados por revolucionarios con torres de vigilancia y casetas habitadas por soldados armados, podíamos disfrutar de campo de tenis, baloncesto y fútbol, cine y piscinas.
Al segundo día de mi llegada me presentaron a Iñaki.

Iñaki era vasco, había llegado un año antes que yo al campamento y me lo asignaron como ayudante. Iñaki era un mocetón de treinta años, fuerte y muy alto. Cuando marcaban un gol en el partido de fútbol cogía por las piernas al que lo había marcado, se lo cargaba al hombro y daba una vuelta completa con él al estadio, entre los gritos y risas de los asistentes.
Un día encontramos un auto parado en la calle que nos impedía el paso. Iñaki descendió del coche, se dirigió al otro vehículo, lo agarró por delante, lo levantó y lo dejó caer sobre la acera; luego hizo lo mismo por detrás y el coche se quedó aparcado. Así pudimos pasar.
Iñaki era callado y atento. Se reía por cualquier cosa, parecía un niño grande. Una vez, cuando atravesábamos la base y nos dirigíamos al lugar de trabajo en un coche de la empresa, no pude evitar que un perro se cruzara en la carretera cuando rodábamos a cien por hora y le di un golpe que lo lanzó al lado. Maldije a los dueños que abandonan a los perros y lamenté no haber podido frenar a tiempo. Iñaki respiraba muy agitado, me miró con los ojos brillantes, y volvió la cara hacia su ventanilla para disimular.
Su misión era entrar dentro de la tubería para colocar las placas de las radiografías que yo tenía que hacer. A veces no cabía en el tubo y se ponía rojo por la ira y la impotencia: temía que lo despidieran por su incapacidad. Entonces yo tomaba las placas de sus manos y entraba en el agujero en su lugar. Él apretaba los puños y maldecía en voz baja. Al salir yo del conducto me miraba en silencio, esperando alguna queja. Nunca se produjo ni nadie supo del problema de la obesidad de Iñaki para esa clase de trabajos. Y él lo agradecía a su manera: se convirtió en mi sombra y me acompañaba a todas partes. En los locales de ocio él entraba primero, cubriéndome con su cuerpo para protegerme de algún posible contratiempo.
Había una taberna en Trichard –un pueblo situado a diez kilómetros del campamento y que acostumbrábamos a visitar por las noches–, que era la base de un grupo de motoristas cabezas rapadas. Estos eran unos niñatos rubios o pelirrojos, mimados y con mucho dinero, que aparcaban sus lujosas motos de grandes cilindradas en la puerta y entraban armados en la sala, echando fuera a los que les desagradaba su aspecto. Un par de compañeros españoles habían sido apaleados en aquel bar por esa banda, y cuando acudieron otros amigos a vengarse fueron amenazados con las pistolas.
Uno de los españoles logró desarmar a uno y le arreó tal bofetada que rodó por el suelo. Un segundo después recibió una puñalada en el costado. Lo enviaron a España en estado grave
Con Iñaki no se atrevían, cuando entraba él los otros se desplazaban y abrían sitio.

Cada quince días la empresa ponía a nuestra disposición un autobús para llevarnos a Johannesbourg, la capital, donde disfrutábamos del fin de semana. Los fines de semana intermedios lo pasábamos en el campamento o alrededores.
Un sábado decidimos salir a conocer mundo, nos pusimos en la autopista para hacer autostop. En la primera hora no se detuvo nadie, y luego se paró un granjero vestido con camisa de cuadros y un peto azul. Nos preguntó hacia dónde íbamos; yo le respondí que a donde nos llevase. Se dirigía a Durban, una importante ciudad situada en el sureste, en la costa del Pacífico, a ochocientos kilómetros. Nos subimos al Mazda dispuestos a pasar las ocho horas en el coche. El sudafricano llevaba la botella de wisky en la guantera, y junto a la palanca del cambio un revolver. Adelantaba por cualquier lado, el derecho o el izquierdo, y si alguien protestaba sacaba el revolver, lo mostraba por la ventanilla y se ponía a decir cosas incomprensibles para nosotros en afrikáans, una lengua mezcla de inglés y holandés. Nosotros nos mirábamos, inseguros, temiéndonos lo peor. Menos mal que el tipo se detuvo a beber en un bar y nosotros nos quedamos allí. Se enfadó cuando nos negamos a volver al auto y comenzó a hablar a voces en aquel extraño idioma. Fue un estúpido, pues Iñaki le agarró por el cuello y le dio tal empujón, que el granjero salió corriendo hacia su coche, arrancó y salió como un cohete sin acordarse siquiera de que tenía un arma.

A las diez de la noche llegamos a Durban, después de tres transbordos de vehículo. Nos sorprendió no ver tantos negros en la ciudad, la mayoría de los sirvientes eran hindúes. El conductor, un hindú, nos dejó en un hotel cercano a la playa y alquilamos una suite cada uno, por si lográbamos llevar alguna visita durante el fin de semana. Nos aseamos y salimos a disfrutar de la noche del sábado en la ciudad.
En el hotel nos dieron un folleto turístico que nos indicaba la ubicación de salas de fiestas y diferentes lugares de ocio; entramos en una discoteca portuguesa, o mejor dicho: de colonos de Malawi, un país portugués del que habían sido expulsados por los revolucionarios. A las dos horas de estar allí, Iñaki , que no hablaba con nadie ni se relacionaba, sino que permanecía solo bebiendo vasos largos con hielo y vodka con piña, me sugirió de cambiar de lugar.
Una vez fuera me dijo que quería echar un polvo y que preguntase adónde se podía satisfacer esa necesidad. Paramos un taxi y se lo hicimos entender. El taxista afirmó con la cabeza y nos llevó al centro de la ciudad. Allí había un parque con árboles y lagos y en el centro una colina llena de parterres bien cuidados, Una escalinata subía hasta la cima, donde se hallaba una casa con luces rojas. El conductor nos señaló la villa y nos dijo que aquel era el sitio que buscábamos.

Serían las tres de la madrugada cuando comenzamos la ascensión a la casa. Varios caminos cruzaban la escalinata y rodeaban la colina, dividiéndola en parcelas ajardinadas y limitadas con setos bien podados. A cada diez metros había un camino que cruzaba la escalinata. Y sentados en cada cruce había algunos hombres de raza negra fumando o bebiendo, que nos miraban con recelo. Llegamos algo sofocados a la cima y fuimos a la puerta de la casa, una barandilla de un metro de altura circundaba un pequeño jardín de rosales y hortensias, que se estiraban para absorber la luz de las farolas. Una luz roja iluminaba la entrada. Llamamos al timbre y salió un hombre de rasgos orientales, que hizo una reverencia y nos invitó a entrar. Dentro había unos pequeños compartimentos, cuyas puertas estaban cubiertas con una cortina y ocupados por niñas de apenas doce años. Iñaki y yo nos miramos, asombrados, y nos quedamos de piedra. Iñaki dio media vuelta, murmurando algo que no entendí. Yo le decía por señas al hombre que buscábamos mujeres, no niñas. Dibujé en el aire las formas de una mujer bien formada, con grandes curvas u esplendorosos senos… El hombre decía que no, que todo lo que tenía que ofrecer estaba allí, ante mí. Salí afuera y vi a Iñaki dando patadas a una farola, y maldiciendo en vascuence, cosa que yo no entendía. Le miré y vi que una lágrima rodaba por su mejilla. Se golpeaba las manos una contra la otra, mientras maldecía y daba patadas contra todo lo que obstaculizara su camino. Uno de los hombres que permanecían abajo en un cruce de caminos con la escalera de acceso les dijo algo a sus compañeros y comenzaron a subir hacia nosotros. Me preocupé mucho al verlos y recé rápido, rogando que no hubiera enfrentamiento. No debieron escucharme allá arriba, ¡estaban tan lejos…!

El primero en llegar y gritarle a Iñaki en inglés fue el que salió despedido escaleras abajo, los otros se apartaron y uno de ellos sacó una navaja, ¡pobrecillo!: aún debe estar poniéndose mercromina en la cara.
Iñaki había cambiado de especie: había dejado de ser humano y se había convertido en una fiera. Con lanzar dos golpes de piernas y otros tantos puñetazos se deshizo de aquella banda. Entonces le cogí del brazo y lo empujé hacia abajo. En otros cruces de camino la gente nos miraba y se preguntaba qué estaba sucediendo. Iñaki los miraba a la cara, desafiante, y nadie pronunciaba palabra. Por fin llegamos abajo a la calle que rodeaba la colina y nos fuimos al hotel en taxi.
Cuando entramos en el hall, el conserje nos preguntó que nos había sucedido. Suerte que nos pudimos entender en francés y pude explicarle nuestro viaje en busca de mujeres y lo sucedido en la colina. El hombre movió negativamente la cabeza y dijo algo que no entendimos. Cogió el teléfono y habló en una lengua extraña; luego nos dijo que en media hora solucionaría el problema.
Así fue: apenas había salido yo de tomar un baño de sales y espumas, cuando llamaron discretamente a la puerta de Iñaki, que se quedó pasmado ante la bella mujer hindú que entró en su suite.
En los meses que siguieron, cada vez que Iñaki recordaba la aventura, me daba una fuerte palmada en la espalda que me juntaba las costillas de delante con las de detrás y se reía a carcajadas como un chiquillo.
También lo vi llorar del mismo modo en Barajas, el día que nos despedimos al finalizar el trabajo que nos había llevado a Sudáfrica.
Si me lees, Iñaki, quiero que sepas que no te olvido. Un abrazo.

viernes, marzo 09, 2007

EL RELEVO

EL RELEVO
En un apartamento de El Puerto de Santa María, María realiza sus labores en el salón de la casa. Ella es una joven de 25 años, de buena figura, morena y alta. Tiene unos ojos grandes, color del mar. Hace dos años que se casó y es feliz. Su marido sale a diario a  pescar en su propia barca y lo gana bien; ella se ocupa de las labores del hogar y de cuidar a la abuela y a su hijita, Carolina, de un añito de edad.
 Sobre un largo sofá de color miel hay un montón de ropa limpia y cuidadosamente doblada.  Un cuadro de girasoles, colgado en la pared, preside el sofá. Delante de él, en una mesita baja y rectangular, se ven unas revistas y juguetes de goma abandonados. En la pared de enfrente,  en medio de dos vitrinas de caoba llenas de libros y figuras de cerámica, hay un aparato de televisión encendido.
Inclinada sobre la mesa, planchando una camisa a cuadros usada, María observa a su hijita. Un poco a la derecha, en la puerta de la terraza, limitada por unos cortinajes de color a juego con el sofá, su abuela toma el sol sentada en una butaca. La anciana muestra unas manos temblorosas, de piel flácida y arrugada como una pasa, igual que su cara. Su mandíbula, inquieta, mantiene abierta y con una permanente mueca de sufrimiento su boca desdentada. Con sus ojos llorones y vidriosos mira al frente, al horizonte verde del bosque de pinos cercano, que sobrevuelan unas blancas gaviotas que proceden de la cercana playa.
La niña se acerca a ella con sus pasitos torpes, se agarra a su falda con una mano y, con la otra, le muestra una muñeca de goma.
–Abbba guuuu mnnnam –dice la niña, mirando a la anciana con sus grandes ojos azules.
– ¡Nena, deja en paz a la bisabuelita! –dice María.
La niña permanece mirando a la anciana y mostrando su juguete. Insiste:
–¡Amamamamnnnguuu!
La bisabuela baja su mirada y observa al bebé. Admira su mirada limpia, inocente; su carita redonda, tersa y suave; sus cabellos ensortijados y sus labios húmedecidos por las babas.
Su mano temblorosa se alza, muy despacio, e intenta acariciar la cara de su bisnieta; de sus ojos rueda una lágrima por su mejilla flácida y cuarteada. Acaricia torpemente el pómulo de la niña y pronuncia unas torpes palabras:
–Minh ña… onita…
–¡Abba mmauan! –responde el bebé
Un diálogo que quizás sólo ellas entienden. La nonagenaria mira con ternura a la chiquilla. Se ve reflejada en sus ojos grandes y recuerda tiempos lejanos. En ese instante pierde el miedo al futuro. Sabe que ha llegado el relevo y lo asume. Su temblorosa mano se posa sobre la cabecita de pelo negro azabache, ensortijado, y su boca se estira en una sonrisa.
María levanta la mirada de la tabla de planchar y se inquieta al ver la escena:
– ¡Carolina, deja en paz a la abuela!
Y la nena mira a su madre y luego a la anciana, retrocede unos pasos, se sienta en el suelo y juega con los ojos de la muñeca.
La bisabuela se echa hacia atrás en su asiento, cierra los ojos y se sumerge en ella.
María continúa su planchado. Afuera, las gaviotas sobrevuelan el bosque de pinos; se oyen los gritos de los niños que salen al recreo en el colegio; Carolina gatea por el suelo…
La mano de la anciana ha dejado de temblar.