viernes, enero 04, 2013

LOS REYES MAGOS JAMÁS ME VISITARON




Tendría yo diez años recien cumplidos. Ya había pasado la Navidad y la Nochevieja y los niños y niñas del colegio esperábamos ansiosos la noche del 7 de enero: como cada año, esa noche nos entregarían los regalos que un mes antes habíamos pedido a los Reyes Magos mediante una carta personal que la madre superiora se encargaba de enviar por correo tras haberlas leído y corregido una por una.

Ese día, durante la mañana,  habían llegado personajes extraños al colegio: los del NO-DO, periodistas de los diarios Ya y  Arriba y un camión cubierto con una lona, que los chicos más grandes aseguraban que eran los juguetes que habíamos pedido a los Reyes.

Nosotros nunca vimos a los Reyes Magos, la única referencia que teníamos de ellos era la que leíamos en la asignatura de  Historia Sagrada. Eran unos reyes de Oriente que fueron  a entregarle al Niño Jesús oro, incienso y mirra. Al pasar por Jerusalén, el Rey Herodes los recibió y les conminó a volver al palacio cuando regresaran para  informarle del lugar exacto en que se hallaba el recien nacido para que el pudiera llevarle también su regalo. Los Reyes fueron avisados de que Herodes tramaba algo malo y se fueron por otro camino.

Anochecía cuando comenzaron a entrar coches en el patio porticado del colegio. Los vehículos rodeaban la hermosa fuente redonda, de mármol,  que había en el centro y se detenían ante el centenar de niños y niñas que esperábamos de pie  desde hacía dos horas. A la izquierda, luciendo vestidos  azul marino con cuello redondo y blanco bajo una rebequita del mismo color, las chicas; a la derecha los chicos, vestidos con pantalones cortos de pana y jersey de lana, ambos  azules, y calzados con  botas de media caña de la marca Segarra.


Nuestros reyes eran nada menos que doña Carmen Polo de Franco, doña Josefa Larrúcea de Girón y doña Carmen Pardo Valcalcer de Cabestany.  

Las tres eran consortes de miembros del Gobierno. Obviamente no venían disfrazadas de Reyes Magos sino vestidas elegantemente y abrigadas con lujoso abrigos de pieles de visón, de zorro y de leopardo.

Al  bajarse de sus coches, la superiora alzó los brazos y nosotros comenzamos a cantar.

 Ellas se dirigieron a la puerta de entrada principal, entregaron el abrigo de pieles a la encargada del guardarropa y se sentaron en las sillas que les habían preparado en el salón. Ni siquiera se detuvieron a escuchar el himno de bienvenida que durante dos semanas habíamos estado ensayando en las clases para esa ocasión.


Nosotros entramos ordenadamente en dos filas, niños y niñas separados, y nos colocamos a ambos lados dejando libre el centro. Detrás de las señoras había un montón de cajas: eran nuestros regalos. Nosotros estábamos muy nerviosos y ansiosos porque nos llamaran para entregárnoslo.

Entonces la madre superiora le entregó una lista con nuestros nombres a cada señora y ellas nos iban llamando, mientras que  dos empleadas del colegio se apresuraban a encontrar la caja que lucía el nombre citado.

Cuando mencionaron mi nombre me adelanté, atravesé el espacio libre que nos separaba y doña Pepita Larrúcea me preguntó cuántos años tenía, qué quería ser de mayor y si estaba contento en el colegio. Luego me dio nos palmaditas en la cara y me entregó mi caja.

Atento a los regalos como estábamos, no prestábamos atención a los movimientos de fotógrafos, operadores de cámara del No-Do y policías  guardaespaldas que hacían su trabajo en la sala. La semana siguiente, mis padres nos  verían en el cine recogiendo los juguetes.

La sorpresa vendría al abrir las cajas cuando ellas  se fueron: no contenía lo que habíamos pedido sino lo que la superiora había decidido más conveniente para cada alumno. Por ejemplo:  si yo había pedido un balón de reglamento, un tren y un avión a cuerdas, me encontraba un misal, un libro de cuentos y un avión de hélices que corría  hasta que se le acabase la cuerda.

No fallaba nunca. Cada año teníamos que pedir tres cosas; pero  pidiese lo que pidiese en mi carta, recibía  un misal o un libro religioso sobre la vida de algún santo, un cuento y un juguete.

Mi hermana mayor en la terraza del colegio vestida de "valenciana" el día de san José. Las monjas eran valencianas y celebraban la fiesta con cantos y danzas populares, incluso hacían una pequeña  falla con muñecos de cartón piedra y muebles viejos que quemaban a media noche, fiesta a la que acudía todo el pueblo.


Años más tarde, cuando me convertí en padre, intenté que mis hijos tuvieran una experiencia diferente a la mía, y he disfrutado mucho levantándome de madrugada para colocar sus regalos junto a sus zapatillas, beberme la copa de anís que ellos me habían dejado para compensarme de mis esfuerzos y volverme luego a la cama para esperar el momento inolvidable en que el primero de ellos se despertaba y corría a ver si los reyes habían venido o habían pasado de largo. A partir de ahí ya no dormía nadie: los gritos del niño o de la niña despertaban a toda la familia  y a los vecinos. Yo creo que los escuchaban hasta  en el extranjero.

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