Tendría yo diez años recien cumplidos. Ya había pasado la Navidad y la Nochevieja y los niños y niñas del colegio esperábamos ansiosos la noche del 7 de enero: como cada año, esa noche nos entregarían los regalos que un mes antes habíamos pedido a los Reyes Magos mediante una carta personal que la madre superiora se encargaba de enviar por correo tras haberlas leído y corregido una por una.
Ese día, durante la mañana, habían llegado personajes extraños al colegio:
los del NO-DO, periodistas de los diarios Ya y Arriba y un camión cubierto con una lona, que
los chicos más grandes aseguraban que eran los juguetes que habíamos pedido a
los Reyes.
Nosotros nunca vimos a los Reyes
Magos, la única referencia que teníamos de ellos era la que leíamos en la
asignatura de Historia Sagrada. Eran
unos reyes de Oriente que fueron a
entregarle al Niño Jesús oro, incienso y mirra. Al pasar por Jerusalén, el Rey
Herodes los recibió y les conminó a volver al palacio cuando regresaran
para informarle del lugar exacto en que
se hallaba el recien nacido para que el pudiera llevarle también su regalo. Los
Reyes fueron avisados de que Herodes tramaba algo malo y se fueron por otro
camino.
Anochecía cuando comenzaron a
entrar coches en el patio porticado del colegio. Los vehículos
rodeaban la hermosa fuente redonda, de mármol, que había en el centro y se detenían ante el
centenar de niños y niñas que esperábamos de pie desde hacía dos horas. A la izquierda,
luciendo vestidos azul marino con cuello
redondo y blanco bajo una rebequita del mismo color, las chicas; a la derecha
los chicos, vestidos con pantalones cortos de pana y jersey de lana, ambos azules, y calzados con botas de media caña de la marca Segarra.
Nuestros reyes eran nada menos
que doña Carmen Polo de Franco, doña Josefa Larrúcea de Girón y doña Carmen
Pardo Valcalcer de Cabestany.
Las tres eran consortes de
miembros del Gobierno. Obviamente no venían disfrazadas de Reyes Magos sino
vestidas elegantemente y abrigadas con lujoso abrigos de pieles de visón, de zorro y de leopardo.
Al bajarse de sus coches, la superiora alzó los
brazos y nosotros comenzamos a cantar.
Ellas se dirigieron a la puerta de entrada
principal, entregaron el abrigo de pieles a la encargada del guardarropa y se
sentaron en las sillas que les habían preparado en el salón. Ni siquiera se
detuvieron a escuchar el himno de bienvenida que durante dos semanas habíamos
estado ensayando en las clases para esa ocasión.
Nosotros entramos ordenadamente
en dos filas, niños y niñas separados, y nos colocamos a ambos lados dejando
libre el centro. Detrás de las señoras había un montón de cajas: eran nuestros
regalos. Nosotros estábamos muy nerviosos y ansiosos porque nos llamaran para
entregárnoslo.
Entonces la madre superiora le
entregó una lista con nuestros nombres a cada señora y ellas nos iban llamando,
mientras que dos empleadas del colegio
se apresuraban a encontrar la caja que lucía el nombre citado.
Cuando mencionaron mi nombre me
adelanté, atravesé el espacio libre que nos separaba y doña Pepita Larrúcea me preguntó
cuántos años tenía, qué quería ser de mayor y si estaba contento en el colegio.
Luego me dio nos palmaditas en la cara y me entregó mi caja.
Atento a los regalos como estábamos,
no prestábamos atención a los movimientos de fotógrafos, operadores de cámara
del No-Do y policías guardaespaldas que
hacían su trabajo en la sala. La semana siguiente, mis padres nos verían en el cine recogiendo los juguetes.
La sorpresa vendría al abrir las
cajas cuando ellas se fueron: no contenía
lo que habíamos pedido sino lo que la superiora había decidido más conveniente
para cada alumno. Por ejemplo: si yo había
pedido un balón de reglamento, un tren y un avión a cuerdas, me encontraba un
misal, un libro de cuentos y un avión de hélices que corría hasta que se le acabase la cuerda.
No fallaba nunca. Cada año teníamos
que pedir tres cosas; pero pidiese lo
que pidiese en mi carta, recibía un
misal o un libro religioso sobre la vida de algún santo, un cuento y un juguete.
Mi hermana mayor en la terraza del colegio vestida de "valenciana" el día de san José. Las monjas eran valencianas y celebraban la fiesta con cantos y danzas populares, incluso hacían una pequeña falla con muñecos de cartón piedra y muebles viejos que quemaban a media noche, fiesta a la que acudía todo el pueblo.
Mi hermana mayor en la terraza del colegio vestida de "valenciana" el día de san José. Las monjas eran valencianas y celebraban la fiesta con cantos y danzas populares, incluso hacían una pequeña falla con muñecos de cartón piedra y muebles viejos que quemaban a media noche, fiesta a la que acudía todo el pueblo.
Años más tarde, cuando me convertí
en padre, intenté que mis hijos tuvieran una experiencia diferente a la mía, y
he disfrutado mucho levantándome de madrugada para colocar sus regalos junto a
sus zapatillas, beberme la copa de anís que ellos me habían dejado para
compensarme de mis esfuerzos y volverme luego a la cama para esperar el momento
inolvidable en que el primero de ellos se despertaba y corría a ver si los
reyes habían venido o habían pasado de largo. A partir de ahí ya no dormía
nadie: los gritos del niño o de la niña despertaban a toda la familia y a los vecinos. Yo creo que los escuchaban hasta en el
extranjero.
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