No sé si ustedes van al canódromo. Yo iba los sábados y domingos con mi cuñado a
uno que había en Massanasa, un pueblecito del extrarradio de Valencia.
Los galgos permanecen en unas dependencias con sus criadores
y educadores hasta que les llega la hora de competir y los sacan, les ponen un
chaleco con un número y los colocan en una cabina con rejas que dan acceso a la pista. Frente a ellos, las gradas están abarrotadas
por un público para el que el galgo no cuenta nada, sólo el número que lleva al
costado y por el que han apostado alguna cantidad de dinero.
La pista es elíptica y tiene una longitud aproximada de un
campo de fútbol. En el lado interior hay una valla en la que han sujetado un raíl por el cual circula a gran velocidad un artilugio eléctrico forrado con
una piel de liebre.
Cuando llega la hora, el Director del canódromo da la señal
y se abre la reja. En ese instante los galgos salen a toda velocidad detrás de la falsa
liebre, a la que jamás alcanzarán. Cuando dan la vuelta completa al circuito,
pasan bajo la línea de llegada, donde una cámara automática va
fotografiando a los galgos a medida que
pasan para determinar quienes son los tres primeros y conceder los premios a
los apostantes. Cuando todos han pasado bajo la meta, la liebre se detiene y
los galgos la alcanzan. Es entonces cuando se percatan del engaño y se miran
unos otros con la lengua fuera y jadeantes, pasmados o desencantados, vaya
usted a saber, al darse cuenta de que han sido utilizados. Es en ese momento
cuando los empleados del canódromo aprovechan para cogerlos y llevarlos a sus
respectivas jaulas. El público ni los
mira siquiera, una vez acaba la carrera acuden a las ventanillas a recibir los
premios de sus apuestas o a jugar de nuevo en la siguiente carrera.
Aunque no nos percatemos de ello, nos sucede lo mismo que a
los galgos: alguien, en algún punto remoto del Universo, nos asigna al nacer un número, y
apuesta por nosotros. Nos coloca con unos cuidadores encargados de educarnos y
entrenarnos más o menos bien para competir en la vida. Cuando somos adultos nos
situamos en la pista para esforzarnos en alcanzar un determinado
objetivo: un negocio propio, una carrera, un puesto de trabajo, una familia, una buena
posición económica... Ése será el señuelo que nos incitará a luchar para
alcanzar la meta propuesta.
Al abrirse la puerta de las oportunidades
salimos a toda velocidad detrás de ellas, esperando el premio de la felicidad. Es solamente al acabarse la carrera y
analizar el objeto por el cual hemos luchado tanto, que nos quedamos pensando
si realmente ha valido la pena.
Los galgos vencedores reciben mejor comida y mejor trato ese
día. Se les deja descansar y se les concede alguna chuchería en premio a su
esfuerzo, pero los animales saben que al día siguiente tendrán que volver a
competir y si no ganan el trato será diferente. En todo momento tendrá la
sensación de que han sido utilizados. ¡Y
pobre del que se lastime y no pueda volver a correr! Los cazadores, por ejemplo, los ahorcan para no gastar un cartucho matándolos de un tiro.
Así mismo, en esta sociedad se premia a los humanos que
procuran grandes beneficios concediéndoles algún premio, beneficios que conservarán mientras sigan
compitiendo con éxito en este despiadado sistema. Cosa muy distinta sucede cuando por alguna causa ajena a sus voluntades dejan de producir riqueza.
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