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domingo, septiembre 25, 2016

EL CANÓDROMO



No sé si ustedes van al canódromo. Yo iba los sábados y domingos con mi cuñado a uno que había en Massanasa, un pueblecito del extrarradio de Valencia. 

Los galgos permanecen en unas dependencias con sus criadores y educadores hasta que les llega la hora de competir y los sacan, les ponen un chaleco con un número y los colocan en una cabina con rejas  que dan acceso a la pista.  Frente a ellos, las gradas están abarrotadas por un público para el que el galgo no cuenta nada, sólo el número que lleva al costado y por el que han apostado alguna cantidad de dinero.

La pista es elíptica y tiene una longitud aproximada de un campo de fútbol. En el lado interior hay una valla en la que han sujetado un raíl por el cual circula a gran velocidad un artilugio eléctrico forrado con una piel de liebre.

Cuando llega la hora, el Director del canódromo da la señal y se abre la reja. En ese instante los galgos salen a toda velocidad detrás de la falsa liebre, a la que jamás alcanzarán. Cuando dan la vuelta completa al circuito, pasan bajo la línea de llegada, donde una cámara automática va fotografiando  a los galgos a medida que pasan para determinar quienes son los tres primeros y conceder los premios a los apostantes. Cuando todos han pasado bajo la meta, la liebre se detiene y los galgos la alcanzan. Es entonces cuando se percatan del engaño y se miran unos otros con la lengua fuera y jadeantes, pasmados o desencantados, vaya usted a saber, al darse cuenta de que han sido utilizados. Es en ese momento cuando los empleados del canódromo aprovechan para cogerlos y llevarlos a sus respectivas  jaulas. El público ni los mira siquiera, una vez acaba la carrera acuden a las ventanillas a recibir los premios de sus apuestas o a jugar de nuevo en la siguiente  carrera.

Aunque no nos percatemos de ello, nos sucede lo mismo que a los galgos: alguien, en algún punto remoto del Universo, nos asigna al nacer un número, y apuesta por nosotros. Nos coloca con unos cuidadores encargados de educarnos y entrenarnos más o menos bien para competir en la vida. Cuando somos adultos nos situamos en la pista para esforzarnos en alcanzar un determinado objetivo: un negocio propio, una carrera, un puesto de trabajo, una familia, una buena posición económica... Ése será el señuelo que nos incitará a luchar para alcanzar la meta propuesta. 

Al abrirse la puerta de las oportunidades salimos  a toda velocidad detrás de ellas, esperando el premio de la felicidad. Es solamente al acabarse la carrera y analizar el objeto por el cual hemos luchado tanto, que nos quedamos pensando si realmente ha valido la pena.

Los galgos vencedores reciben mejor comida y mejor trato ese día. Se les deja descansar y se les concede alguna chuchería en premio a su esfuerzo, pero los animales saben que al día siguiente tendrán que volver a competir y si no ganan el trato será diferente. En todo momento tendrá la sensación de que  han sido utilizados. ¡Y pobre del que se lastime y no pueda volver a correr! Los cazadores, por ejemplo, los ahorcan para no gastar un cartucho matándolos de un tiro.

Así mismo, en esta sociedad se premia a los humanos que procuran grandes beneficios concediéndoles algún premio, beneficios que conservarán mientras sigan compitiendo con éxito en este despiadado sistema. Cosa muy distinta sucede cuando por alguna causa ajena a sus voluntades dejan de producir riqueza.

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