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Reposición actualizada el día 10 de agosto de 2019
Reposición actualizada el día 10 de agosto de 2019
Llevo un par de meses malito yendo al médico, haciéndome pruebas y esperando turno para el especialista, y eso me hace pensar mucho en el viaje definitivo.
Hablar de la muerte no es nada agradable, como que da yuyu; pero tarde o temprano debemos hacerle frente y mejor dialogar con ella ahora que somos conscientes que no luego, cuando nos dé igual lo que digan o hagan con nosotros.
Ustedes habrán observado en infinidad de ocasiones cómo se comporta la gente en un velatorio: lo mismo se ponen a contar chismes y forman un jaleo capaz de despertar al durmiente, que de improviso se pone una a llorar como una magdalena y a decir cosas amables del difunto, cuando la verdad es que en vida le importaba un carajo. O le sacan trapos sucios ahora que el pobre no puede defenderse.
Yo soy diferente, de la antigua hornada, la de la España que no cesa. Y previendo todo eso he citado a la Negra y he firmado un convenio con ella: me ha hecho ver cómo será el día en que yo emprenda mi viaje al otro mundo. Algunos llaman a eso "viajes astrales". El mío lo he realizado junto a varias personas, como si fuera un viaje del INSERSO. Ésa es la razón de mi abandono del blog durante tantos días. Ahora ya sé a qué atenerme.
Pero no deseo guardar el secreto –que le vayan dando bien a la Negra—, yo siempre he compartido con todos mis experiencias, ¡joder! que llevo 7 años escribiendo en este blog y no va a venir ahora una señora a imponerme límites a la libertad de expresión.
Comenzamos:
El día de mi muerte fue el más aciago de mi vida. Obvio, ¿verdad? Desde que amaneció me sentí mal, fui al médico de urgencias, me recetó unos potingues y todo fueron problemas. Ya en casa, me caí por las escaleras.
Sentí la punzada de sufrimiento en la última fracción de segundo, pero después... ¡Uf! Ya pasó todo. Lo peor fueron los breves segundos de la caída en el vacío, ver cómo el abismo me tragaba a tanta velocidad y sin posibilidad de echar marcha atrás. Luego, nada.
De pronto me vi flotando sobre mi cuerpo. Podía desplazarme rápidamente en cualquier dirección, como los vencejos, y decidí marcharme de aquel lugar para siempre. Los gritos y el alboroto que se escuchaban en el edificio en que vivía no me interesaban. ¡Apañaros vosotros solos; yo ya he acabado con mis problemas!, les dije mientras me alejaba. A los pocos segundos de mi caída, ya estaba a más de un billón de kilómetros de la Tierra.
Llegué a las puertas del Cielo, donde un señor que lucía enormes barbas blancas me preguntó mi nombre y lo tecleó en una especie de máquina de escribir, y lo que escribía aparecía en una pantalla que había frente a él.
–Tú no debías de estar aquí aún, ¿quién te envía?
–La Seguridad Social con sus recortes, ya sabe... –respondí.
Luego tocó otra tecla y me vi yo mismo en el momento de caer al suelo, volando hacia la terraza, corriendo hacia atrás dando un grito, levantándome de la cama... O sea, que toda mi vida estaba grabada en una película y lo que estaba haciendo aquel señor era rebobinándola para verla desde el principio.
Así pude ver todo lo que viví en mi breve estancia en la Tierra.
Me educaron las monjas y me enseñaron a leer, a escribir, las cuatro reglas y a pedir. Sobre todo, a pedir. También hacía de monaguillo en la capilla del convento y cuidaba cerdos y gallinas del centro. En fin, una vida muy ajetreada.
También había jesuitas, uno de los cuales me metió mano. Bueno, a decir verdad, estas cosas son muy serias y no se pueden decir así porque sí, pues por nada te plantan una demanda y habría que probar lo que digo. Y después de 60 años...
Pero yo sólo digo lo que estaba viendo en la pantallita del portero barbudo. Lo que me pasó con aquel padre (mejor dicho cura, pues dudo mucho que aquél fuera mi padre), fue lo siguiente:
Estaba yo leyendo un tebeo del Capitán Trueno y se acercó el cura y me dice: «Quieres un caramelo», y yo le contesto: «Sí padre» (es que si digo Sí, cura, no queda bien escrito. Además, en el cole era obligatorio llamar padres a los curas, independientemente de que hubiesen llegado o no a ser padres biológicos). «Ven y cógelo tú mismo», me dijo. Y yo me acerqué y metí la mano en su bolsillo para coger el caramelo. Resultó que el cura no llevaba ropa debajo de la sotana y lo que cogí no fue un caramelo de menta, ni de fresa.
Yo retiré la mano rápidamente y salí corriendo, haciendo caso omiso a las voces del cura, quien me ordenaba regresar inmediatamente bajo pena de expulsión del colegio.
Todo eso apareció en el informativo que yo estaba viendo en mi pantalla celestial. El señor de las barbas no dijo nada sobre lo que estaba viendo, sólo tosió un poco y miró hacia un lado. Normal, como el cura era un representante de ellos…
¡Ah!, se me olvidaba: nada más llegar a la puerta del Cielo, el conserje me entregó un aparatito extraplano, no más grande que un encendedor, y cuyo frontal era una pantalla en la que siempre aparecía Dios, como el presidente Rajoy en el Telediario. A través del aparatito yo podía hablar directamente con el Juez Supremo. El aparato se llama Comunicador.
«No dudes en usarlo para cualquier pregunta o aclaración. También puedes usarlo para escuchar música celestial. En la parte posterior están las instrucciones. Ahora vete a la zona de espera y ten paciencia hasta que se vea tu expediente. Aquí no hay prisa: tenemos toda la eternidad por delante...», me dijo el funcionario celestial
Como fondo de pantalla, en el Comunicador aparecía un texto bíblico a modo de aclaración: «Él nos hizo a su imagen y semejanza». Es decir: creó en la Tierra una copia de la Sociedad Celestial, con su burocracia, sus funcionarios, sus tecnologías, sus problemas... de forma que a los humanos sólo les transmitía el conocimiento para que éstos inventasen los productos que ya se habían quedado anticuados en el Cielo. Lo mismo que los países ricos venden sus alimentos, medicinas y su tecnología anticuada y pasada de fecha a los países del tercer mundo.
Así llegamos hasta la actualidad, y cuando salieron los casos de Udargarín y de Bárcenas, el contable del PP, San Pedro le dio al botón de Salir.
Me dijo muy amablemente, eso sí, que debía esperar en la cola para entrar en el Cielo, pues había muchas almas que habían llegado antes que yo en la puerta, sobre todo africanos de Ruanda, de Etiopía, etc. Era un hecho insólito, pues, hasta ahora, todos los santos eran blancos. Pero también en el Cielo se necesitaban reformas laborales y había de cambiarse la Ley Suprema para que los africanos negros tuviesen su lugar en el santoral, aunque ellos recibirían menos ruegos. Pero sin prisas, ya se sabe: tenían toda la eternidad por delante. Y los negros se amontonaban en la puerta del Cielo lo mismo que se amontonaban en las puertas de las oficinas de las delegaciones del Gobierno para pedir los visados y los permisos de residencias que les permitieran encontrar trabajo.
Curiosamente, cada vez que uno de ellos encontraba trabajo se quedaba otro español en el paro. Dicen que lo que ocurre es que los españoles no quieren esa clase de trabajo. No lo entiendo, ¡pero si es el trabajo que han hecho siempre! Se lo pregunto a Santiago Carrillo, que pasaba fumando un puro habano por allí cerca, y me dijo: «Lo que pasa es que los españoles son unos señoritos y exigen mucho: estar dados de alta en la Seguridad Social, aumentos de salario anuales con arreglo a las subidas del IPC, ocho horas de jornada, vacaciones… Es demasiado, los extranjeros no piden tanto». ¡Joder, cómo cambia la gente cuando la derecha los mima!
Como aún había mucha gente por delante, aproveché para volver a la Tierra. Pude ver como todo el pueblo iba a mi entierro, y la bandera del Ayuntamiento a media asta con un crespón negro. Observé lo que hacía la gente: los que llegaron antes del entierro, durante el entierro o después. Supe lo que pensaba cada cuál con respecto a mí, quién hablaba de corazón y quién decía lo que no sentía pero que quedaba muy bonito ante los demás. ¡Y la alegría del Perico, que me debía 200 euros!
Seguí a una joven muy guapa que pasaba tumbada en una nube algodonosa y blanca y me encontré en la Zona de Espera, anteriormente llamada Limbo –un chiringuito cercano a la Tierra–, y en el mostrador de Recepción me entregaron un maletín que ocultaba en su interior un teclado, cuya tapadera servía de pantalla. Bastaba pensar en alguien para que en la pantalla apareciera su imagen. Se podía conocer todo sobre su pasado o su futuro.
¿Para qué sirve el teclado?, pregunté. Respuesta del funcionario:
«El teclado te permite: escribir poemas y relatos para que te diviertas y los demás se distraigan, comunicarte con el Cielo y recibir mensajes y datos sobre la marcha de tu expediente, sugerir ideas, presentar solicitudes de traslado, ruegos y preguntas, para acceder al banco de datos universal, etc».
Paseando por la Zona de Espera me crucé con una cara muy conocida: la llevaba impresa en mi memoria, pues, enmarcada en un cuadro ocupó el sitio de honor durante más de cuarenta años en las paredes de mi colegio: en las aulas, en el comedor, en la enfermería, en la capilla... y en los ayuntamientos y todos los centros públicos en los que yo había pisado: se llamaba Franco.
Me pregunté cómo podía estar ese hombre allí y no en el Infierno, con la cantidad de crímenes que los españoles cargaban sobre sus espaldas… ¿O es que es mentira todo eso del Infierno para los malos y el Cielo para los buenos? Si este hombre no merece ningún castigo, con todo lo que ha hecho, ¿quién lo merece?
¡Hostias, la respuesta apareció enseguida en la pantalla de mi maletín!:
Franco está a la espera de ser canonizado, teniendo en cuenta que los obreros que durante cuarenta años lo denostaron y aborrecieron, ahora, después del paso de socialistas y populares por el Gobierno, le echan de menos y alaban las bondades del franquismo: contratos fijos después del período de prueba; despidos, sólo los justificados; vacaciones, escuelas de aprendizaje con colocación para los alumnos al finalizar los cursos; Seguridad Social sólo para cotizantes y sin pago de medicamentos, jubilación; libertad de trabajo en cualquier lugar de España, aun sin hablar Catalán o Vasco, ect.
El Supremo Hacedor, que es de derechas, por eso persigue a los ateos y progresistas, está pensando en hacerle santo y volver a instalar su imagen esculpida en las plazas y jardines de todas las ciudades españolas; le harán un hueco en el Santoral de los calendarios y en el teletexto de TVE. El plazo previsto para culminar el proyecto es sobre el 2021, según el ritmo de decepción democrática de los españoles, su abstención en los comicios y su desprecio hacia las instituciones.
¡Me he quedado helado!
Ahora no sé si debo ir al Cielo para estar con Franco y escuchar sus batallitas, o cagarme en los muertos de todos ellos para que me envíen a dormir con la Marilyn Monrroe en el cálido Infierno.
De pronto mi mujer me zarandea y dice:
«Despierta, Juan, que a las nueve tienes cita en el médico».
Hablar de la muerte no es nada agradable, como que da yuyu; pero tarde o temprano debemos hacerle frente y mejor dialogar con ella ahora que somos conscientes que no luego, cuando nos dé igual lo que digan o hagan con nosotros.
Ustedes habrán observado en infinidad de ocasiones cómo se comporta la gente en un velatorio: lo mismo se ponen a contar chismes y forman un jaleo capaz de despertar al durmiente, que de improviso se pone una a llorar como una magdalena y a decir cosas amables del difunto, cuando la verdad es que en vida le importaba un carajo. O le sacan trapos sucios ahora que el pobre no puede defenderse.
Yo soy diferente, de la antigua hornada, la de la España que no cesa. Y previendo todo eso he citado a la Negra y he firmado un convenio con ella: me ha hecho ver cómo será el día en que yo emprenda mi viaje al otro mundo. Algunos llaman a eso "viajes astrales". El mío lo he realizado junto a varias personas, como si fuera un viaje del INSERSO. Ésa es la razón de mi abandono del blog durante tantos días. Ahora ya sé a qué atenerme.
Pero no deseo guardar el secreto –que le vayan dando bien a la Negra—, yo siempre he compartido con todos mis experiencias, ¡joder! que llevo 7 años escribiendo en este blog y no va a venir ahora una señora a imponerme límites a la libertad de expresión.
Comenzamos:
El día de mi muerte fue el más aciago de mi vida. Obvio, ¿verdad? Desde que amaneció me sentí mal, fui al médico de urgencias, me recetó unos potingues y todo fueron problemas. Ya en casa, me caí por las escaleras.
Sentí la punzada de sufrimiento en la última fracción de segundo, pero después... ¡Uf! Ya pasó todo. Lo peor fueron los breves segundos de la caída en el vacío, ver cómo el abismo me tragaba a tanta velocidad y sin posibilidad de echar marcha atrás. Luego, nada.
De pronto me vi flotando sobre mi cuerpo. Podía desplazarme rápidamente en cualquier dirección, como los vencejos, y decidí marcharme de aquel lugar para siempre. Los gritos y el alboroto que se escuchaban en el edificio en que vivía no me interesaban. ¡Apañaros vosotros solos; yo ya he acabado con mis problemas!, les dije mientras me alejaba. A los pocos segundos de mi caída, ya estaba a más de un billón de kilómetros de la Tierra.
Llegué a las puertas del Cielo, donde un señor que lucía enormes barbas blancas me preguntó mi nombre y lo tecleó en una especie de máquina de escribir, y lo que escribía aparecía en una pantalla que había frente a él.
–Tú no debías de estar aquí aún, ¿quién te envía?
–La Seguridad Social con sus recortes, ya sabe... –respondí.
Luego tocó otra tecla y me vi yo mismo en el momento de caer al suelo, volando hacia la terraza, corriendo hacia atrás dando un grito, levantándome de la cama... O sea, que toda mi vida estaba grabada en una película y lo que estaba haciendo aquel señor era rebobinándola para verla desde el principio.
Así pude ver todo lo que viví en mi breve estancia en la Tierra.
Me educaron las monjas y me enseñaron a leer, a escribir, las cuatro reglas y a pedir. Sobre todo, a pedir. También hacía de monaguillo en la capilla del convento y cuidaba cerdos y gallinas del centro. En fin, una vida muy ajetreada.
También había jesuitas, uno de los cuales me metió mano. Bueno, a decir verdad, estas cosas son muy serias y no se pueden decir así porque sí, pues por nada te plantan una demanda y habría que probar lo que digo. Y después de 60 años...
Pero yo sólo digo lo que estaba viendo en la pantallita del portero barbudo. Lo que me pasó con aquel padre (mejor dicho cura, pues dudo mucho que aquél fuera mi padre), fue lo siguiente:
Estaba yo leyendo un tebeo del Capitán Trueno y se acercó el cura y me dice: «Quieres un caramelo», y yo le contesto: «Sí padre» (es que si digo Sí, cura, no queda bien escrito. Además, en el cole era obligatorio llamar padres a los curas, independientemente de que hubiesen llegado o no a ser padres biológicos). «Ven y cógelo tú mismo», me dijo. Y yo me acerqué y metí la mano en su bolsillo para coger el caramelo. Resultó que el cura no llevaba ropa debajo de la sotana y lo que cogí no fue un caramelo de menta, ni de fresa.
Yo retiré la mano rápidamente y salí corriendo, haciendo caso omiso a las voces del cura, quien me ordenaba regresar inmediatamente bajo pena de expulsión del colegio.
Todo eso apareció en el informativo que yo estaba viendo en mi pantalla celestial. El señor de las barbas no dijo nada sobre lo que estaba viendo, sólo tosió un poco y miró hacia un lado. Normal, como el cura era un representante de ellos…
¡Ah!, se me olvidaba: nada más llegar a la puerta del Cielo, el conserje me entregó un aparatito extraplano, no más grande que un encendedor, y cuyo frontal era una pantalla en la que siempre aparecía Dios, como el presidente Rajoy en el Telediario. A través del aparatito yo podía hablar directamente con el Juez Supremo. El aparato se llama Comunicador.
«No dudes en usarlo para cualquier pregunta o aclaración. También puedes usarlo para escuchar música celestial. En la parte posterior están las instrucciones. Ahora vete a la zona de espera y ten paciencia hasta que se vea tu expediente. Aquí no hay prisa: tenemos toda la eternidad por delante...», me dijo el funcionario celestial
Como fondo de pantalla, en el Comunicador aparecía un texto bíblico a modo de aclaración: «Él nos hizo a su imagen y semejanza». Es decir: creó en la Tierra una copia de la Sociedad Celestial, con su burocracia, sus funcionarios, sus tecnologías, sus problemas... de forma que a los humanos sólo les transmitía el conocimiento para que éstos inventasen los productos que ya se habían quedado anticuados en el Cielo. Lo mismo que los países ricos venden sus alimentos, medicinas y su tecnología anticuada y pasada de fecha a los países del tercer mundo.
Así llegamos hasta la actualidad, y cuando salieron los casos de Udargarín y de Bárcenas, el contable del PP, San Pedro le dio al botón de Salir.
Me dijo muy amablemente, eso sí, que debía esperar en la cola para entrar en el Cielo, pues había muchas almas que habían llegado antes que yo en la puerta, sobre todo africanos de Ruanda, de Etiopía, etc. Era un hecho insólito, pues, hasta ahora, todos los santos eran blancos. Pero también en el Cielo se necesitaban reformas laborales y había de cambiarse la Ley Suprema para que los africanos negros tuviesen su lugar en el santoral, aunque ellos recibirían menos ruegos. Pero sin prisas, ya se sabe: tenían toda la eternidad por delante. Y los negros se amontonaban en la puerta del Cielo lo mismo que se amontonaban en las puertas de las oficinas de las delegaciones del Gobierno para pedir los visados y los permisos de residencias que les permitieran encontrar trabajo.
Curiosamente, cada vez que uno de ellos encontraba trabajo se quedaba otro español en el paro. Dicen que lo que ocurre es que los españoles no quieren esa clase de trabajo. No lo entiendo, ¡pero si es el trabajo que han hecho siempre! Se lo pregunto a Santiago Carrillo, que pasaba fumando un puro habano por allí cerca, y me dijo: «Lo que pasa es que los españoles son unos señoritos y exigen mucho: estar dados de alta en la Seguridad Social, aumentos de salario anuales con arreglo a las subidas del IPC, ocho horas de jornada, vacaciones… Es demasiado, los extranjeros no piden tanto». ¡Joder, cómo cambia la gente cuando la derecha los mima!
Como aún había mucha gente por delante, aproveché para volver a la Tierra. Pude ver como todo el pueblo iba a mi entierro, y la bandera del Ayuntamiento a media asta con un crespón negro. Observé lo que hacía la gente: los que llegaron antes del entierro, durante el entierro o después. Supe lo que pensaba cada cuál con respecto a mí, quién hablaba de corazón y quién decía lo que no sentía pero que quedaba muy bonito ante los demás. ¡Y la alegría del Perico, que me debía 200 euros!
Seguí a una joven muy guapa que pasaba tumbada en una nube algodonosa y blanca y me encontré en la Zona de Espera, anteriormente llamada Limbo –un chiringuito cercano a la Tierra–, y en el mostrador de Recepción me entregaron un maletín que ocultaba en su interior un teclado, cuya tapadera servía de pantalla. Bastaba pensar en alguien para que en la pantalla apareciera su imagen. Se podía conocer todo sobre su pasado o su futuro.
¿Para qué sirve el teclado?, pregunté. Respuesta del funcionario:
«El teclado te permite: escribir poemas y relatos para que te diviertas y los demás se distraigan, comunicarte con el Cielo y recibir mensajes y datos sobre la marcha de tu expediente, sugerir ideas, presentar solicitudes de traslado, ruegos y preguntas, para acceder al banco de datos universal, etc».
Paseando por la Zona de Espera me crucé con una cara muy conocida: la llevaba impresa en mi memoria, pues, enmarcada en un cuadro ocupó el sitio de honor durante más de cuarenta años en las paredes de mi colegio: en las aulas, en el comedor, en la enfermería, en la capilla... y en los ayuntamientos y todos los centros públicos en los que yo había pisado: se llamaba Franco.
Me pregunté cómo podía estar ese hombre allí y no en el Infierno, con la cantidad de crímenes que los españoles cargaban sobre sus espaldas… ¿O es que es mentira todo eso del Infierno para los malos y el Cielo para los buenos? Si este hombre no merece ningún castigo, con todo lo que ha hecho, ¿quién lo merece?
¡Hostias, la respuesta apareció enseguida en la pantalla de mi maletín!:
Franco está a la espera de ser canonizado, teniendo en cuenta que los obreros que durante cuarenta años lo denostaron y aborrecieron, ahora, después del paso de socialistas y populares por el Gobierno, le echan de menos y alaban las bondades del franquismo: contratos fijos después del período de prueba; despidos, sólo los justificados; vacaciones, escuelas de aprendizaje con colocación para los alumnos al finalizar los cursos; Seguridad Social sólo para cotizantes y sin pago de medicamentos, jubilación; libertad de trabajo en cualquier lugar de España, aun sin hablar Catalán o Vasco, ect.
El Supremo Hacedor, que es de derechas, por eso persigue a los ateos y progresistas, está pensando en hacerle santo y volver a instalar su imagen esculpida en las plazas y jardines de todas las ciudades españolas; le harán un hueco en el Santoral de los calendarios y en el teletexto de TVE. El plazo previsto para culminar el proyecto es sobre el 2021, según el ritmo de decepción democrática de los españoles, su abstención en los comicios y su desprecio hacia las instituciones.
¡Me he quedado helado!
Ahora no sé si debo ir al Cielo para estar con Franco y escuchar sus batallitas, o cagarme en los muertos de todos ellos para que me envíen a dormir con la Marilyn Monrroe en el cálido Infierno.
De pronto mi mujer me zarandea y dice:
«Despierta, Juan, que a las nueve tienes cita en el médico».
FIN