martes, agosto 21, 2007

MI ABUELO JUAN

MI ABUELO
Cuando me daban las vacaciones en la escuela, me iba con mi madre a casa del abuelo, en Jerez de la Frontera.
Mi abuelo era de Villalengua del Rosario, pero el Gobierno de la República repartió unas tierras para colonizarlas entre varias familias de desempleados y a él le concedieron una finca con casa y todo en Caulina, Jerez.

Mi abuelo era un hombre muy inteligente, a pesar de ser analfabeto. Había hecho de joven la campaña de Cuba y lo que no consiguieron los americanos -ni la sífilis, que acabó con cientos de soldados en los tres años que estuvo allí- lo consiguió el viaje de regreso en barco: cogió el escorbuto, que dicen que entonces era algo muy malo.

Cada día, al amanecer, mi abuelo agarraba una naranja borde de un árbol y se la comía en ayunas. Yo le preguntaba por qué se comía una fruta tan amarga y, antes de que él respondiese, mi madre me decía: “Es por su enfermedad”, y yo me quedaba preguntándome qué era una enfermedad, porque había cosas que yo no las sabía. Y es que a mí no me explicaban las cosas como hacía mi abuelo, cuando al pobre le dejaban hablar.

Por ejemplo: cuando él tenía retortijones se levantaba de su sillón y se iba al campo, y cuando mi mamá le preguntaba adónde iba él respondía: “Me estoy cagando”, y claro, eso sí que lo entendía yo, y no sólo yo: todos lo entendían, a juzgar por la cara de conformidad de mi madre.
A mí no me dejaban expresarme como mi abuelo, y cuando era yo el que tenía urgencias de vientre, decía: “Quiero hacer popó”, y para orinar, “pipí”, que es como las monjas del colegio decían que teníamos que hablar los niños.

Eso de “popó” me parecía raro y se nos quedaba la cara como de idiotas cuando nos veíamos en el trance de tener que decirlo en voz alta en la clase delante de todos. Sonaba mejor decir cagar, como mi abuelo, y todos entendían.
La monjita que nos daba clase en el colegio, cuando algún chico hacía algo malo, le decía: "Te voy a dar tras, tras en el pompis". En cambio, mi abuelo, un día que yo le escondí la petaca del tabaco, me agarró por una oreja y me dijo: "Juanillo, como lo vuelvas a hacer, te voy a dar un guantazo que tu madre te va a tener que echar el yodo con una escoba".


Mi abuelo sabía llamar a las cosas por su nombre, no hacía falta esforzarse para que lo entendieran; curiosamente, siempre decía lo contrario de mi madre. Cuando ella me explicaba que mi abuelo se comía las naranjas bordes porque eran buenas para curar su enfermedad, él me decía en voz abaja: “¡Y un carajo!: me las como porque no hay de las otras, el hijoputa alcalde de Jerez a llenado las calles de naranjos bordes, porque si los llega a poner de los buenos, con el hambre que hay la gente se comería hasta las hojas”.

De vez en cuando el viejito se ponía muy triste y se le saltaban las lágrimas; pensaba en Manuela, mi abuela, que murió hacía muchos años; yo no llegué a conocerla y él me la mostraba en fotos.
Me dijo que se fue a luchar a Cuba sin saber a qué o a quién defendería sólo porque en su pueblo no había trabajo. Nunca lo hubo en ese pueblo y la gente se iba de un lado para otro. Mi abuelo no sabía leer el contrato y puso su dedo manchado de tinta para firmarlo, se alistó y se pasó tres años en la otra parte del charco, como decía mi mamá, quien tampoco sabía leer entonces, pero sabía que había un charco grande entre el abuelo y su casa del pueblo que se llamaba “La mar”.


Me dijo que hubo guerra contra Cuba y contra Estados Unidos porque los americanos hundieron uno de sus propios barcos, "El Maine", con 266 soldados a bordo, para echarle la culpa al Gobierno de España y declararle la guerra. Yo no sabía si eso era verdad o divagaciones de mi abuelo, pero ahora que soy mayor pienso que no me extrañaría nada la certeza de sus afirmaciones: hemos visto en películas y reportajes de televisión cómo los mandos estadounidenses exponían a sus soldados a la acción nuclear en un desierto para estudiar sus efectos en los humanos.

La única ilusión que mantenía a mi abuelo vivo era el día de la paga, al fin de cada mes, porque, eso sí: le había quedado una paga por ser excombatiente en Cuba, que por otra causa no le pertenecía: no existía aún la Seguridad Social y él no había cotizado nunca.
Cuando llegaba el día del cobro, mi abuelo se vestía con lo mejor que tenía: si era invierno, se ponía su pantalón de pana, su camisa, su chaleco, la pelliza y el sombrero de fieltro de ala ancha y se iba caminando una legua hasta el pueblo. Si era verano se ponía la misma ropa, no tenía otra, y le caían los chorros de sudor por la frente. Mi madre le decía que se dejase la pelliza y el chaleco, pero él decía que debía causar buena impresión y, además, de noche hacía fresco. Y se la llevaba colgada del brazo.

Le observábamos cuando se iba hasta que desaparecía en la curva de la carretera, caminando muy erguido, llevando un bastoncillo con empuñadura de nácar en una mano, y nos quedábamos preguntando cuándo le volveríamos a ver.
Eso sucedía casi siempre a los tres o cuatro días de su partida, cuando alguien llegaba a casa en bicicleta y le decía a mi madre: “María, tu padre está tirado en la cuneta a la salida de Jerez, con una borrachera descomunal; no se tiene en pie ni deja que nadie lo levante”.
Siempre pasaba lo mismo: cada fin de mes, borrachera. En Jerez hay un barrio que mi abuelo visitaba porque tenía mucho ambiente: Rompechapines. Como tenía mucha confianza conmigo me lo contaba todo: “Algún día serás un hombre y harás lo mismo que yo; todos picamos en el anzuelo, Juanillo,” me dijo mientras cogíamos higos de las higueras que había en la finca.

En Rompechapines abundaban las tabernas y las mujeres públicas, como las llamaban entonces, y se agarraban al brazo de mi abuelo en la taberna para llevárselo con ellas a la alcoba trasera; pero mi abuelo decía que no, que era inútil insistir: “Mi pajarito guarda el mismo luto que mi corazón”.
El viejo se gastaba en las tabernas la paga y no regresaba jamás por su propio pie. En tales casos, mi madre llamaba a un vecino, que era arriero, y le pagaba por ir con la carreta a recogerlo. Y así cada mes.
Digo yo, que menos mal que estaba enfermo, pues de estar sano, no aparecería más por la casa.

Un día trajo una cosa nueva: una cajita metálica que liaba los cigarrillos en un segundo. Sólo debía poner el papelillo en el lugar adecuado y echar el tabaco en medio. Luego le daba a una palanquita y salía el cigarro ya liado. En un rato llenó una caja de zapatos de cigarrillos. Y como los tenía a mano y le gustaba de presumir de su máquina invitaba a todo el que llegaba, y debido a esa cordialidad la ración de tabaco del mes no le alcanzaba ni para una semana.
Mi mamá le reñía y le reprochaba que gastase el dinero en vicios y que no aportase nada a la casa, pero él respondía: “Ese dinero me ha costado mucho ganarlo y si lo gasto, bien gastado está. Además, por ir a Cuba he dejado morir a mi mujer poco a poco, mientras ella se dedicaba a cuidarme –llegados a este punto se le saltaban las lágrimas y comenzaba a llorar, cosa que hacía desistir a mi madre de su sermoneo–, y el que quiera peces que se moje el culo.”

Con el tiempo empeoró su salud y permanecía en la cama, donde hacía todas sus necesidades sin avisar de los retortijones, como hacía antes.
Pasaron los años y un mes de julio volví a su casa de vacaciones. Para entonces ya no me reconocía siquiera, había perdido la memoria y debido a eso murió: se le olvidó la forma de respirar y comenzó a hacer aspavientos con los brazos y a ponerse morado hasta que se quedó quieto.

Desde entonces ya he crecido un montón, bueno crecer no, sólo he llegado a medir 164 centímetros, según dijeron los militares cuando entré en quintas y me midieron; lo que quiero decir es que me hice hombre y aprendí a pensar y a hacer las cosas que hacen los hombres, que como supongo ya las conocen ustedes no voy a cansarles repitiéndolas.
Ahora soy yo el que les cuenta cosas a mis nietos cuando me visitan, si mis hijos me dejan, que ésa es otra: no me dejan hablar nunca. Perdón, creo que no me he explicado bien: me dejan, sí, hablar me dejan, pero es como si no me dejaran, porque no me escuchan ni me hacen caso.

Lo único que temo es perder la memoria como mi abuelo y llegue un día que no sepa cómo se respira. Por eso tengo en mi cajón un cuaderno lleno de dibujitos con todos los pasos que debo hacer: Inspirar…, expulsar… Inspirar…, expulsar, y así sucesivamente sin dejar de hacerlo. Bueno, y el tabaco ni lo pruebo, pues está comprobado que perjudica gravemente a la salud.

Ah, y eso de beber vino como mi abuelo y llegar apestando a alcohol agrio…, ¡eso ni hablar!; yo solo bebo ron con cola, cubano del bueno, un cubata tras de otro, no quiero que tengan que venir a buscarme a la calle como hacían con él, sino que cuando veo que las cosas comienzan a girar, me apoyo en la pared y espero a que pase mi casa por delante para entrar en ella, que uno aprende, ¡ coño!


2 comentarios:

  1. Anónimo11:12 a. m.

    Hola Juanito, que bueno. Según cuentas tu abuelo era mi bisabuelo, me alegra saber cosas de él, ya que tu madre, mi abuela, también me contaba algunas travesuras de su padre. Me gusta saber cosas de la familia, aunque ya no estén con nosotros.
    Estas bien de la gripe?
    Un beso de tu sobrina
    Mariquita

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  2. Amigo Juan, la narración de vivencias infantiles y el tener a tu abuelo de confidente han hecho reblandecer mi espíritu. Muy buen relato. Felicitaciones. Abrazos Juan.
    Pedro Jesús Cortés Zafra.

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