AL QUE NACIÓ PARA POBRE...

Al que nació para pobre, oro que gane se le vuelve cobre.

No sé porqué regla de tres, o de cuatro tal vez, que quizás la haya, yo no lo sé, pero lo cierto es que una y otra vez la desgracia llama a mi puerta y se cuela. Inútil poner cerrojos y sistemas seguros; ella posee la llave maestra que le franquea todas las puertas.

Cuando todo parece ir sobre ruedas y su rostro distendido por la paz de la sonrisa alumbra la primavera; cuando ambos preparamos viajes y encuentros, visitar bellos lugares y pasar unos días con los nuestros..., entonces, justo entonces, ¡zas!, llega el mal y la machaca. Siempre a ella.

Todo se desbarata: los viajes a lugares soñados se tornan en visitas a consultas médicas; la alegría que irradiaba su cara da paso a la tristeza y los dolores se ceban con ella.

Hacía apenas un mes que habíamos retomado nuestras caminatas matinales y todo iba perfectamente cuando, de pronto, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre el asfalto. Sentí verdadero terror al verla allí tendida en el suelo sin conocimiento. Creí que me iba a dar un síncope de los nervios.¡No sabía qué hacer! Saqué el móvil y llamé al 112, les dije el lugar exacto donde nos hallábamos y en seis minutos llegó la ambulancia. Ahora ella, mi niña del alma, está postrada en una hamaca con la rodilla en carne viva y la pierna desollada.

Y me mira compungida, sintiéndose culpable del reiterado aplazamiento de proyectos y la anulación de reservas; de no ser capaz de romper el hechizo que me mantiene sentado ante esta pantalla que le roba horas y horas de compañía.

¿Cómo puedes permanecer tantas horas sentado delante del ordenador? ¡Estás más ocupado ahora que estás jubilado que cuando trabajabas!, me dice.

Y tiene razón.

Todo comenzó porque yo deseaba desde siempre escribir las historias que ocupaban mi mente antes de que se borrasen. Contacté con algunos foros literarios donde compartíamos y analizábamos nuestros poemas y relatos. Con el tiempo hice amistades virtuales, algunas de las cuales aún perduran tras seis años de actividad internauta, y de cuando en cuando nos conectamos vía email o del chat, interesándonos los unos por los otros. Otras, sin embargo, llegaron precipitadamente, exigiendo toda mi atención y luego, tras conocernos personalmente, fueron diluyéndose como terrón de azúcar en el café de la merienda, demostrando que la efusiva amistad no era otra cosa que interés. No encontraron en mí lo que buscaban y se marcharon. Me hicieron tanto daño que ahora guardo distancias y he colgado en mi corazón el cartel “Reservado el derecho de admisión”.

Actualmente me paso el día leyendo lo que escriben mis amig@s y actualizando mi blog, respondiendo a correos y chateando en el Facebok. Me falta tiempo para atenderlos a todos y sin darme cuenta paso las horas pegado al sillón. Sí, ella tiene razón: estoy enganchado al aparato, y la verdad, ella no se lo merece. Como dicen por acá, tendré que desconejar para que el exceso no acabe exterminando la yerba del prado.