Camino como un autómata siguiendo instintivamente la orilla
sin verla, mi pensamiento perdido en el cielo color añil, recordando momentos
increíblemente bellos que ya no volverán.
Miro el lugar donde se tumbaba a broncearse al sol y me
pregunto si aún conservará su olor la
arena. No creo, ¡han cruzado tantas lunas por el cielo desde entonces...! Y están
las gaviotas, esas dichosas e inútiles
aves que se distraen borrando las huellas.
Ella destacaba entre la multitud de veraneantes como rayo de sol entre las ramas del sombrío
bosque, una maceta de geranios en una ventana, un cisne en el estanque, una
rosa en un prado...
¿Dónde estará ella ahora? ¿Qué estará haciendo? ¿A quién
dedica sus pensamientos?
La brisa es fresca, he sentido un escalofrío entre pecho y
espalda, y acelero el paso para entrar en calor. A lo lejos, envueltas en
brumas, las grúas del astillero. Están como a seis
kilómetros, y corro hacia ellas para no pensar. Las olas murmuran a mi paso,
algunas aplauden y escucho sus risas detrás. Las olas...¡qué sabrán ellas!
Hay pescadores de
caña atentos a sus líneas, y me observan al pasar; dos chicas jóvenes haciendo footing
me adelantan; un hombre maduro viene de frente con un pastor alemán y se gira a
mirarlas por detrás. Es normal, son guapas y
tienen un bonito culo. Como ella.
Ella, ella, ella, siempre ella...
¿Volverá alguna vez? ¿Se acordará de mí? Mejor no hacerse
ilusiones, las aguas del río no vuelven atrás una vez que besan la mar.
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