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sábado, febrero 06, 2010

¡ ADIÓS, SUDÁFRICA !

Con gran indignación por el trato recibido por las autoridades del aeropuerto y del representante del Consulado español, que nos amenazó con quitarnos los pasaportes y no dejarnos salir del país si no permanecíamos tranquilos y callados, subimos al avión DC10 que nos traería de vuelta a España.

El escándalo se debía a que habíamos llegado con tres horas de antelación al aeropuerto y faltaban diez minutos para la salida del avión y aún no nos habían entregado los pasaportes ni nadie aparecía para darnos alguna información.

Habíamos pasado la noche anterior celebrando el regreso a España y en nuestras venas almacenábamos más alcohol de lo aconsejado. Algunos, exaltados por la larga e injustificada espera, comenzaron a criticar a los responsables del aeropuerto, y acabaron lanzando soflamas a favor de la libertad y en contra del Apartheid, lo cual atrajo la atención de la policía y de los soldados, quienes vinieron gritando y amenazando con llevarnos a no sé dónde.

El jefe nuestro hizo una llamada telefónica y al poco llegó un funcionario del Consulado Español con ganas de torturar a alguien. Era alto y pelirrojo, enfundado en un traje hecho a medida, marrón. Lucía la cabeza rapada y un fino bigote como una tirita de esparadrapo rojizo en posición horizontal sobre el labio, como los fachas del franquismo. Vino para a decirnos, destilando odio: «Aquí no estáis en España. Si es necesario, os podemos enseñar a respetar el orden establecido. No permitimos huelgas ni motines, y si continuáis así y no os comportáis como es debido, os prometo que vais directo a la cárcel, y el avión se irá sin vosotros.»

Pronto nos dimos cuenta, a pesar de la niebla de alcohol que aún cubría nuestras neuronas, de que fuera de España los españoles estábamos solos, que los funcionarios que dicen representarnos nos vendían a cambio de gozar ellos de buenas relaciones y disfrutar de la buena vida con sus anfitriones.

El funcionario del Consulado (ignoro si era el mismo Consul en persona, algunos decían que sí, y si lo era me produjo las mismas náuseas que los policías sudafricanos), parecía descontento de que no hubiera triunfado el golpe de Tejero, pues no cesaba de repetir: «Si en España hubiera mano dura, no existirían los problemas que acosan al país. No sabéis vivir sin el látigo».

Y nos callamos, y, humillados, bajamos la vista al suelo y apretamos los puños para no empeorar las cosas y darle gusto a aquel residuo facista, capaz de amargarnos la vida.

Pasaba media hora de la salida anunciada en los tablones de Departures cuando nos permitieron subir al avión.

Al entrar nos encontramos con la tripulación de Iberia, que ya conocíamos del viaje de ida: unas chicas que en su día hubieron de ser hermosas, pero que aquel día se habían convertido en brillantes candidatas al INSERSO. Se mostraron desagradables a más no poder, y sólo dibujaban una sonrisa cuando intentaban convencernos para que les comprásemos algún Rolex de oro, anillos o colgantes con diamantes, bolso de Loewe o perfumes de Dior, Chanel nº,5, o similares. Decían que los productos que nos ofrecían no pagaban impuestos y por ello sus precios eran muy ventajosos comparados con los mismos productos si lo comprásemos en cualquier tienda de España.

El aparato hizo escala técnica en Nairobi, donde durante una hora mantuvieron la puerta trasera del avión abierta para introducir los alimentos que nos iban a servir en la cena. El aire frío invernal entraba y descomponía nuestros cuerpos. Pedimos mantas a las azafatas y éstas, señalaban el compartimento que había sobre nuestras cabezas; pero éstos estaban vacíos. «Los pasajeros se los llevan, no es culpa nuestra si no hay», decían. Y nosotros respondíamos:

«¿Pero no las reponen en cada viaje? ¿Desde cuando no lo habían hecho?»

«Siempre las reponemos y desaparecen», afirmó la más amable de todas, con cara de hastío; las otras ni siquiera respondían: nos ignoraban.

¿Cómo se podía aguantar que nos tratase de ladrones? Yo protesté, al igual que dos o tres más; pero la mayoría guardó silencio. Evidentemente, nadie quería causar problemas, sólo deseábamos llegar a España. En ese momento juré no viajar más con Iberia, y hasta ahora lo he cumplido: helas pocas veces que he volado ha sido con Alitalia, Air France y Vueling en mis desplazamientos internacionales, en el interior he usado mi coche o el tren.

Fui de los primeros en descender del avión y me encaminé al edificio para recoger mi maleta. El jefe de mi empresa estaba en la puerta acompañado de otro hombre que llevaba un maletín. A medida que íbamos pasando delante de él, nos pedía que mostrásemos el pasaporte, buscaba el nombre en una lista y nos entregaba un sobre con doscientas mil pesetas en billetes y un cheque barrado, correspondiente al finiquito del contrato que nos unía con la empresa.

Al pasar por delante de la aduana un funcionario me llamó y me ordenó que pusiera mi maleta sobre el mostrador y la abriese. Me giré hacia mis compañeros, que venían en grupo detrás, y les dije: “Chavales, hay que abrir las maletas”. El funcionario entonces preguntó:

—¿Vienen todos juntos?

— Sí, somos un grupo de doscientos trabajadores que regresamos a España.

—Pues pasen ustedes.

Y nos dejó pasar a todos. Entre nosotros venía Miguel el «Valladolid» y su amigo el «Johnny», un madrileño afincado en Huelva, quienes traían sus maletas cargadas de marihuana prensada y disimuladas en paquetes de galletas.

Miguel el “Valladolid” propuso que para celebrar nuestra despedida fuésemos todos a pasar un día juntos en Madrid en la sala El Talismán, ubicada en la Gran Vía, entre la calle la Ballesta y el cine Callao. Afirmaba que él ya la conocía, y comentaba que las artistas se desnudaban completamente, bailaban y hacían felaciones en público y luego se sentaban entre los asistentes para tomar unas copas con ellos. Estaba loco, pensé. ¿Seis meses sin ver su esposa y ahora que estaba a dos horas de camino en coche de ella, prefería celebrar su retorno con unas putas? Media docena de compañeros se fueron con él. Los demás entramos en una cafetería del aeropuerto para tomar café y despedirnos unos de otros. Mi amigo Iñaki me abrazó con los ojos llenos de lágrimas, y nos intercambiamos las direcciones.

—Bueno, espero que nos veamos en alguna otra ocasión —me dijo.

—Los profesionales del montaje, siempre acaban reencontrándose en alguna obra — respondí.

Luego, me despedí de todos y me fui en busca de la zona de Salidas Nacionales, donde reservé billete para Valencia. Detrás de mí, en la cola, estaba Lola Flores, acompañada de una mujer desconocida. Tres horas más tarde, abrazaba a mi esposa y a mis cuatro pequeñines en el aeropuerto de Manises. ¡Al fin estaba en casa!

jueves, noviembre 26, 2009

MEMORIAS DE SUDÁFRICA, PRETORIA


PRETORIA

No podíamos regresar a España sin visitar Pretoria, una ciudad fundada en 1855 y que desde 1860 es la capital administrativa de Sudáfrica, un país de cuarenta millones de habitantes, de los cuales el 80 por ciento son negros, el 9 por ciento mulatos e hindúes, y sólo un once por ciento blancos, la raza que dominaba el país.

Pretoria se encuentra a unos 80 kmts de Johannesburgo, aproximadamente la misma distancia que hay desde Secunda, el pueblo donde nos encontrábamos.

En la refinería de SASOL teníamos un horario peculiar: una semana trabajábamos desde el lunes hasta el viernes al medio día: long weekend; la siguiente trabajábamos desde el lunes hasta el sábado a las doce: short weekend)

Un fin de semana corto, Iñaki, Pascasio y yo alquilamos un Toyota y nos fuimos a visitar la capital. Pretoria es una ciudad cosmopolita, donde predominan los boers, la clase blanca que dominó el país durante toda su historia. La entrada a la ciudad se hace por una avenida adornada por jacarandas de bellas flores azules. Al fondo destaca la monumental sede del Parlamento.


Teníamos poco tiempo, pues en un día y medio poco se puede visitar, dado que íbamos a divertirnos y relajarnos de las presiones soportadas durante la semana. Aun así convencí a mis amigos para subir a una colina en la que destacaba un extraño edificio. Luego supimos que era el más visitado de la ciudad: el Monumento a Voortrekker.

Estas tres fotos son bajadas de internet, aquel día fue mi amigo Pascasio quien hizo el reportaje con su cámara de cine.

El monumento, inaugurado en 1949, está protegido en la base por un círculo de 64 carretas tiradas por bueyes, en recuerdo al laager, una formación defensiva que utilizaron los colonos independentistas que habían sido vencidos por los ingleses y huían de Ciudad del Cabo cuando se veían atacados en su marcha hacia el norte por los zulúes durante la Batalla del Río Sangriento. Táctica que, tal como vemos en el cine, también usaban los colonos del Oeste americano.

Una puerta de hierro forjado permite la entrada al monumento. La puerta tiene forma de azagaya (punta de lanza), el arma tradicional de los zulúes.

Cada una de las esquinas del edificio está defendida simbólicamente por cuatro estatuas que representan a Piet Retief, Andries Pretorius, Hendrik Potgieter y al voortrekker desconocido.

De cuarenta metros de altura y de cuarenta de lado, el edificio es un cubo de granito. Su puerta da acceso a la Sala de los Héroes, que contiene un friso de mármol de 92 metros de largo por dos y medio de alto, compuesto por 27 tramos de bajo relieve que recuerdan la historia del Gran Trek, los colonos llegados desde Ciudad del cabo, así como la vida cotidiana, los métodos de trabajo, las creencias religiosas y el modo de vida de los voortrekkers. Sus muros contienen vitrales belgas y unas ventanas o aberturas peculiares. En medio de la sala hay un sarcófago: el Cenotafio

Gracias a que Pascasio hablaba inglés, supimos que el Cenotafio es el foco central del monumento y conmemora la Batalla del Río Sangriento. Mirando hacia arriba se ve una abertura en la cúpula por donde entra la luz natural, y cada día 16 de diciembre, a las 12 del mediodía, como en las películas sobre los templos antiguos, el sol entra en el edificio iluminando las palabras escritas en el Cenotafio: Ons vir Jou, Suid-África ("Nosotros por ti, Sudáfrica"). El rayo de sol significa para los boers la bendición divina en la vida y el esfuerzo de los voortrekkers.

Las banderas de las provincias libres de Sudáfrica lucen en sala, junto a una colección de tapices que describen la vida de los colonos. En el fondo norte, una llama permanece encendida desde 1938 en honor a las caídos en las batallas por la conquista de la provincia del Transvaal.

En el hotel Sheraton de Pretoria nos informaron de la posibilidad de ir al Kruger Park en avioneta, pues en junio comenzaba el invierno y era la mejor estación para visitar los parques: la vegetación es menos espesa y se observan mejor los animales. El invierno que conocímos era frío y seco. Nos abrigábamos exageradamente por la mañana, luego salía el sol y nos sobraba la ropa. No llovía desde mayo. Durante la primavera y verano habíamos soportado frecuentes e imprevistos aguaceros cada tarde. Los truenos y rayos nos asustaban en el lugar de trabajo, pues nos hallábamos al aire libre sobre tubos de acero.

La noche del sábado la pasamos en una sala de fiestas griega. Allí cenamos y nos quedamos pasmados ante la danza típica que siguió al ágape: por los altavoces incrustados en el techo pusieron música folclórica y la gente se levantó de sus mesas y formaron un círculo entorno a la pista de baile. Iban danzando y cantando, y al mismo tiempo tiraban platos al centro de la pista. Los camareros estaban apostados en cada esquina y proveían de platos a los que pasaban delante de ellos en la fila. En menos de media hora la pista se lleno de platos rotos.No sé cuántas vajillas fueron eliminadas de esa forma. Cuando acabó la música todos aplaudían.

Al día siguiente no fuimos al Kruger Park (Iñaki no estaba por la labor de volar), sino a otros parques cercanos a la ciudad. Sobre los edificios monumentales que vimos destacaba el Ayuntamiento con su precioso campanario de treinta y dos campanas.

Sobre un promontorio vimos la Universidad más importante del país.

Paseamos con el Toyota en torno a la ciudad y vimos numerosos jardines: botánicos, de recreo y zoológicos. En el centro,en la plaza de Church Street, vimos el monumento a Paúl Kruger. La plaza se llama así porque en ella se edificó la primera iglesia de la ciudad.

Comimos en un restaurante argentino unos gruesos entrecots con patatas fritas, acompañado de un vino blanco alemán y una ensalada variada, mezcla de verduras y frutas tropicales: tomate, pepino, ananás, coco, lechuga, col, aguacate, melocotón…

Y, para finalizar, nos tomamos café y un chupito: ellos de Chivas; yo, de orujo.

La vuelta al campamento el domingo fue más complicada: veníamos algo cargaditos y era de noche. Iñaki no estaba acostumbrado a circular por la izquierda y ello nos causó algunos problemas con otros conductores. Al final logramos llegar a Secunda sólo con algún pequeño arañazo en la carrocería y una multa de cien Rands, que pagamos a escote, como buenos amigos.

viernes, octubre 16, 2009

KIMBERLEY

El vacío dejado por los españoles que fueron expulsados por el Gobierno por infringir la ley, fue rellenado por una nueva expedición procedente de Huelva. Venían recomendados por un tal Antonio Romero, el encargado que menciono en el tema Sudáfrica 3, de esta forma: “el encargado español — un enchufado de Huelva que no tenía idea de soldaduras ni gaseoductos; pero que hablaba inglés perfectamente y figuraba como intérprete”.

No sé qué parámetros siguieron en las pruebas de aptitud profesional para enviarlos a Sasol, pero dudo mucho que fuesen las mismas a las que nos enfrentamos en Madrid. Entre expertos soldadores se camuflaban panaderos, albañiles y otros que carecían de oficio, lo que explicaba la gran cantidad de reparaciones en las soldaduras. Los americanos, muy enfadados por la baja calidad del trabajo, reunieron al personal y amenazaron con devolverlos a España si no enmendaban. Antonio Romero me acusó de no hacer bien mi trabajo, de señalar fallos que no existían para desprestigiar a sus soldadores. A partir de ahí, cada vez que yo hacía una radiografía se la mostraba al americano para que él la interpretara. Al menos cuarenta hombres de Huelva fueron apartados de la línea de tuberías.La empresa los envió a una escuela de soldadura para enseñarles a soldar, mediante un curso acelerado de dos meses a diez horas diarias. Al parecer les salía más económico que despedirlos.

Antonio Romero, arropado por una docena de sus buenos soldadores (también los había) se enfrentaron a mí y a Iñaki, insultándonos y amenazando con represalias si les expulsaban por nuestra culpa. Le decíamos que nosotros realizábamos bien nuestro trabajo, que eran ellos quienes no hacían bien el suyo: las radiografías lo cantaban.
Romero me insultó; yo hice alusión a su astas y le mencioné a sus muertos. Y nos agarramos. Los otros se aliaron con él, y Pascasio Díez, un zamorano, que además era karateca y gustaba de enseñar en todos lados su carnet de cinturón marrón, salió en mi defensa y le arreó tal patada en el rostro al encargado que lo tiró al suelo. Este, enajenado, llamó por el walkie al americano y le explicó lo que quiso en inglés. El texano, furioso, se dirigió a Pascasio y a mí y nos ordenó regresar al campamento: estábamos despedidos.

Cuando llegamos a la oficina, el director nos dijo que había recibido órdenes de enviarnos a España al día siguiente. Aquella noche, “los de Huelva” (así se les llamaba) celebraban su triunfo cantando fandangos y bailando; pero la voz de lo sucedido se corrió por el campamento y el resto de españoles fueron a ver al director para anunciarle que, si nos despedían, ellos también se iban. Alegaron que ya estaban hartos, todo había ido bien hasta que llegaron los otros. Una de dos: o se iban los de Huelva, o los del norte. Y el director habló con el Mr. Ryan, el texano, y éste conmutó la pena y nos castigó a trabajar en una zona alejada de los españoles con italianos, libaneses y franceses.

Yo perdí el puesto de control de calidad y me pusieron a soldar con Pascasio, uno por cada lado del tubo. Iñaki vino con nosotros de ayudante.
A medida que pasaba el tiempo fueron apareciendo carteles en los hoteles y restaurantes de la zona en los que se leía: “Prohibida la entrada a españoles”. Los de Huelva creían que todo el mundo adoraba el cante flamenco, el taconeo y las palmas, y, sin respeto por otras culturas, se ponían a cantar y bailar en todos los sitios, robando la intimidad de las parejas de enamorados que cenaban en los restaurantes los fines de semana, e impidiendo escuchar la música pop del local.
Habían oído que nosotros, antes de su llegada, pedíamos permiso al esposo para sacar a su mujer a bailar, y ellos, de común acuerdo, aceptaban. Y estos recien llegados de Huelva molestaban a las mujeres, aferrándolas del brazo para sacarlas a bailar en presencia de sus novios o maridos. Al no encontrar ninguna que quisiera bailar, ocupaban la pista bailando ellos mismos agarrados como pareja, cosa abominable en un país machista y facista. Un sudafricano, ante la insistencia de un onubense que no aceptaba un no por respuesta de parte de su esposa, se levantó y le arreó un puñetazo made in Jhon Wayne que lo dejó en el suelo. Aquella noche se armó el escándalo, y fue a consecuencia de eso que aparecieron las prohibiciones de acceso para los españoles en los restaurantes y salas de fiesta de Evander, Trichard y Secunda.

Tras un mes de privaciones, logré reunir quinientos rands y me dispuse a quemarlos en un fin de semana recorriendo mundo. Julio me había hablado del Big Hole, el agujero más grande abierto por el hombre, y decidí ir a verlo. Iñaki dijo que no me acompañaba porque no tenía un céntimo: se lo había gastado todo en el hotel Holliday In, en Secunda. Pascasio, que hablaba inglés, aceptó venir conmigo.


El viernes siguiente, por la tarde, llegamos a Johannesburgo y nos quedamos en el Carton Hotel, y por la noche pasamos por la Casa de España para quedar con Julio.Al día siguiente nos estaba esperando en la puerta del hotel con su Mazda, y nos lanzamos hacia el sur a devorar los 500 kilómetros que nos separaban de Kimberley
En 1886, un tal Erasmus Jacobs encontró en una ladera una piedra blanca, que resultó ser un diamante de cinco gramos. Cinco años más tarde, otro buscador encontró uno de 16 gramos. La noticia dio la vuelta al mundo y provocó una estampida de mineros ingleses hacia ese lugar. Construyeron viviendas y comenzaron a cavar en la ladera.




La colina desapareció. Continuaron excavando hasta hacer un agujero de 240 metros de profundidad, de donde lograron sacar tres toneladas de diamantes. La mina se cerró en 1914. La ciudad que emergió en torno a ella, Kimberley, fue la primera población en el sur de África en instalar el alumbrado eléctrico en sus calles; en 1896 se inauguró la primera Escuela de Minas y la primera Academia de Aviación.


En Kimberley aún funcionaban cuatro minas de diamante. Contaba por entonces cien mil habitantes, de los cuales el 65% eran mestizos. La nuestra, fue una visita rápida pues el lunes, tal como estaban las cosas, no podíamos faltar al trabajo. El mes siguiente cumpliría los seis meses de contrato, y me tocaba venir de vacaciones a España.

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lunes, octubre 12, 2009

SUDÁFRICA, UN PARAÍSO PARA BLANCOS

Escarmentado por los anteriores sucesos, yo huía de la compañía de españoles en mis viajes largos. Una cosa era ir a la taberna de Secunda, a siete u ocho kilómetros, donde en caso de peligro uno podía tomar un taxi y regresar rápidamente al campamento, y otra, encontrarse a ciento cincuenta kilómetros en una ciudad de dos millones de habitantes, sin conocer el idioma ni a nadie. En cualquier momento un estúpido compatriota, el que menos te imaginabas, te podía meter en un problema y acabar en la cárcel. Fue lo que le sucedió a más de uno.

El primer viaje que realicé a la capital, ante la mirada curiosa de las bandas de avestruces que me saludaban lo largo del camino, me alojé en el Johannesburg Hotel, un edificio de ocho plantas, a 30 rands la noche, que disponía de dos discotecas, cafetería, restaurante y piscina. Pero en la cafetería me encontré con un grupo de soldadores ingleses del campamento, que habían venido en un autocar.

Los ingleses son
extremadamente educados y elegantes cuando están sobrios, pero a la cuarta cerveza, y las toman por docenas, no sé dónde meten tanto líquido, se vuelven locos y les da por romper jarrones, tirar de las alfombras cuando alguien sube por la escalera, meterle mano a las camareras del restaurante cuando pasan cargadas con sus bandejas, etc. No, no crean que solamente los hinchas del fútbol británicos son despreciables en su comportamiento; son casi todos todos los ingleses cuando beben más de la cuenta. Al igual que en las ciudades donde acuden para presenciar la Champion League, en Johannesburgo la policía debía echarlos de los hoteles, previo pago de elevadas sanciones. Los metían en el autocar y los enviaban de regreso a Sasol.
Esa noche la pasé en la discoteca, escuchando música y hablando con unas chicas portuguesas de
Mozambique hasta altas horas de la madrugada. Ellas me informaron de todas las atracciones que ofrecía la capital.

Delante del hotel había un tablero de ajedrez gigante, una plazoleta de unos 25 metros de lado, donde las fichas eran personas, que se instalaban ellas mismas en los grandes cuadros negros y blancos, y jugaban la partida. Unos eran reyes, otros reinas, otros las torres, los caballos, peones…, y cada cual se movía según lo requería el juego hasta finalizar la partida. Había multitud de personas presenciando la partida alrededor del tablero.

Fui al mercado indio, un edificio controlado por los hindúes, donde se podía encontrar de todo lo que se buscase, desde un vestido a un collar de diamantes, a un precio más económico que en las lujosas tiendas del centro




Aprovechando que hacía un tiempo muy soleado, fui al parque a tumbarme en la hierba antes de comer al medio día. Por la tarde iba a centros comerciales y a ver monumentos y plazas. Por la noche fui a la Casa de España, un local que me habían indicado las chicas portuguesas la noche antes en la discoteca.

Resultó que de España sólo tenía el nombre, dos
pósteres de la Feria de Sevilla y una botella de anís del Mono. Los dueños y empleados eran portugueses, la música de Amalia Rodríguez y casi todo lo que servían era portugués. Julio, un español, de El Ferrol, que trabajaba de ajustador en Sudáfrica desde hacía treinta años, estaba cenando solo en una mesa y el dueño me lo presentó. Me senté a su mesa y cenamos juntos; luego, en el transcurso de la noche, bien acompañados, dimos cuenta de la única botella española que tenían en el bar.

Julio me informó de que en el
Carton Hotel organizaban excursiones para sus clientes a una reserva no muy lejos de la capital. Anoté el nombre del hotel, era de lo mejor de la ciudad. Según dijo Julio, tenía más de 30 plantas, y costaba 60 rands noche. En sus salas de reuniones se reunían los empresarios, y la gente VIP de la ciudad acudía a cenar presenciando las actuaciones de los mejores artistas del momento. Contaba con 603 habitaciones.

En 1998, debido a los cambios que se precipitaron en el país y a las dificultades económicas que los acompañaron, cerró el hotel. Pero para eso aún faltaban muchos años. Aquel día decidí que en mi siguiente viaje me hospedaría en el Carton.




Estaba ubicado en la avenida más importante de la ciudad, junto al rascacielos más alto de África en el último siglo. El Carlton Center: una torre de 50 plantas y 223 metros de altura dedicada al ocio


Julio, envuelto en vapores de anís mezclado con vino de Oporto y Málaga Virgen, y con el orujo que reglamentariamente debe tomar un gallego antes de irse a dormir, me contó que se fue a Sudáfrica cuando nació su hija, y que no ahorraba lo suficiente como para poder venir a ver a su familia cada año. Hacía cinco que no venía a España. Cada mes enviaba una mensualidad a su familia, lo que le permitió pagar los estudios de medicina a su hija. Tenía alquilado un apartamento en Johanesburgo, adonde iba todos los fines de semana.

Me explicó que, al igual que todos los sudafricanos, los residentes extranjeros debían pagar el 50% de impuesto de sus salarios. No como nosotros, que veníamos contratados con cláusulas especiales. Nuestro salario era ingresado neto en nuestras cuentas.

Lo único que yo tenía eran los 20
rands diarios del plus de asistencia que me daban para mis gastos, y algunas horas extras, dinero que yo acumulaba, y cuando reunía lo suficiente para pasar un buen fin de semana, me escapaba del campamento.

Estaban prohibidas y
duramente castigadas las relaciones sexuales interraciales, pero Julio me demostró cómo los blancos se saltaban esa ley: las avenidas de la gran ciudad se llenaban de paseantes los fines de semana; el blanco paseaba entre la gente de color, y cuando una chica le interesaba, le hacía un guiño y ella lo seguía a quince o veinte metros de distancia. Cuando llegaban al edificio donde el blanco habitaba, en este caso Julio, él mostraba con los dedos el número de planta y se quedaba atento tras la puerta, presto a abrir enseguida para dejarla entrar. Eso explica que en un país controlado férreamente por el sistema nazi del Apartheid, y a pesar de que el sexo entre blancos y negros estaba penado con seis meses de cárcel, nacieran tantos millones de mestizos.

Cerca del Hotel
Carton hay una mina de oro, que aún funciona y recibe visitas de grupos organizados de turistas. En el hall del hotel se exponían joyas, esculturas, y pieles. Una alfombra con la cabeza de un león costaba 1200 rands, y los diminutos diamantes engarzados en anillos o pendientes, por el estilo.

La última vez que estuve en Johannesburgo, próximo ya mi regreso a España, compré media docena de relojes de los que estaban de moda por aquellos años: Citicen automáticos, sin pilas, ni cuerda: funcionaban con el pulso de la muñeca. Un par de brazaletes tallados de marfil, juego de pulsera, anillo y collar del mismo material y una joya para mi esposa.
Pero antes de que llegase ese día, realicé otras visitas.

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sábado, octubre 03, 2009

SUDÁFRICA 5, UN TAL F. FRUTOS...

Un tal F. Frutos.

De vez en cuando nos encontrábamos allí con algún español nuevo, recien llegado de España. Siempre había algún conocido que lo abrazaba y se quedaba conversando con él. Casi todos los que venían a Sasol eran antiguos compañeros de centrales eléctricas o refinerías.

Poblado de Secunda, construido a siete Kms. de la refinería para residencia de su técnicos blancos.

Fue una tarde, cuatro meses después de mi llegada, cuando al regresar del trabajo encontré a un hombre sentado en el recibidor de la entrada al campamento.
Era un recien llegado, a juzgar por las maletas que tenía al lado. A primera vista no lo reconocí, pues tenía la melena y la barba muy largas. Parecía Jesucristo en una de esas imágenes que vemos en la Semana Santa; pero él se quedó mirándome tan fijo que me intrigó y le pregunté si nos conocíamos. Me dijo que se llamaba F.Frutos, de Illescas, (Toledo).

Sí, lo conocía. Lamentablemente.
Habíamos coincidido en la Central Nuclear de Cofrentes. Él era ajustador y trabajaba con una empresa distinta a la mía.

Frutos era comunista y formaba parte del Comité; excelente orador, pronto destacó en los mítines sindicales que había entonces. Organizaba asambleas en horas de trabajo para incitar a la huelga si no aumentaban los salarios. Le hicimos caso e Hidroeléctrica cerró la planta y nos vimos en la calle durante dos semanas.
Al final la gente, que se había endeudado comprando coches y viviendas, mendigaba para recuperar su puesto de trabajo. Después de tanta lucha sólo conseguimos perder la mitad del salario del mes, y quedar señalados ante la empresa.

Pero Frutos, al parecer, estaba endeudado hasta las cejas porque había montado en Illescas un supermercado, y lo que buscaba era dinero a cualquier precio. Entonces denunció la falta de calidad y el fraude en la construcción de la central; fotografió una soldadura que según él no reunía los requisitos y la publicó en el Diario Levante, como prueba de la irresponsabilidad de parte de las empresas que estaban construyendo la central.

De cada soldadura se guarda un expediente donde se refleja el número de homologación de los soldadores, la temperatura de precalentamiento, el espesor del acero, el material empleado y las radiografias.
Si la soldadura de un tubo sale mal, se repara y se vuelve a radiografiar. Si vuelve a salir mal se corta el tubo, se tira y se pone otro nuevo: según las normas ASME IX, aplicadas en la central nuclear, las soldaduras no se deben realizar más de dos veces porque el sobrecalentamiento transforma la estructura y las cualidades del acero.

Y Frutos afirmaba que en Cofrentes no se tiraban los tubos, sino que se reparaban cuantas veces fuera necesario.
Fue tal el revuelo que se armó, debido a la cercanía de la capital valenciana, que paralizaron los trabajos hasta que se realizó una inspección.
Frutos insistía en su denuncia y de pronto desapareció; la central volvió a la normalidad y al cabo de un año comenzó a funcionar. Un vecino suyo de Illescas afirmaba que había conseguido cuatro millones de pesetas de indemnización por el despido.
Eso era lo que Frutos buscaba.

Esa tarde, cuando supe quién era, me preocupé mucho. Tanto, que no pude conciliar el sueño y al día siguiente los compañeros me preguntaban qué me sucedía. Yo les dije: ¿Habéis visto el hombre barbudo que llegó ayer? Pues bien: antes de un mes, el caos.

Frutos trabajaba en el proyecto Sasol Three, lejos de mí. Cada noche, en el salón del campamento, calentaba a sus compañeros sobre las condiciones que estaban sufriendo y les animaba a exigir un plus de peligrosidad que suponía doble paga cada tres meses. Convenció a todos sus compañeros, pues a nadie le amarga cobrar un sobresueldo.

Sasol Three, a medio construir.
No había pasado un mes de su llegada cuando sucedió: estábamos trabajando, serían las cuatro de la tarde, poco antes de la tea-time,
cuando vimos un convoy de unos cincuenta camiones cargados de soldados armados dirigirse a Sasol Three. La voz se corrió como la pólvora por todas partes: The Spanish are in strike! (¡Españoles en huelga!).

En Sudáfrica no estaba permitido hacer eso, los huelguistas eran considerados enemigos del país. Los soldados invadieron la zona de trabajos asignada a la empresa española, y todos los españoles fueron conminados a subir a los camiones. Desde allí, con la ropa de trabajo puesta, fueron llevados al aeropuerto de Johannesburgo.

Permanecieron tres días en la sala de embarque del aeropuerto, esperando la llegada del Embajador; pero éste no llegó.
El Cónsul de España nada pudo hacer por ellos: habían transgredido la Ley de la Seguridad Nacional.
Sus equipajes fueron requisados en sus habitaciones y transportados al aeropuerto.
Y al cuarto día fueron expulsados del país. Allí quedábamos ciento cincuenta españoles intentando cumplir con nuestro compromiso.

Mientras los militares cargaban los equipajes, tomé una foto, ¡una sola foto!, la que me quedaba para finalizar el carrete, y los soldados me lo requisaron de malos modos. Así perdí las treinta y cinco imágenes que yo había tomado el fin de semana anterior durante mi visita al Kruger Park.

Soldados sudafricanos en las cercanías de Sasol, en misión de vigilancia.

Diario 16 se hizo eco de la noticia en sus ediciones nacionales. Frutos presentó en Magistratura una denuncia por incumplimiento de contrato contra la empresa Mannesman, sita en Torrejón de Ardoz, la primera entidad que envió trabajadores españoles altamente cualificados a Sudáfrica; pero perdió el pleito. Y con él los doscientos españoles que le hicieron caso. De la liquidación les descontaron doscientas veinte mil pesetas de los viajes de ida y vuelta, y otras cien mil por daños y perjuicios..

En 1984 coincidí con él en la central térmica de Carboneras, y repitió la operación. Un mes de huelgas y numerosos despidos; pero él sacó tajada.

La actitud de personajes como este hizo mucho daño a sus compañeros y a la credibilidad de los sindicatos que lo apoyaban para formar parte de los comités de empresa donde trabajaba. Y por aquel entonces, mucha gente decían de los sindicalistas, “Son personas que sólo buscan el litigio para beneficio propio.”

miércoles, septiembre 30, 2009

SUDÁFRICA , 4

Desde aquel día, los americanos pusieron furgonetas para los españoles que tuvieran que pasar por el control militar en la entrada a Sasol Two, la refinería en activo. Sasol Three no tenía controles porque aún no producía nada que pudiese explotar. Pero en el control debíamos descender del furgón para pasar revista. Y el charco seguía allí, según supimos más tarde, para impedir que un vehículo llegase a gran velocidad y penetrase en la refinería, pues el desnivel del terreno, oculto por la profundidad del agua, lo haría saltar por los aires.


Consciente de que muchos lectores no entenderán las explicaciones técnicas que siguen, las escribo de todos modos en atención a aquéllos que sí tienen nociones de soldadura; ellos sabrán valorar las terribles dificultades que entrañaba realizar ese oficio en Sasol.

La tubería a soldar tenía un espesor de tres centímetros, cuyos bordes habían sido previamente biselados por los especialistas tuberos.

Tenían que unirlo con una pasada de electrodo celulósico, luego rellenar todo el bisel con electrodo básico. Acabado de soldar por fuera, debían pasar al interior, sanear la raíz y volver a soldar con electrodo básico.

Un trabajo durísimo habida cuenta de que a veces debían recorrerse por el interior un centenar de metros a gatas, hasta llegar a la unión que debía soldarse, arrastrando consigo los cables, los electrodos, las herramientas y la manguera de aire para poder espirar.


Cualquier golpe de martillo en el exterior resonaba dentro como si uno estuviera en el campanario de una catedral cuando toca a misa. El humo de la soldadura inundaba la tubería y era arrastrado por el aire de la manguera hacia delante, produciendo una corriente que abrazaba los sudados cuerpos y acababa resfriándolos.


Los mismos problemas sufríamos Iñaki y yo para entrar a reparar y radiografiar las soldaduras.


En Sudáfrica no existía ningún tipo de Seguridad Social: día que no se trabajase, no se pagaba. Era habitual ver a técnicos y obreros de diferentes nacionalidades acudir a sus puestos de trabajo con piernas o brazos escayolados, o enfermos con gripe y fiebres, para poder fichar a la entrada y cobrar el día. Si faltabas al trabajo tres días seguidos sin causa justificada, te despedían.


En las torres metálicas de las centrales térmicas en construcción se afanaban cientos de obreros negros y “coulored” (mulatos), distribuidos en las balaustradas de las ocho o nueve plantas del edificio. Las grúas subían sus pesadas cargas de material por encima de ellos, que la miraban asustados sin poder refugiarse en ningún sitio. A veces la carga se desprendía, cayendo sobre el personal, y los arrastraba hasta el suelo. Durante el año que estuve allí, contabilizamos una media de un muerto diario. Sólo un par de ellos eran blancos.


Debido al estrés el personal se mostraba irascible, y la menor insinuación acababa en disputa. Así no se podía vivir y la empresa comenzó a organizar viajes turísticos para relajarnos. El primero de ellos fue una visita al país de los swazi: Swaziland.


Con tal de perder de vista aquel lugar yo hubiera ido al mismísimo Infierno. Swaziland era el Paraíso. Fui de los primeros en solicitar el visado.


Imagínense un oasis en medio de un desierto, un refugio en la montaña nevada, un almacén de alimentos en un campo de refugiados hambrientos…


En Sudáfrica, un país donde todo estaba prohibido, donde hasta las fotos de los periódicos y revistas aparecían con estrellas negras ocultando los senos de las artistas en topless, existía un reino de hadas del tamaño de dos provincias andaluzas, que ofrecía a sus visitantes todo lo que pudiera comprarse con dinero. Todo estaba permitido.

Diseminados en las verdes praderas, aparecían por doquier hoteles de lujo, que invitaban a quedarse y pasar en ellos el fin de semana. La majestuosidad de la cadena montañosa de Drakensmberg impresionaba. De ella pinté un cuadro años más tarde.


La capital, Mbabane, destacaba por sus hoteles-casinos, prostíbulos y salas de fiesta. En los aledaños de los hoteles abundaban las mujeres jóvenes y sonrientes, que se aferraban a los brazos de los turistas, dispuestas a complacer cualquier íntimo deseo por muy retorcido que fuere. Las más grandes fiestas tenían lugar en las lujosas suites de las grandes cadenas hoteleras que se habían instalado en el reino.

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Los hoteles mostraban orgullosos sus restaurantes y cafeterías, expositores colmados de diamantes, oro, piedras preciosas y figuras de marfil, y, sobre todo, las discotecas y salas de juegos acompañando la noche.

En las plazas y estadios de la ciudad, así como en las aldeas, encontrabas grupos de indígenas que nos obsequiaban con demostraciones de danzas y ritos tribales antiquísimos.

Cuatro parques nacionales distribuidos en las entradas al país recibían la visita de cientos de miles de turistas; yo fui con unos cuantos compañeros al más cercano a la capital: Parque Nacional Mliwane.


Cuando la Flota americana hacía escala en las proximidades de Swaziland, tras su periplo por los puertos de Asia, acudían en masa los marines para divertirse y regar el país con sus dólares. Y con sus virus.


En las dos semanas que siguieron al viaje a Swaziland, las clínicas de Secunda no daban abasto para atender las infecciones venéreas. De los 300 españoles que componían la plantilla, medio centenar debía acudir cada día al centro médico a inyectarse antibióticos. Entre ellos se hallaba Iñaki. Durante dos semanas estuvo de baja y me pusieron de ayudante a un negro.



Este compañero, al igual que cientos de ellos, sabía hablar y escribir en inglés, francés y africans, y se comunicaba con sus compañeros de raza en bantú, su lengua materna.

Era mecánico de motores diesel, y cobraba 0´30 dólares la hora. Los mecánicos blancos sudafricanos, cobraban 10 dólares la hora.












Algunos se gastaron más de lo que podían en Swaziland. Otros perdían su salario diario al no poder trabajar por sufrir temibles enfermedades venéreas, y le exigían préstamos al jefe para que su mensualidad llegase a sus familias y no notasen lo que les sucedía.


A la vista del resultado, la empresa dejó de organizar viajes turísticos; cada cual podía ir adonde quisiera bajo su propia responsabilidad.

Tres meses más tarde, cuando regresé en la primera expedición a España para pasar un mes de vacaciones, seis españoles aún estaban curándose de su grave enfermedad y debieron quedarse en Sudáfrica.


El siguiente viaje lo hice por mi cuenta con un soldador de Zamora que presumía de hablar inglés a nivel conversación. Lo había aprendido en un manual de esos cuyo título decía “Hable inglés en quince días”. Con ese libro aprendías a decir dónde está el baño, cuánto cuesta el viaje, gracias, hasta luego, te amo, filetes con patatas…, y poco más.


Con algunos cientos de rands en la cartera cada uno, y con la seguridad que nos daba el libro para comunicarnos con los nativos en inglés, nos lanzamos a la carretera para ir a ver el Big Hole, el agujero más grande del mundo hecho por el hombre.

Pero eso lo dejo para otro capítulo.

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