Desde aquel día, los americanos pusieron furgonetas para los españoles que tuvieran que pasar por el control militar en la entrada a Sasol Two, la refinería en activo. Sasol Three no tenía controles porque aún no producía nada que pudiese explotar. Pero en el control debíamos descender del furgón para pasar revista. Y el charco seguía allí, según supimos más tarde, para impedir que un vehículo llegase a gran velocidad y penetrase en la refinería, pues el desnivel del terreno, oculto por la profundidad del agua, lo haría saltar por los aires.
Consciente de que muchos lectores no entenderán las explicaciones técnicas que siguen, las escribo de todos modos en atención a aquéllos que sí tienen nociones de soldadura; ellos sabrán valorar las terribles dificultades que entrañaba realizar ese oficio en Sasol.
La tubería a soldar tenía un espesor de tres centímetros, cuyos bordes habían sido previamente biselados por los especialistas tuberos.
Tenían que unirlo con una pasada de electrodo celulósico, luego rellenar todo el bisel con electrodo básico. Acabado de soldar por fuera, debían pasar al interior, sanear la raíz y volver a soldar con electrodo básico.
Un trabajo durísimo habida cuenta de que a veces debían recorrerse por el interior un centenar de metros a gatas, hasta llegar a la unión que debía soldarse, arrastrando consigo los cables, los electrodos, las herramientas y la manguera de aire para poder espirar.
Cualquier golpe de martillo en el exterior resonaba dentro como si uno estuviera en el campanario de una catedral cuando toca a misa. El humo de la soldadura inundaba la tubería y era arrastrado por el aire de la manguera hacia delante, produciendo una corriente que abrazaba los sudados cuerpos y acababa resfriándolos.
Los mismos problemas sufríamos Iñaki y yo para entrar a reparar y radiografiar las soldaduras.
En Sudáfrica no existía ningún tipo de Seguridad Social: día que no se trabajase, no se pagaba. Era habitual ver a técnicos y obreros de diferentes nacionalidades acudir a sus puestos de trabajo con piernas o brazos escayolados, o enfermos con gripe y fiebres, para poder fichar a la entrada y cobrar el día. Si faltabas al trabajo tres días seguidos sin causa justificada, te despedían.
En las torres metálicas de las centrales térmicas en construcción se afanaban cientos de obreros negros y “coulored” (mulatos), distribuidos en las balaustradas de las ocho o nueve plantas del edificio. Las grúas subían sus pesadas cargas de material por encima de ellos, que la miraban asustados sin poder refugiarse en ningún sitio. A veces la carga se desprendía, cayendo sobre el personal, y los arrastraba hasta el suelo. Durante el año que estuve allí, contabilizamos una media de un muerto diario. Sólo un par de ellos eran blancos.
Debido al estrés el personal se mostraba irascible, y la menor insinuación acababa en disputa. Así no se podía vivir y la empresa comenzó a organizar viajes turísticos para relajarnos. El primero de ellos fue una visita al país de los swazi: Swaziland.
Con tal de perder de vista aquel lugar yo hubiera ido al mismísimo Infierno. Swaziland era el Paraíso. Fui de los primeros en solicitar el visado.
Imagínense un oasis en medio de un desierto, un refugio en la montaña nevada, un almacén de alimentos en un campo de refugiados hambrientos…
En Sudáfrica, un país donde todo estaba prohibido, donde hasta las fotos de los periódicos y revistas aparecían con estrellas negras ocultando los senos de las artistas en topless, existía un reino de hadas del tamaño de dos provincias andaluzas, que ofrecía a sus visitantes todo lo que pudiera comprarse con dinero. Todo estaba permitido.
Diseminados en las verdes praderas, aparecían por doquier hoteles de lujo, que invitaban a quedarse y pasar en ellos el fin de semana. La majestuosidad de la cadena montañosa de Drakensmberg impresionaba. De ella pinté un cuadro años más tarde.
La capital, Mbabane, destacaba por sus hoteles-casinos, prostíbulos y salas de fiesta. En los aledaños de los hoteles abundaban las mujeres jóvenes y sonrientes, que se aferraban a los brazos de los turistas, dispuestas a complacer cualquier íntimo deseo por muy retorcido que fuere. Las más grandes fiestas tenían lugar en las lujosas suites de las grandes cadenas hoteleras que se habían instalado en el reino.
Los hoteles mostraban orgullosos sus restaurantes y cafeterías, expositores colmados de diamantes, oro, piedras preciosas y figuras de marfil, y, sobre todo, las discotecas y salas de juegos acompañando la noche.
En las plazas y estadios de la ciudad, así como en las aldeas, encontrabas grupos de indígenas que nos obsequiaban con demostraciones de danzas y ritos tribales antiquísimos.
Cuatro parques nacionales distribuidos en las entradas al país recibían la visita de cientos de miles de turistas; yo fui con unos cuantos compañeros al más cercano a la capital: Parque Nacional Mliwane.
Cuando la Flota americana hacía escala en las proximidades de Swaziland, tras su periplo por los puertos de Asia, acudían en masa los marines para divertirse y regar el país con sus dólares. Y con sus virus.
En las dos semanas que siguieron al viaje a Swaziland, las clínicas de Secunda no daban abasto para atender las infecciones venéreas. De los 300 españoles que componían la plantilla, medio centenar debía acudir cada día al centro médico a inyectarse antibióticos. Entre ellos se hallaba Iñaki. Durante dos semanas estuvo de baja y me pusieron de ayudante a un negro.
Este compañero, al igual que cientos de ellos, sabía hablar y escribir en inglés, francés y africans, y se comunicaba con sus compañeros de raza en bantú, su lengua materna.
Era mecánico de motores diesel, y cobraba 0´30 dólares la hora. Los mecánicos blancos sudafricanos, cobraban 10 dólares la hora.
Algunos se gastaron más de lo que podían en Swaziland. Otros perdían su salario diario al no poder trabajar por sufrir temibles enfermedades venéreas, y le exigían préstamos al jefe para que su mensualidad llegase a sus familias y no notasen lo que les sucedía.
A la vista del resultado, la empresa dejó de organizar viajes turísticos; cada cual podía ir adonde quisiera bajo su propia responsabilidad.
Tres meses más tarde, cuando regresé en la primera expedición a España para pasar un mes de vacaciones, seis españoles aún estaban curándose de su grave enfermedad y debieron quedarse en Sudáfrica.
El siguiente viaje lo hice por mi cuenta con un soldador de Zamora que presumía de hablar inglés a nivel conversación. Lo había aprendido en un manual de esos cuyo título decía “Hable inglés en quince días”. Con ese libro aprendías a decir dónde está el baño, cuánto cuesta el viaje, gracias, hasta luego, te amo, filetes con patatas…, y poco más.
Con algunos cientos de rands en la cartera cada uno, y con la seguridad que nos daba el libro para comunicarnos con los nativos en inglés, nos lanzamos a la carretera para ir a ver el Big Hole, el agujero más grande del mundo hecho por el hombre.
Pero eso lo dejo para otro capítulo.
Juan, que vida tan dura has tenido, Dios mío??????
ResponderEliminarNo fuiste al KrugerPark? A ver los animales selvajes?
Eso si que me gustaría conocer de SudAfrica.
Tanto hablas de Iñaki, donde está el ahorita?
Besos
Flor
Hola, Flor, lo que pasa es que la gente suele contar sólo las cosas buenas, y estas son mi memorias tal como las viví. Tengo muchas experiencias buenas también. Sí, estuve en el Kruger Park, no podía perdérmelo.
ResponderEliminarUn beso.
Juan, te sigo... Vaya experiencia!
ResponderEliminarUn saludo
Juan:
ResponderEliminarno estarías tu en la lista de los atendidos por dichas enfermedades,
no lo creo pero esa una broma,
sigo con emoción tus andanzas.
hasta pronto Mario
Hola,Antonio:
ResponderEliminarGracias por tu fidelidad a este blog. Sí, todo no fueron rosas en mi camino; pero aquí estamos.
me gusta mucho la dedicatoria del libro que me han regalado en Radio Arcos: " A Juan Pan, un luchador"
Un abrazo.
Hola, Mario: A ti quisiera yo haberte visto en esas circunstancias, ¡ja,ja,ja!.
ResponderEliminarGracias por tu visita.
Juan, vas a escribir algo y publicar fotos sobre tu visita al Kruger Park?
ResponderEliminarTengo una T-shirt del Kruger Park que me la ha traido un amigo.
Muy bella con un leopardo!
Ese seria mi viaje de ensueño!
Besos
Flor
Flor, del Kruger Park no tengo casi nada, sólo tarjetas de animales que envié a mi familia y un libro en inglés lleno de fotografías.
ResponderEliminarYa explicaré qué pasó con las fotos.
Un beso.
No hay nada más enriquecedor que viajar; y dejarse sentir por las cosas, sentirlas... como hoy siento tu relato.
ResponderEliminarPodría pasar horas leyendo, y releyendo este blog. Un placer haberlo encontrado.
De más está decir que sería un placer tu visita en el mío, el cual -también- intenta dar testimonio.
Nos estamos viendo.
Hola, PAPO, encantado de saludarte. Te agradezco tus amables palabras y te prometo visitar tu blog.
ResponderEliminarSaludos.
Juan, qué dureza las de las condiciones de trabajo y las del lugar. Lo del charco de la entrada, da miedo. Lo de soldar dentro de la tubería, con necesidad de respirar por un tubo, es claustrofóbico. No me extraña que cundiera el desespero y el desanimo en unas condiciones tan duras y un lugar tan árido. Y luego las contradicciones del lugar, aquellos hoteles de lujos en medio de la pobreza y la explotación humana como el caso de aquellas prostitutas. La desigualdad en el sueldo entre los blancos y los negros, como explicas a pie de foto, en fin, que no fue un viaje de placer, precisamente. Muy interesante el relato de tus experiencias en esos viajes, eso sí. Viajar, aunque sean en condiciones como esas, debió abrirte a un mundo nuevo y a otra percepción del mismo. Seguramente hubieras preferido no tener que dejar a tu familia para trabajar, y que ese fue el motivo, mantener a los tuyos, pero también estoy segura que te enriqueció como persona vivir estas experiencias, ahora visto desde la distancia. Me está gustando mucho este relato de tus vivencias, y las fotos que vas colgando para ilustrarla, así que te agradezco que las compartas, amigo. Luego me voy a por la otra.
ResponderEliminarUn beso,
Margarita
Hola, Margarita: Te diste cuenta del detalle de la diferencia abismal entre los sueldos de blancos y negros. Me alegro.
ResponderEliminarLo grande de Nelson Mandela,mi héroe, fue lograr cambiar esas diferencias con el diálogo, sin derramamiento de sangre.
Tienes razón en todo: no fue un viaje de placer, preferiría estar en casa; pero también me enriquecí culturalmente, alimenté a mi familia y nos pudimos comprar una vivienda, pues con cuatro niños ya nadie quería alquilármelas.
Un beso.
Juan Pan, te he leído muchas veces y muchas cosas desde hace mucho pero estas lecturas sobre el Africa me fascinan por lo que tanto me duelen, son una valiosa joya de tu amplio sentir.
ResponderEliminarTrabajar en Africa siendo extranjero, con contrato, siendo blanco entre una mayoría negra, teniendo ciertas cualidades humanas, marcan unas diferencias a veces infranqueables por cosas que no me son fáciles de entender como es el destino de esa raza desde su origen.
Narrar unas memorias contando también las cosas feas pero desde la realidad y sinceridad sobrepasa el buen sentido del hombre. Te felicito por ello efusivamente.
Me gustaría leer la continuación de estas memorias.
Muchos besos y salud.
María del Carmen.
Hola, Mari Carmen: no sabes cuánto me alegra saber de ti. Recuerdo de Bibliotecas Virtuales a una Mari Carmen, de Bucarets, Rumanía, que nos deleitaba con sus escritos y comentarios. Supongo que eres tú, por ello te ruego me escribas a mi email y me hables de ti, de lo que haces en esa ciudad y de tus cosas. Yo dejé los foros hace un año,pues no tengo tiempo ni de atender a todos los blogs amigos.
ResponderEliminarTe agradezco el amable y extenso comentario y te invito a leer toda la historia que viví en Sudáfrica:
Septiembre:Iñaki,Africa 1, 2,3,4, Octubre: 5,6, Maldita noche, Paraíso de blancos, Kimperley.
En fin , ya sabes que me alegrará recibir noticias tuyas.
Un beso.
lincelucero2005@hotmail.com