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sábado, septiembre 26, 2009

SUDÁFRICA 3



Una pequeña aldea había crecido en torno al campamento. En ella vivían los técnicos que trabajaban en la refinería antigua; los trabajadores sudafricanos que habían venido de otras provincias para construir la nueva vivían en caravanas apiñadas en un camping cercano.


La primera vez que vi el lugar de trabajo me quedé asombrado ante la cantidad de obras que se realizaban al mismo tiempo en aquella inmensa llanura: una central termoeléctrica, una refinería, una enorme cinta transportadora de tres kilómetros, la planta de transformación de residuos químicos, cientos de depósitos de almacenamiento de combustible, y una gruesa tubería que llevaba el combustible producido hasta ellos. Se calculaba en veinticuatro mil personas las que trabajaban en el proyecto Sasol Three.


Dado que no existía petróleo en Sudáfrica y que los países democráticos mostraban su oposición a la política del Apartheid bloqueando sus intercambios comerciales, el Gobierno sudafricano, consciente de su riqueza y despreciando a todo el mundo, se autoabastecía de carburantes usando la tecnología que inventaron los científicos alemanes Fischer y Tropsch en los años 20, usada por Hitler en la segunda Guerra Mundial, que consiste en extraer dióxido y monóxido de carbono y metano del carbón, un mineral inagotable en el país, para convertirlo en carburante sintético para los automóviles.


El carbón extraído en las entrañas de la tierra emergía de la boca de la mina sobre una cinta transportadora que se elevaba cien metros en el aire y lo dejaba caer en un molino que lo trituraba y convertía en polvo; de ahí pasaba a la planta de transformación química, donde por medio del empleo del calor y posterior enfriamiento de los gases condensados, destilaban el precioso líquido negro, que tras haber pasado por la refinería era conducido hasta las gasolineras distribuidas por todo el territorio.



Pero la producción de Sasol Two no era suficiente para alimentar los vehículos de una nación que poseía una de las rentas per cápita más altas del mundo —un país donde cuatro millones de blancos vivían en un paraíso rodeado de más de treinta millones de sirvientes negros—, y se racionaba el carburante: los fines de semana no habrían las gasolineras.


Para acabar con esas deficiencias, el Gobierno aprobó el proyecto Sasol Three: la construcción de una refinería gemela enfrente de la primera, a un kilómetro de distancia, dejando el espacio entre ellas para la línea de tuberías que conducirían los gases y combustibles producidos en ambas a los depósitos de carga.


La sección del proyecto que me asignaron fue la construcción de un oleoducto que comunicase Sasol Two, la refinería antigua en actividad, con la futura Sasol Three por medio de una tubería de 42 pulgadas de diámetro. Mi grupo se componía de catorce hombres en total: un americano de Texas a punto de jubilarse, que supervisaba el trabajo; el encargado español — un enchufado de Huelva que no tenía idea de soldaduras ni gaseoductos; pero que hablaba inglés perfectamente y figuraba como intérprete—, cuatro tuberos, cuatro soldadores, y dos controladores de calidad: Iñaki y yo.


El coche que cada día nos conducía hasta la planta industrial avanzaba por una carretera gris que habían construido mezclando tierra con cemento y regándola antes de compactarla con enormes apisonadoras. En la refinería no usaban alquitrán para las carreteras, lo aprovechaban todo para producir carburantes.


Nos deteníamos en la entrada de la refinería. Ésta tenía el aspecto de un campo de concentración: el perímetro estaba rodeado por una alambrada, y en la carretera había un puesto de guardia donde una docena de militares apuntaban con sus armas al vehículo mientras un oficial se plantaba delante con el brazo alzado y dando voces.


Mientras el oficial pedía los documentos al conductor los soldados nos ordenaban descender del vehículo y ponernos en fila para comprobar nuestros documentos uno a uno. Esta operación se repetía cuantas veces atravesáramos la puerta del control en un sentido o en otro. De forma que si un día necesitásemos salir para hacer encargos o ir al laboratorio diez veces, pues diez veces nos obligaban a descender del vehículo para revisar documentos y maletero.


Llevaría algo más de un mes trabajando en aquel lugar cuando nos enteramos de que un encargado que se dirigía con quince electricistas en un camión a reparar una avería que había dejado media planta sin corriente se puso furioso al ser obligado a pasar el control por cuarta vez en el mismo día y protestó airadamente ante el oficial que estaba al mando. Los guardias se lo llevaron a empujones al interior del cuartelillo y ya no lo volvimos a ver. Sus compañeros dieron la voz de alarma por toda la factoría.


Aquella noche hicimos una asamblea en el campamento y pedimos a la empresa información sobre el compañero, decididos a no volver al trabajo si no aparecía. Entonces nos dijeron que lo habían enviado a España por insultar a los soldados. Un compañero de Burgos tomó la palabra y explicó que desde el inicio de la obra se habían dado ya varios casos de españoles humillados y maltratados. Tras un intenso cruce de acusaciones entre el representante de la empresa y nosotros, decidimos por mayoría no acudir a trabajar y regresar a España. Al día siguiente ningún español fue a trabajar.

La dirección de la empresa, muy preocupada por el cariz que estaban tomando las cosas, se reunió con nosotros en el campamento y nos dijo que los soldados cumplían con su deber, pues se habían producido graves atentados terroristas en la refinería antes de nuestra llegada y, precisamente por eso, el Gobierno había traído mano de obra especializada extranjera: no se fiaba de los nativos. Ni de nadie.

Nos recordó el discurso que hizo el jefe de Seguridad y que todos aceptamos a la llegada: No meterse en política; obedecer las normas y ocuparse de realizar el trabajo para regresar a casa cuanto antes con el contrato ganado.

Nos dijo que la obra en la refinería antigua estaba a punto de finalizar, y luego comenzaríamos la más importante: Sasol Three, la que nos daría trabajo durante un par de años más. “Sería una pena que la perdiésemos por el acaloramiento de un hombre que no era la primera vez que pasaba por el control de aquella entrada y sabía lo que sucedía”, concluyó.


Y la solidaridad cedió ante el egoísmo.


La reunión acabó en una desbandada de hombres corriendo a sus puestos de trabajo, temerosos de perder un jugoso contrato que les mantendría ocupados mientras en España la situación empeoraba y se oían ruidos de sables.

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12 comentarios:

  1. Juan, yo creo que haria lo mismo seguía mi trabajo que era para eso que me pagaban y muy bien.

    Tuviste un trabajo bien duro, te felicito por eso.

    Besos
    Flor

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  2. Eso mismo hice yo al ver que todos corrían a sus puestos, Flor, pero creo que es injusto enviar a alguien a su país por una simple queja, y además, sabiendo que a otros les había sucedido algo parecido. Y lo mismo podía sucederle a cualquiera de nosotros.
    Pero en este mundo cada cual mira por sus propios intereses, y dejamos abandonado al compañero.
    Un beso

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  3. La solidaridad se acaba donde empiezan los intereses personales. Pero tambien hay que comprenderlo, somos humanos.

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  4. Gracias, Lola. Evidentemente, somos humanos y actuamos como tales.

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  5. A la injusticia no se le pueden pedir explicaciones, amigo Juan, las cosas las hace por cojones.
    El apartheid era irracional y paranoico, pero pagando buenos sueldos se compran el silencio y la colaboración, aunque en este caso era para construir y no para desctruir.
    Un abrazo

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  6. sobre aviso no hay engaño, le dijeron las reglas y a cumplirlas no le quedo de otra.
    bonito e interesante relato, seguiré esperando el siguiente.

    hasta pronto mario

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  7. Hola, Antonio, gracias por tu aporte.
    Ya conoces la hipocresía de los gobiernos, quienes piden la paz a los países que están en guerra, al mismo tiempo que los abastecen de armas, enriqueciéndose a costa de ellos.
    El país que representa ante el mundo la Libertad y la democracia, EE.UU, era el más importante valedor y protector del gobierno del Apartheid, tal como lo es de Israel.
    Y no son los trabajadores extranjeros los que deben cambiar el sistema, bastante desgracia tienen de verse obligados a buscarse las habichuelas lejos de su familia.
    Como bien dices, el dinero calla las bocas. Pero en nuestro caso, fuimos advertidos antes de comenzar a trabajar de las condiciones del contrato: "Vienen a trabajar, no a cambiar el mundo".
    Un abrazo.

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  8. Hola, Mario: tienes razón y así lo entendimos en aquella reunión, apesar de que nos dolía lo sucedido con el compañero y que eso mismo podía sucedernos a cada uno de nosotros en cualquier momento.
    Como bien nos dijo el jefe de la empresa, la jornada comenzaba al salir del campamento hacia el lugar de trabajo. Si pasábamos la mayor parte del día detenidos en controles de seguridad, peor para ellos: nosotros cobrábamos lo mismo.
    Un abrazo.

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  9. Cuantas tormentas! que jodido trabajar de esa manera.
    Estoy encantada con tus historias amigo...
    Otro abrazo

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  10. Hola, Juan, un gusto leer estas peripecias que has vivido; me resulta muy interesante. Mira, me siento algo dividida, hay tantas injusticias en el mundo, como el gobierno que te encontraste al llegar allí, pero ¿qué hacemos? Es comprensible que las personas se tengan que buscar la manera de sobrevivir, pero también es algo deprimente la falta de unidad que tenemos. Los de arriba lo saben, divide y vencerás, y así nos luce el pelo y siempre ganan. Si fuéramos capaces de ponernos todos a una otro gallo cantaría, pero, no, lamentablemente sabemos que siempre hay un sector de compañeros que entra por todas y los demás si quieren trabajar tiene que seguir sus pasos, si no, se quedan fuera, y así vamos perdiendo derechos que tanto les costó ganar a las generaciones anteriores, sin apenas darnos cuenta. Jeje, ya sé que igual soy un poco radical, pero digo yo, quien más tiene es el que más tiene que perder. Si los trabajadores hacen huelgan de brazos caídos, todos, sin excepción, ¿Quién van a sacar la faena? ¿Los de arriba? A veces creo que menospreciamos el poder que tenemos, mientras me salve yo, o gane más, etc, a mí qué los demás. y de eso se valen los que tienen la sartén por el mango, del egoísmo y la necesidad del ser humano. Así que tenemos lo que nos merecemos, amigo. Bueno, lamento el discurso pesimista, pero son temas que me sacan un poco de sitio.

    Te mando un fuerte abrazo,

    Margarita

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  11. es cierto, Claudia, ¡cuántas tormentas hube que pasar!
    Gracias por tu visita. Un beso.

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  12. Hola, Margarita, me alegra mucho verte por aquí. No debes temer expresarte, aunque sea un "discurso pesimista", que no lo es. en todo caso sería realista, pues describes muy bien la situación. Es cierto, y eso lo repetía yo cuando era sindicalista, que la unión hace la fuerza, que el empresario nos necesita y sin nuestra labor no puede vivir ni enriquecerse;pero si ves que nadie te hace caso y cada cual va a su aire, es de estúpidos enfrentarte solo la problema.

    Y menos mal que sucedió eso, pues, como contaré en otro capítulo, al Gobierno nazi aquél le importaba poco echarnos a todos los europeos.
    Un beso.

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