sábado, febrero 06, 2010

¡ ADIÓS, SUDÁFRICA !

Con gran indignación por el trato recibido por las autoridades del aeropuerto y del representante del Consulado español, que nos amenazó con quitarnos los pasaportes y no dejarnos salir del país si no permanecíamos tranquilos y callados, subimos al avión DC10 que nos traería de vuelta a España.

El escándalo se debía a que habíamos llegado con tres horas de antelación al aeropuerto y faltaban diez minutos para la salida del avión y aún no nos habían entregado los pasaportes ni nadie aparecía para darnos alguna información.

Habíamos pasado la noche anterior celebrando el regreso a España y en nuestras venas almacenábamos más alcohol de lo aconsejado. Algunos, exaltados por la larga e injustificada espera, comenzaron a criticar a los responsables del aeropuerto, y acabaron lanzando soflamas a favor de la libertad y en contra del Apartheid, lo cual atrajo la atención de la policía y de los soldados, quienes vinieron gritando y amenazando con llevarnos a no sé dónde.

El jefe nuestro hizo una llamada telefónica y al poco llegó un funcionario del Consulado Español con ganas de torturar a alguien. Era alto y pelirrojo, enfundado en un traje hecho a medida, marrón. Lucía la cabeza rapada y un fino bigote como una tirita de esparadrapo rojizo en posición horizontal sobre el labio, como los fachas del franquismo. Vino para a decirnos, destilando odio: «Aquí no estáis en España. Si es necesario, os podemos enseñar a respetar el orden establecido. No permitimos huelgas ni motines, y si continuáis así y no os comportáis como es debido, os prometo que vais directo a la cárcel, y el avión se irá sin vosotros.»

Pronto nos dimos cuenta, a pesar de la niebla de alcohol que aún cubría nuestras neuronas, de que fuera de España los españoles estábamos solos, que los funcionarios que dicen representarnos nos vendían a cambio de gozar ellos de buenas relaciones y disfrutar de la buena vida con sus anfitriones.

El funcionario del Consulado (ignoro si era el mismo Consul en persona, algunos decían que sí, y si lo era me produjo las mismas náuseas que los policías sudafricanos), parecía descontento de que no hubiera triunfado el golpe de Tejero, pues no cesaba de repetir: «Si en España hubiera mano dura, no existirían los problemas que acosan al país. No sabéis vivir sin el látigo».

Y nos callamos, y, humillados, bajamos la vista al suelo y apretamos los puños para no empeorar las cosas y darle gusto a aquel residuo facista, capaz de amargarnos la vida.

Pasaba media hora de la salida anunciada en los tablones de Departures cuando nos permitieron subir al avión.

Al entrar nos encontramos con la tripulación de Iberia, que ya conocíamos del viaje de ida: unas chicas que en su día hubieron de ser hermosas, pero que aquel día se habían convertido en brillantes candidatas al INSERSO. Se mostraron desagradables a más no poder, y sólo dibujaban una sonrisa cuando intentaban convencernos para que les comprásemos algún Rolex de oro, anillos o colgantes con diamantes, bolso de Loewe o perfumes de Dior, Chanel nº,5, o similares. Decían que los productos que nos ofrecían no pagaban impuestos y por ello sus precios eran muy ventajosos comparados con los mismos productos si lo comprásemos en cualquier tienda de España.

El aparato hizo escala técnica en Nairobi, donde durante una hora mantuvieron la puerta trasera del avión abierta para introducir los alimentos que nos iban a servir en la cena. El aire frío invernal entraba y descomponía nuestros cuerpos. Pedimos mantas a las azafatas y éstas, señalaban el compartimento que había sobre nuestras cabezas; pero éstos estaban vacíos. «Los pasajeros se los llevan, no es culpa nuestra si no hay», decían. Y nosotros respondíamos:

«¿Pero no las reponen en cada viaje? ¿Desde cuando no lo habían hecho?»

«Siempre las reponemos y desaparecen», afirmó la más amable de todas, con cara de hastío; las otras ni siquiera respondían: nos ignoraban.

¿Cómo se podía aguantar que nos tratase de ladrones? Yo protesté, al igual que dos o tres más; pero la mayoría guardó silencio. Evidentemente, nadie quería causar problemas, sólo deseábamos llegar a España. En ese momento juré no viajar más con Iberia, y hasta ahora lo he cumplido: helas pocas veces que he volado ha sido con Alitalia, Air France y Vueling en mis desplazamientos internacionales, en el interior he usado mi coche o el tren.

Fui de los primeros en descender del avión y me encaminé al edificio para recoger mi maleta. El jefe de mi empresa estaba en la puerta acompañado de otro hombre que llevaba un maletín. A medida que íbamos pasando delante de él, nos pedía que mostrásemos el pasaporte, buscaba el nombre en una lista y nos entregaba un sobre con doscientas mil pesetas en billetes y un cheque barrado, correspondiente al finiquito del contrato que nos unía con la empresa.

Al pasar por delante de la aduana un funcionario me llamó y me ordenó que pusiera mi maleta sobre el mostrador y la abriese. Me giré hacia mis compañeros, que venían en grupo detrás, y les dije: “Chavales, hay que abrir las maletas”. El funcionario entonces preguntó:

—¿Vienen todos juntos?

— Sí, somos un grupo de doscientos trabajadores que regresamos a España.

—Pues pasen ustedes.

Y nos dejó pasar a todos. Entre nosotros venía Miguel el «Valladolid» y su amigo el «Johnny», un madrileño afincado en Huelva, quienes traían sus maletas cargadas de marihuana prensada y disimuladas en paquetes de galletas.

Miguel el “Valladolid” propuso que para celebrar nuestra despedida fuésemos todos a pasar un día juntos en Madrid en la sala El Talismán, ubicada en la Gran Vía, entre la calle la Ballesta y el cine Callao. Afirmaba que él ya la conocía, y comentaba que las artistas se desnudaban completamente, bailaban y hacían felaciones en público y luego se sentaban entre los asistentes para tomar unas copas con ellos. Estaba loco, pensé. ¿Seis meses sin ver su esposa y ahora que estaba a dos horas de camino en coche de ella, prefería celebrar su retorno con unas putas? Media docena de compañeros se fueron con él. Los demás entramos en una cafetería del aeropuerto para tomar café y despedirnos unos de otros. Mi amigo Iñaki me abrazó con los ojos llenos de lágrimas, y nos intercambiamos las direcciones.

—Bueno, espero que nos veamos en alguna otra ocasión —me dijo.

—Los profesionales del montaje, siempre acaban reencontrándose en alguna obra — respondí.

Luego, me despedí de todos y me fui en busca de la zona de Salidas Nacionales, donde reservé billete para Valencia. Detrás de mí, en la cola, estaba Lola Flores, acompañada de una mujer desconocida. Tres horas más tarde, abrazaba a mi esposa y a mis cuatro pequeñines en el aeropuerto de Manises. ¡Al fin estaba en casa!

5 comentarios:

  1. La que se deben haber armado allá en las Africas????

    Estaba leyendo y estaba pensando con lo bien que sabes donde se queda ese bar en Madrid que también habias ido con ellos.

    Bueno te portaste bien y te saludo por eso.
    Me emocionó cuando dices tus "cuatro pequeñines".
    Un lindo final!!!!

    Besiños
    Flor

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  2. Yo creo que el funcionario facha no consideraba españoles a
    los trabajadores que planteaban huelga, esos eran rojos traidores a la patria, jejeje...
    Un abrazo

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  3. Flor, si ese local se hubiera hallado en sudáfrica, quizás lo hubiera visitado; pero ese día sólo deseaba encontrarme con los míos.
    ¿Te das cuenta?
    Siempre buscas la paja en el ovillo.
    Besos.

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  4. Sí, Antonio, creo que sí nos tomaban por traidores esos cabrones.
    Un abrazo.

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  5. Menos mal que no se encontraba en Sud-Africa!!!!!!!!!!!!

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