
Interior del Panteón
El Panteón visto desde el exterior


Estatua viviente, moderna forma de ganarse la vida




Vista del río Tibre

El castillo de San Angelo al fondo y puente sobre el Tibre
basílica de San Pedro






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Hoy tengo el honor y el placer de presentar en este rincón literario la nueva novela que me ha enviado mi amiga Mercedes Rodriguez González, editada en Santiago de los Caballeros, R. Dominicana, por Editorial Camino.
Es la misma autora de los libros de cuentos infantiles “Pinceladas folklóricas”, “Una rosa para papá” y “La Luna fue testigo”, con el que obtuvo mención honorífica y segundo premio en “La esquina de las Letras” convocado por la Ciudad de Nueva York. Es También colaboradora en el periódico La Prensa y tiene un programa para hispanos en televisión. En letra azul, un fragmento de la obra.
SÁBANA IGLESIA (R. Dominicana)
Una o dos veces al año, al presidente Trujillo le había cogido con visitar inesperadamente este campo verde y fresco. Llegaba sin avisar, acompañado de personas importantes que formaban su comitiva y como medida de seguridad, con militares, tenientes, capitanes y guardaespaldas. El Presidente acostumbraba hospedarse en casa del Alcalde y muchos decían que el jefe iba a buscar a las jovencitas que le guardaban los “chulos”, quienes se ocupaban de negociar con los infelices padres del lugar. Estas familias, por temor a que les quitaran sus tierritas, el trabajo o que metieran preso a algunos de sus familiares, entregaban a sus hijas llorando, porque siempre eran muchachitas de 15 0 16 años. Los chulos se encargaban de atemorizar a muerte a esta pobre gente que no tenía otra alternativa que ceder ante el más fuerte.
A otros padres se les convencía de que era un honor entregarle sus hijas al jefe o a uno de sus secuaces, porque así podían tener un buen trabajo, cambiar de posición económica y mejorara la calidad de vida para toda la familia.
Otras, como María Luisa, se ofrecían voluntariamente…
Esta novela denuncia la situación que se vivió en R. Dominicana bajo el gobierno totalitario de Trujillo con un realismo impresionante. Narrada con el lenguaje popular de la gente de la calle del país, la historia que cuenta la doctora Mercedes Rodríguez deja su huella en el alma del lector a medida que va viviendo, a través de las magníficas descripciones que nos hace de los lugares descritos, las aventuras y desventuras de la protagonista.Es una obra de 202 páginas de 14 x 21 centímetros, encuadernada en rústica.
La agencia de viajes se había visto desbordada por la excesiva demanda. Necesitaron alquilar cuatro autocares extras para cumplir con el compromiso. Tres de ellos eran exclusivamente ocupados por alumnos del instituto Juan Lara de El Puerto de Santa María. El billete no era caro: incluía el viaje de ida y vuelta en autocar de lujo, tres días de visita por Galicia con visita al lugar del horror, y dos noches de hotel en la capital.
La agencia había aconsejado que los viajeros estuviesen preparados con todas las medidas de seguridad requeridas para la visita: vacunas antirrábicas, antimalaria, anti tifus, antitodo lo que se había inventado vacunar. No se debía correr ningún riesgo, la empresa no se hacía responsable de los posibles accidentes provocados por incumplimiento de estas normas.
Una vez llegados al lugar del terror los visitantes no debían aceptar ninguna clase de alimentos ni bebidas de los lugareños; debían todos cubrirse la nariz con una mascarilla homologada contra los virus infecciosos; no tocar nada sin guantes, no acercarse a menos de tres metros de los bichos que pacían en el lugar.
Tras diez horas de agotador viaje, llegaron a Coruña y se dirigieron derechos al hotel para refrescarse, cambiarse de ropa y dar una vuelta por la ciudad. A las nueve volvieron al hotel para cenar y después subieron a las habitaciones reservadas por la agencia. Así pasaron la primera noche.
Amaneció un día gris y lluvioso, una finísima cortina de agua continuada, que aunque no necesitaba del paraguas podía al cabo de un tiempo empapar completamente las ropas de los visitantes.
Después de desayunar cargaron con agua, bocadillos y toda clase de objetos para no tener que comprar nada en el terrorífico lugar que iban a visitar y subieron a los autocares.
Al cabo de cuatro horas de deambular por los prados y colinas achicharradas por los incendios veraniegos llegaron a un cruce de carreteras, donde estaba señalizada la ruta a seguir para entrar en el pueblo maldito. Una fila de carteles con una calavera impresa sobre los textos anunciaban las medidas de seguridad a tener en cuenta para poder visitar el lugar sin peligro. Todo el personal se colocó los guantes y las mascarillas mientras los autobuses se acercaban a la plaza del pueblo. Los profesores reunieron a sus alumnos y les suplicaron que permaneciesen juntos en grupo y que ninguno se rezagase. Momentos después todos los visitantes bajaron de los vehículos con sus cámaras fotográficas y videos preparadas para inmortalizar las imágenes conseguidas aquel día para enseñarlas orgullosamente a todos los amigos que se habían quedado en tierra por carecer de billete.
De pronto vieron correr hacia ellos a un animal horrible dando gritos: tenía el aspecto de una mujer, iba vestida con blusa y falda, y su cabello era rubio como la paja del trigo; pero los colmillos, la baba que salía por las comisuras de sus labios, los ojos a punto de salirse de sus órbitas, sus gesticulaciones rabiosas y el lenguaje intraducible que empleaba dirigiéndose a los turistas demostraba que estaban ante uno de los auténticos representantes de la fauna que habitaba el lugar. Las cámaras salieron prestas de sus estuches y comenzaron a grabar al animal salvaje; al momento vieron abrirse las puertas y ventanas de las casas y una muchedumbre de seres extraños y salvajes salieron y se acercaron dando gritos a lo autocares. Los profesores ordenaron que todos los alumnos se refugiasen dentro de lo vehículos y los chicos subieron rápidamente, asustados. Desde la comodidad de sus asientos pudieron grabar todo el barullo que se había formado en la calle. Al cabo de unos minutos un hombre salió de una casa que tenía un letrero que decía. “Clínica veterinaria” y hacía señales con las manos de que se acercaran los autocares a su casa; tenía una maleta preparada y lo que al parecer deseaba era huir del lugar. Pero la supuesta mujer rubia lo vio y dio un grito espeluznante, y todos los seres salvajes aullaron enseñando sus babeantes colmillos y se lanzaron sobre él. Uno de ellos encendió un trapo y metió fuego a la casa, otro echaba veneno a los perros guardianes del veterinario para que no pudiesen defenderlo.
El autobús avanzó lentamente para no aplastar a ninguno de esos salvajes, por temor a las represalias de éstos; los maestros pedían a gritos que se apresurase a cualquier precio para socorrer al funcionario que el Estado había enviado para ayudar a los animales indefensos de aquel pueblo para protegerlos y vacunarlos contra la rabia y la locura de sus feroces habitantes. Los salvajes se volvieron contra el autocar y comenzaron a golpear los cristales y a lanzar piedras contra los vehículos. De pronto me vi dentro del sueño, viajaba en uno de los autocares sentado junto al conductor. Fotografié a uno de aquellos feroces seres con los ojos casi fuera de las órbitas, los colmillos soltando babas y la mano sosteniendo una viga de hierro que traía para atacarnos. El veterinario consiguió subir a uno de los vehículos y todos salimos rápidamente de aquel infierno. Anotamos el nombre del pueblo: Aguiño, para jamás olvidarlo y no permitir que ningún familiar o amigo se aventurase por aquellas tierras. Señalamos el nombre con un círculo en el mapa, decididos a publicar lo que vimos y pedirle al Gobierno que exterminase aquellos animales tan fieros.
Se nos acabaron las ganas de visitar otros lugares famosos: Santiago, Finisterre, Orense, ect. Ninguna de esas ciudades protestaron por los asesinatos de los perros y permiten que los sigan comentiendo.
Al pasar por Madrid decidimos ir a sentarnos ante las puertas del Ministerio del Interior. El Ministro nos aseguró que ya habían tomado las medidas oportunas: sellar el término municipal, impedir la entrada o salida al pueblo por tierra o por mar, esperando que sus salvajes se matasen entre ellos mismos al sufrir el hambre y la sed; luego sembrarían de sal los campos y rociarían con cal viva las calles y guaridas de esos seres sanguinarios disfrazados de humanos que apaleaban hasta matarlos a sus propios perros.
Nos fuimos de vuelta a El Puerto, confiando en que se llevasen a cabo esas medidas y que desapareciesen de la Tierra esos engendros. No pudimos dormir bien aquella noche, inmersos en terribles pesadilla, viendo las queridas mascotas que acostumbrábamos a ver en las ciudades descuartizadas aún vivas por los dientes y pezuñas de aquellos salvajes. Al llegar a nuestra ciudad hemos puesto carteles con las fotos ampliadas de aquellos engendros y hemos pedido a nuestros conciudadanos que eleven una petición al Gobierno para que declaren la prohibición de visitar, comprar o vender algo en aquella zona reservada y peligrosa, con el fin de colaborar en la extinción de los salvajes aquellos.
En las agencias de viajes hemos colocado un enorme cartel que tiene una calavera pintada y un texto debajo que dice:
Aguiño, pueblo maldito. No lo visites, no gastes tu dinero en ello; no merecen esos puercos que reciban alimentos. Que mueran de hambre y el nombre maldito sea borrados de todos los documentos. Y éste que escribe sobre aquellos sucesos, aunque fuese en un sueño,
apoya ahora, completamente despierto, con su firma que se cumplan esos Decretos.
JUAN PAN GARCÍA
Pinchar sobre la foto para verla a tamaño natural.
Nueva York no es Madrid, ni mucho menos Cádiz.
En septiembre hace frío en Nueva York; en Cádiz las personas aún se bañan en las playas.
Los 150 mil turistas que a diario acudían a visitar el Word Trade Center en el mes de septiembre iban abrigados; sabían que tendrían frío allá arriba, en las terrazas situadas sobre los 110 pisos de oficinas de cada torre, donde trabajaban 50 mil personas.
Ese día, un joven vestido con yérsey, cazadora y un gorro de lana cubriendo su cabeza, se dirigió a uno de los 120 ascensores de la torre norte, dispuesto a ver la ciudad desde 417 metros de altura. Sobre la espalda llevaba una mochila con sus cosas personales, entre ellas una buena máquina fotográfica clásica. El ascensor, con capacidad para cincuenta personas, lo elevaría sobre la ciudad a una velocidad de 22 pulgadas por segundo.
Era un visitante más de entre los miles que subían a diario, pero éste llenó las páginas de toda la prensa mundial, por si alguien podía identificarlo. Era el Señor X.
¿Quién era el hombre que se apoyaba en la baranda de la torre tan temprano?
¿Estaba de vacaciones? ¿Viaje de boda? O, simplemente, estaba de paso por la ciudad y quiso visitar el edificio más importante de América, el símbolo del bienestar y la prosperidad de EE.UU.
¿Quién era la persona a quien le entregó su cámara para que le fotografiase?, ¿un turista anónimo?, ¿un amigo? ¿Su novia o esposa?, ¿algún miembro de su familia?
La vista que aparecía ante sus ojos era impresionante desde aquella terraza, y por nada del mundo dejaría de atrapar esa imagen. Una fotografía que guardaría siempre, que mostraría a familiares, amigos… y que algún día enseñaría con orgullo a sus hijos y nietos,
La persona que manejaba la cámara estaba ajustando la imagen cuando, de pronto, apareció en el visor de la máquina un enorme avión, precioso, brillando con la débil luz solar que se filtraba a través de la neblina de la recién estrenada mañana.
— ¡Note muevas, es una vista genial!, gritó el fotógrafo accidental, segundos antes de asimilar lo que estaba viendo a través del objetivo.
El joven se quedó quieto y sonrió.
¡Clic! ¡Clic!
La imagen quedó impresionada en el carrete. Y la fecha.
Fue la última foto que captó la máquina, la última que se hizo el Señor X.
Durante las milésimas de segundo que tardó el obturador de la máquina en cerrarse, el avión llegó a su destino. A partir de ahí, el caos.
El carrete lo encontraron los agentes del FBI entre los escombros, dentro de una máquina aplastada.
El Horror, atrapado en un clic de milésimas de segundo, testigo de cargo para la Historia.
Señor X: descanse en paz…