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sábado, octubre 24, 2009

PRESENTACIÓN DEL LIBRO “TRAS LAS HUELLAS”.





















David Romero Raposo presentó el jueves su primer poemario “Tras las huellas”. Está casado con Caro Rosúa, la pintora de la entrada anterior, y ambos son los padres de un precioso niño de dos añitos que no quiso perderse la presentación.


David nació el 26 de octubre de 1982 en Sanlúcar, y siempre fue amante de la poesía. Sus versos están influenciados por la generación del 27, y han sido recitados en Bornos, Puerto Serrano, Espera y Ronda. Presentó el video poema “Llanto por Federico García Lorca” en Madrid en el 110 aniversario de su nacimiento. Ha publicado sus poemas en la revistas digitales “El Diván” y “Letralia".





El acto fue presentado por el autor del prólogo del poemario, D. Jesús María Serrano:
http://www.poetasandaluces.com/autor.asp?idAutor=38

Poeta y periodista, nacido en El Puerto en 1953, amigo del gran autor portuense Juan Lara, cuyo nombre honran plazas e institutos de enseñanzas. Al finalizar su discurso, don Jesús dijo esto: Se habla insistentemente sobre que no se lee o no interesa la poesía, para quienes piensen así recomiendo recuerden el magistral verso de Gabriel Celaya que nos proclama: “La poesía es un arma cargada de futuro”.




David fue recitando sus versos, acompañado por la maravillosa y romántica melodía que Barry hacía brotar magistralmente con extremada sensualidad del teclado de un piano, arrancando numeroso aplausos del público.


Barry es un músico polifacético que domina varios intrumentos y ha formado parte de grupos y orquestas. Ayer nos deleitó con el piano, pero en recientes fiestas de su pueblo, Prado del Rey, tocaba el acordeón. Su blog es este:

http://miguelbarry.blogspot.com/

No puedo ignorar la belleza del lugar en que se celebró el acto: la antigua bodega Manuel Argüeso, ubicada en el centro del casco histórico. Entre sus viejas y gruesas paredes había un muestrario de los utillajes empleados en la elaboración del vino de Manzanilla y útiles de la época, que trajeron a mi mente recuerdos de mi juventud.
Pero dicen que una imagen vale más que mil palabras, por eso me callo y os dejo mirarlas
.



Fue fundada en 1822 por León de Argüeso y Argüeso, que se había asentado en Sanlúcar procedente de Arija (Burgos). Para crear la empresa vinatera, adquirió unas viejas soleras y la bodega “San José”. Al fallecer León de Argüeso, la empresa fue heredada por sus sobrinos Juan de Argüeso y Manuel de Argüeso y Lucio, de dónde derivarán las actuales empresas “Manuel de Argüeso, S.A.” y “Herederos de Argüeso”, S.A.


Hacia 1895 Juan de Argüeso continuó el negocio que actualmente constituye la empresa Herederos de Argüeso. A partir de 1905 se amplió el negocio, así, de forma progresiva se fueron agregando a la bodega originaria una serie de nuevas edificaciones hasta completar el amplio conjunto actual, quedando agrupados unos veinte cañones de bodegas, que se extienden en casi dos manzanas sobre 13.500 metros cuadrados.


Estas bodegas son de distintas épocas y estilos, aunque la mayoría pertenecen al siglo XIX, además de la gran bodega “San Vidal”. Aparte de este conjunto bodeguero, Herederos de Argüeso posee la Bodega “San Lucas” en la carretera de Chipiona siendo esta última adquirida en 1992. Además, cuentan con el viñedo “Poedo”, con una extensión de unas 110 aranzadas.

http://www.gerionsanlucar.com/argueso.htm

viernes, octubre 23, 2009

ENCUENTRO CULTURAL EN SANLÚCAR


Ayer amaneció El Puerto lluvioso y con mucho viento, todo presagiaba un mal día hasta el final; pero luego el Sol apareció deslumbrante y orgulloso, cual pavo real, y las nubes recogieron sus volantes y se alejaron.

Parecía que el tiempo se aliaba conmigo, invitándome a trasladarme a Sanlúcar de Barrameda para asistir a dos eventos culturales: la exposición de acuarelas de mi amiga Caro Rosúa y la presentación del libro de poemas de mi amigo David, su marido.Pero de éste hablaremos mañana.

La primera se inauguró a las doce y permanecerá hasta el día 5 de noviembre en el Centro Cultural de la Victoria, un antiguo convento reformado.

Carolina Rosúa ha colocado sus cuadros junto a la sala del Museo Arqueológico, lo que permite que el visitante los disfrute al entrar a pasear entre estatuas, maquetas y cuadros, y quede admirado ante tanto arte reunido en tan breve espacio

La nave central, donde se ubica el ámbito del Territorio Sagrado en que el visitante entra en el Reino de Tartessos y de las colonias fenicias, es el ábside de la antigua iglesia. Aquí se encuentra el centro de la exposición. Algunos objetos tienen varios miles de años de antiguedad

Mi amiga Caro es de Granada y, al igual que yo, forma parte del Colectivo Cultural Aldaba, del que su marido es presidente.

No pudimos estar en la inauguración al medio día, pero a las siete de la tarde ya estaba tomando café con mi esposa sentados en una plaza junto a la entrada, merendando antes de entrar en las salas. Sanlúcar tiene una luz envidiable, que realza cualquier detalle en fachadas, jardines y monumentos. Pero bueno, dejémosno de cháchara y que las imágenes hablen por sí mismas






















































































































miércoles, octubre 21, 2009

LA LUNA

imagen de Arcos sacada de internet

La Luna y yo estamos enfadados,
no nos hablamos.
Por eso cuando toca estar llena
en mi pueblo está nublado

Yo, a la Luna, nada que agradecerle.

Cuando me siento a tu lado en el parque
y me miro en tus ojos verdes
ella se esconde y…¡llueve!

¡Vaya con la Luna!
Qué poco me quiere...
No sé porqué me odia

No sé porqué me hiere.

Desde el día en que quise
decirte un te quiero
Mirándome en tus ojos verdes
y ella salió corriendo

Para que yo no pudiera verme

Y cuando te beso en la boca

en esos labios tan dulces que tienes
y aspiro el olor de tu cuerpo
A florecillas silvestres


La Luna, celosa, se esconde
y conjura con las nubes
Me difama y me critica
¡Hasta que llueve!

La luna y yo no nos hablamos
estamos enfadados
¡Creo que está celosa!
Porque te amo

Y eso la vuelve tan loca

tanto la ha trastornado
Que cuando toca estar llena
el cielo aparece nublado


Y a ti, Luna blanca
Diosa del amor
Musa de los poetas

¿No te da vergüenza?


Ya no me haces falta

El amor que veo en los ojos
de mi amada me basta:
Ellos iluminan mi alma

y me vuelven loco.

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martes, octubre 20, 2009

MIGUEL "EL VALLADOLID"


Miguel, “el Valladolid”, era un soldador de etnia gitana de treinta y dos años, alto, con bigote y muy impulsivo en las asambleas que tuvimos en Cofrentes. Si tenía razón en un planteamiento lo defendía a capa y espada, aun contra todos los reunidos.
Por eso no es de extrañar que cuando no secundaba un paro le dieran palos hasta en su sombra. Aparte de eso, siempre concertaba un incentivo con su encargado antes de iniciar un trabajo. Si se lo daban, lo hacía rápido y bien para poder comenzar otro, si no se lo aceptaban pasaba varios días dándole vueltas al tubo que debía soldar.
Había alquilado un piso en un cuartel abandonado de la Guardia Civil del pueblo, y ese dato pintoresco—un gitano viviendo en un cuartel de la Benemérita— causaba risas entre los compañeros; pero a mí me demostraba su inquebrantable firmeza en defender sus intereses: si una casa en un viejo y destartalado cuartel le salía a mitad de precio que otras, ya podían reírse, ya, que él iba a lo suyo. No en vano, tenía cinco hijos que criar.
Miguel fue el primero que salió contratado para trabajar en el extranjero para construir una planta de gas licuado en Libia, con la empresa Rías Baixas, de Pontevedra. Lo sacaron de allí al poco tiempo escondido en un baúl de herramientas, lo llevaron así al aeropuerto y lo enviaron a España. El día antes, había estado mirando por el ventanuco de una casa del poblado a una mujer árabe mientras se bañaba en un barreño. Fue descubierto y tuvo que salir huyendo con el todo terreno; pero una banda de moros fue a buscarlo al campamento y como los guardias de protección no los dejaban pasar, instalaron sus tiendas en la puerta y lo esperaban afilando sus dagas.
Me encontré a Miguel trabajando en la línea de gas donde me enviaron castigado con Pascasio e Iñaki. Bueno, rectifico: me encontré a Miguel haciendo trabajar a una docena de negros y mulatos mientras que él permanecía sentado bajo un toldo tomando café y fumando grifa.
Como estoy escribiendo de manera muy sintetizada, he omitido algunos datos en mis anteriores entradas. Por ejemplo: que cada pareja de soldadores tenía a su disposición a cuatro peones negros para realizar el trabajo de preparación del lugar en que se iba a trabajar. Si el tubo estaba a ras del suelo, ellos habrían una zanja para que pudiésemos soldar por debajo del tubo cómodamente sentados. Si por el contrario el tubo estaba alto, ellos construían el andamio necesario. Le entregábamos dinero y los enviábamos a comprar agua, coca colas y tabaco.
A veces regresaban, otras, las más, se quedaban con el dinero y no volvían. Y como todos se parecían tanto, al cabo de tres días no sabíamos si eran los mismos ayudantes o eran otros.
Ellos sabían que eran explotados salvajemente, que nosotros cobrábamos diez rands la hora y ellos 30 céntimos. Y aunque algunos de ellos eran tan buenos soldadores como nosotros, se negaban a soldar por ese precio y preferían hacer de peones. Por eso, nada más se iba el Foreman (Encargado), se dejaban caer de brazos y se acostaban en cualquier sitio. Pascasio, Iñaki y yo, para que no les azotaran, hacíamos zanjas y andamios nosotros mismos.
Miguel había encontrado la solución al problema y nos quedamos pasmados de su eficacia. Los mismos ayudantes negros le preparaban una tienda para descansar, trajeron una silla y una mesa, y se encargaban de que una cafetera se mantuviera encendida todo el día sobre un infiernillo eléctrico:
Miguel les pagaba un Rand de su bolsillo a cada uno y ellos se peleaban por trabajar en su puesto. Por la mañana traía la mochila llena de latas de cerveza y se las ofrecía a ellos al doble, recuperando así parte de su inversión. A los negros les estaba prohibido beber alcohol, y a los blancos vendérselo; pero Miguel se llevaba una botella de coñac y les vertía un poco en el café. Y los morenos se desvivían por tenerlo contento.
Compraba paquetes de galletas y se los llevaba al trabajo, galletas que cambiaba por hierba. Los paquetes vacíos de galletas regresaban por la tarde al campamento llenos de grifa, y Miguel los vendía entre los grifómanos. Aparte de ése, montó otro negocio: sus ayudantes traían por las noches a sus hermanas, primas o amigas en una furgoneta y aparcaba a medio kilómetro del campamento. Miguel conducía hasta ellas a españoles, libaneses y franceses poco exigentes en cuanto a principios morales y medidas de higiene, y se desfogaban por 3 rands, de los que un tercio iba a parar al bolsillo de Miguel.
Miguel hizo tres campañas de seis meses cada una en Sasol; no fue jamás más allá de Secunda, a 7 km, y cuando regresó a España, sabiendo que cuando iban en grupo los aduaneros no miraban las maletas, se colocó en medio de todos nosotros (regresábamos noventa trabajadores, los unos de vacaciones; los otros, licenciados) al salir del avión y logró pasar una maleta grande cargada con paquetes de galletas rellenos de marihuana prensada.
Según dijo en la cafetería en la que nos despedimos, la maleta valía un millón de pesetas de entonces. Nos volvimos a encontrar años más tarde en la Central de Almaraz, en una parada técnica Lo encontré muy demacrado, era igual de pobre y de avaricioso; le habían violado a una hija y otra tenía los brazos plagados de pinchazos de heroína.

"Cuanto más posee el hombre, menos se posee a sí mismo (Arturo Graf)"
“No es más rico quien más tiene, sino el que menos necesita”.
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viernes, octubre 16, 2009

KIMBERLEY

El vacío dejado por los españoles que fueron expulsados por el Gobierno por infringir la ley, fue rellenado por una nueva expedición procedente de Huelva. Venían recomendados por un tal Antonio Romero, el encargado que menciono en el tema Sudáfrica 3, de esta forma: “el encargado español — un enchufado de Huelva que no tenía idea de soldaduras ni gaseoductos; pero que hablaba inglés perfectamente y figuraba como intérprete”.

No sé qué parámetros siguieron en las pruebas de aptitud profesional para enviarlos a Sasol, pero dudo mucho que fuesen las mismas a las que nos enfrentamos en Madrid. Entre expertos soldadores se camuflaban panaderos, albañiles y otros que carecían de oficio, lo que explicaba la gran cantidad de reparaciones en las soldaduras. Los americanos, muy enfadados por la baja calidad del trabajo, reunieron al personal y amenazaron con devolverlos a España si no enmendaban. Antonio Romero me acusó de no hacer bien mi trabajo, de señalar fallos que no existían para desprestigiar a sus soldadores. A partir de ahí, cada vez que yo hacía una radiografía se la mostraba al americano para que él la interpretara. Al menos cuarenta hombres de Huelva fueron apartados de la línea de tuberías.La empresa los envió a una escuela de soldadura para enseñarles a soldar, mediante un curso acelerado de dos meses a diez horas diarias. Al parecer les salía más económico que despedirlos.

Antonio Romero, arropado por una docena de sus buenos soldadores (también los había) se enfrentaron a mí y a Iñaki, insultándonos y amenazando con represalias si les expulsaban por nuestra culpa. Le decíamos que nosotros realizábamos bien nuestro trabajo, que eran ellos quienes no hacían bien el suyo: las radiografías lo cantaban.
Romero me insultó; yo hice alusión a su astas y le mencioné a sus muertos. Y nos agarramos. Los otros se aliaron con él, y Pascasio Díez, un zamorano, que además era karateca y gustaba de enseñar en todos lados su carnet de cinturón marrón, salió en mi defensa y le arreó tal patada en el rostro al encargado que lo tiró al suelo. Este, enajenado, llamó por el walkie al americano y le explicó lo que quiso en inglés. El texano, furioso, se dirigió a Pascasio y a mí y nos ordenó regresar al campamento: estábamos despedidos.

Cuando llegamos a la oficina, el director nos dijo que había recibido órdenes de enviarnos a España al día siguiente. Aquella noche, “los de Huelva” (así se les llamaba) celebraban su triunfo cantando fandangos y bailando; pero la voz de lo sucedido se corrió por el campamento y el resto de españoles fueron a ver al director para anunciarle que, si nos despedían, ellos también se iban. Alegaron que ya estaban hartos, todo había ido bien hasta que llegaron los otros. Una de dos: o se iban los de Huelva, o los del norte. Y el director habló con el Mr. Ryan, el texano, y éste conmutó la pena y nos castigó a trabajar en una zona alejada de los españoles con italianos, libaneses y franceses.

Yo perdí el puesto de control de calidad y me pusieron a soldar con Pascasio, uno por cada lado del tubo. Iñaki vino con nosotros de ayudante.
A medida que pasaba el tiempo fueron apareciendo carteles en los hoteles y restaurantes de la zona en los que se leía: “Prohibida la entrada a españoles”. Los de Huelva creían que todo el mundo adoraba el cante flamenco, el taconeo y las palmas, y, sin respeto por otras culturas, se ponían a cantar y bailar en todos los sitios, robando la intimidad de las parejas de enamorados que cenaban en los restaurantes los fines de semana, e impidiendo escuchar la música pop del local.
Habían oído que nosotros, antes de su llegada, pedíamos permiso al esposo para sacar a su mujer a bailar, y ellos, de común acuerdo, aceptaban. Y estos recien llegados de Huelva molestaban a las mujeres, aferrándolas del brazo para sacarlas a bailar en presencia de sus novios o maridos. Al no encontrar ninguna que quisiera bailar, ocupaban la pista bailando ellos mismos agarrados como pareja, cosa abominable en un país machista y facista. Un sudafricano, ante la insistencia de un onubense que no aceptaba un no por respuesta de parte de su esposa, se levantó y le arreó un puñetazo made in Jhon Wayne que lo dejó en el suelo. Aquella noche se armó el escándalo, y fue a consecuencia de eso que aparecieron las prohibiciones de acceso para los españoles en los restaurantes y salas de fiesta de Evander, Trichard y Secunda.

Tras un mes de privaciones, logré reunir quinientos rands y me dispuse a quemarlos en un fin de semana recorriendo mundo. Julio me había hablado del Big Hole, el agujero más grande abierto por el hombre, y decidí ir a verlo. Iñaki dijo que no me acompañaba porque no tenía un céntimo: se lo había gastado todo en el hotel Holliday In, en Secunda. Pascasio, que hablaba inglés, aceptó venir conmigo.


El viernes siguiente, por la tarde, llegamos a Johannesburgo y nos quedamos en el Carton Hotel, y por la noche pasamos por la Casa de España para quedar con Julio.Al día siguiente nos estaba esperando en la puerta del hotel con su Mazda, y nos lanzamos hacia el sur a devorar los 500 kilómetros que nos separaban de Kimberley
En 1886, un tal Erasmus Jacobs encontró en una ladera una piedra blanca, que resultó ser un diamante de cinco gramos. Cinco años más tarde, otro buscador encontró uno de 16 gramos. La noticia dio la vuelta al mundo y provocó una estampida de mineros ingleses hacia ese lugar. Construyeron viviendas y comenzaron a cavar en la ladera.




La colina desapareció. Continuaron excavando hasta hacer un agujero de 240 metros de profundidad, de donde lograron sacar tres toneladas de diamantes. La mina se cerró en 1914. La ciudad que emergió en torno a ella, Kimberley, fue la primera población en el sur de África en instalar el alumbrado eléctrico en sus calles; en 1896 se inauguró la primera Escuela de Minas y la primera Academia de Aviación.


En Kimberley aún funcionaban cuatro minas de diamante. Contaba por entonces cien mil habitantes, de los cuales el 65% eran mestizos. La nuestra, fue una visita rápida pues el lunes, tal como estaban las cosas, no podíamos faltar al trabajo. El mes siguiente cumpliría los seis meses de contrato, y me tocaba venir de vacaciones a España.

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lunes, octubre 12, 2009

SUDÁFRICA, UN PARAÍSO PARA BLANCOS

Escarmentado por los anteriores sucesos, yo huía de la compañía de españoles en mis viajes largos. Una cosa era ir a la taberna de Secunda, a siete u ocho kilómetros, donde en caso de peligro uno podía tomar un taxi y regresar rápidamente al campamento, y otra, encontrarse a ciento cincuenta kilómetros en una ciudad de dos millones de habitantes, sin conocer el idioma ni a nadie. En cualquier momento un estúpido compatriota, el que menos te imaginabas, te podía meter en un problema y acabar en la cárcel. Fue lo que le sucedió a más de uno.

El primer viaje que realicé a la capital, ante la mirada curiosa de las bandas de avestruces que me saludaban lo largo del camino, me alojé en el Johannesburg Hotel, un edificio de ocho plantas, a 30 rands la noche, que disponía de dos discotecas, cafetería, restaurante y piscina. Pero en la cafetería me encontré con un grupo de soldadores ingleses del campamento, que habían venido en un autocar.

Los ingleses son
extremadamente educados y elegantes cuando están sobrios, pero a la cuarta cerveza, y las toman por docenas, no sé dónde meten tanto líquido, se vuelven locos y les da por romper jarrones, tirar de las alfombras cuando alguien sube por la escalera, meterle mano a las camareras del restaurante cuando pasan cargadas con sus bandejas, etc. No, no crean que solamente los hinchas del fútbol británicos son despreciables en su comportamiento; son casi todos todos los ingleses cuando beben más de la cuenta. Al igual que en las ciudades donde acuden para presenciar la Champion League, en Johannesburgo la policía debía echarlos de los hoteles, previo pago de elevadas sanciones. Los metían en el autocar y los enviaban de regreso a Sasol.
Esa noche la pasé en la discoteca, escuchando música y hablando con unas chicas portuguesas de
Mozambique hasta altas horas de la madrugada. Ellas me informaron de todas las atracciones que ofrecía la capital.

Delante del hotel había un tablero de ajedrez gigante, una plazoleta de unos 25 metros de lado, donde las fichas eran personas, que se instalaban ellas mismas en los grandes cuadros negros y blancos, y jugaban la partida. Unos eran reyes, otros reinas, otros las torres, los caballos, peones…, y cada cual se movía según lo requería el juego hasta finalizar la partida. Había multitud de personas presenciando la partida alrededor del tablero.

Fui al mercado indio, un edificio controlado por los hindúes, donde se podía encontrar de todo lo que se buscase, desde un vestido a un collar de diamantes, a un precio más económico que en las lujosas tiendas del centro




Aprovechando que hacía un tiempo muy soleado, fui al parque a tumbarme en la hierba antes de comer al medio día. Por la tarde iba a centros comerciales y a ver monumentos y plazas. Por la noche fui a la Casa de España, un local que me habían indicado las chicas portuguesas la noche antes en la discoteca.

Resultó que de España sólo tenía el nombre, dos
pósteres de la Feria de Sevilla y una botella de anís del Mono. Los dueños y empleados eran portugueses, la música de Amalia Rodríguez y casi todo lo que servían era portugués. Julio, un español, de El Ferrol, que trabajaba de ajustador en Sudáfrica desde hacía treinta años, estaba cenando solo en una mesa y el dueño me lo presentó. Me senté a su mesa y cenamos juntos; luego, en el transcurso de la noche, bien acompañados, dimos cuenta de la única botella española que tenían en el bar.

Julio me informó de que en el
Carton Hotel organizaban excursiones para sus clientes a una reserva no muy lejos de la capital. Anoté el nombre del hotel, era de lo mejor de la ciudad. Según dijo Julio, tenía más de 30 plantas, y costaba 60 rands noche. En sus salas de reuniones se reunían los empresarios, y la gente VIP de la ciudad acudía a cenar presenciando las actuaciones de los mejores artistas del momento. Contaba con 603 habitaciones.

En 1998, debido a los cambios que se precipitaron en el país y a las dificultades económicas que los acompañaron, cerró el hotel. Pero para eso aún faltaban muchos años. Aquel día decidí que en mi siguiente viaje me hospedaría en el Carton.




Estaba ubicado en la avenida más importante de la ciudad, junto al rascacielos más alto de África en el último siglo. El Carlton Center: una torre de 50 plantas y 223 metros de altura dedicada al ocio


Julio, envuelto en vapores de anís mezclado con vino de Oporto y Málaga Virgen, y con el orujo que reglamentariamente debe tomar un gallego antes de irse a dormir, me contó que se fue a Sudáfrica cuando nació su hija, y que no ahorraba lo suficiente como para poder venir a ver a su familia cada año. Hacía cinco que no venía a España. Cada mes enviaba una mensualidad a su familia, lo que le permitió pagar los estudios de medicina a su hija. Tenía alquilado un apartamento en Johanesburgo, adonde iba todos los fines de semana.

Me explicó que, al igual que todos los sudafricanos, los residentes extranjeros debían pagar el 50% de impuesto de sus salarios. No como nosotros, que veníamos contratados con cláusulas especiales. Nuestro salario era ingresado neto en nuestras cuentas.

Lo único que yo tenía eran los 20
rands diarios del plus de asistencia que me daban para mis gastos, y algunas horas extras, dinero que yo acumulaba, y cuando reunía lo suficiente para pasar un buen fin de semana, me escapaba del campamento.

Estaban prohibidas y
duramente castigadas las relaciones sexuales interraciales, pero Julio me demostró cómo los blancos se saltaban esa ley: las avenidas de la gran ciudad se llenaban de paseantes los fines de semana; el blanco paseaba entre la gente de color, y cuando una chica le interesaba, le hacía un guiño y ella lo seguía a quince o veinte metros de distancia. Cuando llegaban al edificio donde el blanco habitaba, en este caso Julio, él mostraba con los dedos el número de planta y se quedaba atento tras la puerta, presto a abrir enseguida para dejarla entrar. Eso explica que en un país controlado férreamente por el sistema nazi del Apartheid, y a pesar de que el sexo entre blancos y negros estaba penado con seis meses de cárcel, nacieran tantos millones de mestizos.

Cerca del Hotel
Carton hay una mina de oro, que aún funciona y recibe visitas de grupos organizados de turistas. En el hall del hotel se exponían joyas, esculturas, y pieles. Una alfombra con la cabeza de un león costaba 1200 rands, y los diminutos diamantes engarzados en anillos o pendientes, por el estilo.

La última vez que estuve en Johannesburgo, próximo ya mi regreso a España, compré media docena de relojes de los que estaban de moda por aquellos años: Citicen automáticos, sin pilas, ni cuerda: funcionaban con el pulso de la muñeca. Un par de brazaletes tallados de marfil, juego de pulsera, anillo y collar del mismo material y una joya para mi esposa.
Pero antes de que llegase ese día, realicé otras visitas.

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