Lo cierto es que ahora apenas quedan barcos en El Puerto: los han desguazado casi todos en lugar de repararlos. Los armadores, han cobrado de Bruselas sus buenos dineros por hacerlo; los marineros han ido a engrosar el número de parados del pueblo.
En aquellos tiempos tenía yo un amigo que era marinero, un compañero del bar adonde yo acudía a diario a degustar unas copas de vino fino después del trabajo. Allí nos encontrábamos, a veces, cuando él volvía de la mar después de varios días sin pisar tierra. Apoyado en el mostrador me contaba, mientras se bebía una copa detrás de otra hasta que se derrumbaba, el peligro que había corrido, el miedo que había pasado dentro de aquel cascarón, de carcomida madera, al que llamaban barco:
–Imagínate por un momento la escena, amigo: En un pequeño cuchitril dormíamos diez hombres amontonados, sin contar el patrón, que ése tenía otro cuarto. Cuando estaba en mi litera, en días de temporal, sentía la enorme fuerza de las olas golpear contra la débil madera que me separaba del mar. Y por las viejas juntas de las tablas el agua entraba y mojaba las sábanas de mi cama. No teníamos lavabos ni retretes… Para lavarnos, se sacaba el agua del mar en un cubo, pues el agua dulce, para beber se guarda. Y si quieres hacer lo demás te bajas los pantalones, sacas el culo por la borda y… ¡hala, a soltar en el agua!
–¡Pero eso es increíble! ¿Y en esas condiciones te embarcas de nuevo? –preguntábale yo, sereno, pues llevaba bebidas menos copas que él.
– ¿Que otra cosa puedo hacer? Yo he nacido marinero, de padres marineros. No sé hacer otra cosa que navegar, echar las redes y pescar. Pasar varios días en la mar y, cuando vuelvo a casa, emborracharme para olvidar. ¿Sabes tú, compañero, a cuántos marineros se ha tragado en un golpe la mar cuando estaban solos en la cubierta, con el culo al aire y haciendo su necesidad? Pregunta… Sí, pregunta en El Puerto a cuántos marineros se ha llevado la mar. ¡Oye, tú, compañero!-le decía al camarero-, tú no dejes de llenar, que nunca esté vacía mi copa, aunque me veas lleno y que no pueda más..., que ya vendrán los míos para llevarme a casa y meterme en mi cama, de limpias sábanas, para dormir la mona sin pensar en nada.–Luego, mirándome a mí, continuó diciendo-: ¡Si tú supieras, amigo, lo que hay que tragar desde que salimos de El Puerto hasta que volvemos a la lonja a descargar! Hay que pagarle al moro para que te dejen pescar, aunque no estés en su mar. Si no, te llevan a puerto y te detienen, te quitan la carga y te encarcelan hasta que alguien pague la multa por pesca ilegal. Y eso sucede aunque el barco se halle en agua internacional. Pero ese detalle ellos lo niegan, y te encuentras solo; hay que pagar. Y se quedan con la carga, el fruto de nuestro trabajo. Por eso el patrón carga su barco de vino, tabaco y dinero antes de salir de El Puerto. Dinero que en la mar no se puede gastar: es para pagar el chantaje de los guardias moros que te vienen a abordar.
No sé si lo que mi amigo contaba era verdad o producto del vino que se había bebido, pero esa canción yo la había escuchado antes, interpretada por otras personas, y me acordé del refrán “Cuando el río suena…”
No volví a ver a mi amigo, y como nunca supe quién era ni su nombre, pienso que pudo haber estado en el Calpe Quintan´s, cuando lo del naufragio.
En aquel fatídico viaje, de El Puerto salieron a bordo del "CALPE QUINTAN¨S una docena de marineros y tan solo volvieron dos: uno vivo, el otro muerto. No pudieron utilizar las lanchas salvavidas porque, según dicen, estaban… ¡rotas!
En medio de una fuerte tormenta, un buque francés escuchó la llamada de socorro que hizo el barco y acudió a prestarles ayuda. Les lanzó una red para que trepasen por ella, pero la mar estaba tan agitada, tan fuertes eran sus olas, que la mayoría de los que lo intentaron murieron golpeándose contra el casco del carguero.
En la investigación que siguió, algo debía de haber de oscuro, pues nadie quería hablar de ello.
En memoria de los marineros muertos escribí un poema. Se lo mostré al representante sindical de ellos por si quería incluirlo en el Boletín de la Cofradía de Pescadores y me dijo:
–Mejor es que lo rompas que hablar de eso, pues lo que pasó nadie lo sabe; los marineros están muertos.
– Pero uno vive- insistí.
– Sí, pero ése no dirá nada: cobrará su dinero y lo olvidará. No, mejor es que rompas eso.
Al año siguiente, la víspera del aniversario de aquella tragedia, llevé el poema grabado en una cinta a la emisora de radio de El Puerto y les dije que era un homenaje a los que el día siguiente, el 31 de marzo de 1988, cumplían el primer aniversario de su terrible naufragio.
No lo retransmitieron. La emisora sólo recordó las circunstancias del naufragio. Al día siguiente fui a recuperar mi cinta, pues aún no había registrado mi poema como autor. “De qué cinta nos habla usted? Aquí nadie nos ha traído ninguna”, me respondieron.
Al salir de la emisora me pregunté: ¿Habría algo de cierto cuando aquel compañero del sindicato me dijo “Mejor es que lo rompas y no hables de eso”?
De todas formas, aquí está mi poema. Lo escribí en memoria de los marineros, de todos ellos: los vivos y los muertos… De todos aquéllos que navegan mar adentro, como el amigo del bar. Pobrecito.
¡Va por vosotros marineros! Y que los responsables de aquel siniestro carguen en sus conciencias con los silencios que siguieron a aquellos hechos, lamentables, en los que tantas vidas se perdieron.
EL NAUFRÁGIO DEL CALPE QUINTAN¨S
Marinero portuense
que te echas a la mar,
arriesgando tu vida
para ganarte el pan.
¿Cuántas veces
te lanzaste con valor
a ese mar tan grande y fiero
en un viejo cascarón?
Silba fuerte el viento.
La noche está oscura.
Olas grandes y negras, cae la lluvia.
El barco, descontrolado y herido,
gira y gira. No hay luna.
No era ese tu mar, marinero,
aquél que te vio nacer.
Era un mar extraño, fiero.
Tú no pudiste con él.
¡SOS! La radio llama
¡El barco se hunde, lanzad las lanchas!
¿Las lanchas? ¡Están rotas!
El capitán se alarma...
Y una voz: ¡Hombre al agua!
Un barco, que por allí pasaba,
por más señas francés,
les prestó una ayuda rara:
¡En vez de lanchas, les echó una red!
Con lágrimas en los ojos,
la cara asustada y agarrado a la red,
rompían tu cuerpo las olas ¡Malditas olas!
Contra aquel barco francés.
Que soledad tan grande
en medio de aquellas olas.
Olas grandes, negras. ¡Malditas olas!
¿Qué hacen los del barco?
¿Por qué no se asoman?
Ya no hay barco marinero,
sólo olas, ¡muchas olas!
Y sientes mucho frío,
mucho dolor y mucho miedo.
Qué oscuridad más grande
va rodeando tu cuerpo.
Ya no te duelen los golpes,
te duelen tus pensamientos:
“Qué lejos estoy de los míos,
qué lejos estoy de El Puerto…
¿Cuánta gente, allí en mi casa,
por mí, estarán sufriendo?”
Marinero portuense
que te echaste a la mar,
ya no hay luz en tus ojos.
Tampoco hay luz en tu hogar.
Las campanas de la iglesia
están tocando a muerto
y aparecen paños negros
en los balcones de El Puerto.
Los naranjos de la calle Larga
arrojan sus flores al suelo,
porque El Puerto está de luto,
ellos se visten de duelo.
Ya ha tocado la campana
de la iglesia Prioral Mayor.
Se está llenando el templo,
la plaza, y las calles de alrededor.
Allí acudíamos todos
con la misma devoción.
Señores con buenos trajes
y otros de menos valor.
Y uniformes de todos los colores:
blanco, azul, verde y marrón.
Mujeres había que lloraban
frente al altar mayor.
Era el adiós de un pueblo
unido por el dolor.
Adiós, marinero,
¡marinerito, hermano!...
¡Adiós!
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