« Mari Luz abrió la ventana y se asomó al balcón. Éste
daba a un patio interior ajardinado e iluminado por unos faroles adosados a los
muros. Mari Luz descubrió jazmines, rosales y helechos entre los naranjos y
limoneros que adornaban el patio. Su mirada se posó en el pozo que había en el
centro del jardín, de brocal redondo y blanco, y rodeado de macetas de geranios
rojos. Sobre el brocal había un arco de hierro forjado, del cual colgaba una
garrucha con una soga de cáñamo, atada en uno de sus extremos a un cubo
abollado de metal galvanizado. Mari Luz cerró los ojos y aspiró el aroma que
ascendía del jardín. Luego abrió los ojos y miró al cielo, donde unas nubes
oscuras huían, escandalizadas por el bullicio de la noche portuense. La
contaminación lumínica impedía ver las estrellas; pero la Luna le sonreía,
intuyendo una velada de ensueño.
Mari Luz dejó la ventana abierta y se giró hacia su
amigo Juan. Éste, embelesado, se acercó y la abrazó. Ambos sintieron una
sensación indescriptible, la ternura de ella y el ansia de poseerla del joven
convertían el momento en mágico.
Mari Luz se dirigió al baño y abrió el grifo para
llenar la bañera de agua. Luego regresó junto a Juan, y comenzaron a desnudarse
mutuamente, besándose a medida que descubrían sus secretos. Una vez desnudos,
Mari Luz tomó la mano del chico y se lo llevó al baño. Después de darse un buen
baño de sales mezcladas con besos apasionados y expertas caricias, se fueron a
la cama. Entonces se desataron todas las emociones y se fundieron sus cuerpos y
almas, disfrutando del placer hasta caer rendidos.
Un manto color púrpura cubría las montañas gaditanas,
al Este, y la masa de nubes ancladas sobre éstas lucía orlas anaranjadas
cuando, abrazados y felices, los dos amantes se quedaron dormidos.
Mari Luz caminó descalza sobre una alfombra de nubes
blancas, y desde ellas admiró las cumbres del Mulhacén cubiertas de nieve. Por
sus laderas bajaban torrentes de agua clara, formando arroyuelos entre los
árboles y las zarzas. Entró en el Generalife y luego siguió una senda que
conducía a la Alhambra y entró en el suntuoso palacio. Visitó todas las salas,
bajó al patio y leyó la frase grabada en la fuente. Vio venir hacia ella una
hermosa yegua blanca, que se detuvo a su lado. Después de acariciarla durante
unos minutos, hablándole con dulzura, se montó en ella y salió al galope a
través de los campos andaluces. Dejó a un lado los numerosos castillos que
aparecían en su camino hacia Córdoba. Llegó a la Mezquita y se detuvo en un patio
de naranjos; descendió a los baños árabes y se bañó con el Califa en el agua
fresca y perfumada que unas doncellas bellísimas acarreaban en ánforas de
porcelana. Entonces se acercó a ella una princesa, que la miró a los ojos y
dijo:
— ¡Mari Luz, muchacha! No estés triste ¡Anímate! Goza y
disfruta de la vida que te ha sido regalada. Hazlo antes de que sea tarde y
cuando quieras hacerlo no puedas disfrutarla...
—¿Y tú quién eres? —inquirió Mari Luz.
—Soy Azahara, una esclava. Me trajeron del lejano Oriente,
arrancándome de los míos y de las cosas que más amaba. Disfruta ahora, y mañana
monta en tu yegua y corre, ¡escapa! Está a punto de comenzar una feroz batalla
por tu causa.
Y Mari Luz abrazó al Califa y acarició su cuerpo hasta
que éste, enardecido, la poseyó. Luego se montó en su yegua y se fue cabalgando
por la campiña. Deambulando por los pueblos andaluces, pasó frente a la
Alcazaba de Málaga, donde unos arqueros le lanzaron sus flechas envenenadas.
Escapó al galope hasta que atisbó el tajo que ciñe la ciudad de Álora. Rodeó la
villa y continuó cabalgando, perseguida ahora por las huestes del rey de Ronda,
hasta que llegó a Sevilla. En la dársena de la Torre del Oro se ocultó en una
nave de velas blancas, que transportaba tinajas de arcilla llenas de aceite de
los olivares de aquellas tierras pardas. Y la barca la llevó río abajo hasta
las puertas de la fábrica, donde su marido y Carlos, ambos con las caras por el
odio demudadas, la esperaban…
—Despierta, Princesa; ha llegado la mañana —musitó el
Califa, besándola.
Mari Luz se despertó, sobresaltada, y se abrazó a
Juan. Sabía que quedaba muy poco tiempo para que acabase su extraordinaria
aventura amorosa, y que luego volvería a hundirse en la ciénaga de la rutina.
Comenzó a besarle, consciente de que no tendría otra oportunidad; acarició
dulcemente su cuerpo joven y esbelto, y se abrazó a él como si quisiera
apoderarse de su alma.
Juan, exhausto, yacía boca arriba con los ojos
entornados y se dejaba hacer.
Mari Luz aún tenía ganas de poseerlo, pero no
insistió. Permanecieron aún durante una hora abrazados y mimándose antes de
levantarse.
Después de ducharse, bajaron al comedor y pidieron el
desayuno: café y pan tostado untado con tomate y aceite de oliva. Mientras
comían, Juan la observaba en silencio. De súbito cogió su mano y se la besó.
—Recuerdo perfectamente que tu nombre es Mari Luz, pero
prefiero llamarte Princesa. Aparte de eso no sé nada de ti —musitó.
—Así está bien. Yo soy tu Princesa; tú, mi Califa. Lo
demás carece de importancia. »
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