LA MUJER DEL TREN
(imagen tomada de la red)
(imagen tomada de la red)
Un puñado de caritativos vecinos va detrás del coche desvencijado que carga a la difunta. Don Simón, enjuto, calvo y tristón sabe que todos tuvieron compasión de ella, pero nadie movió un dedo para evitar tal desenlace, ni él se esforzó por impedirlo. Camina cabizbajo detrás del féretro con su sombrero de pana gris en mano. -“Esto tenía que terminar así”, retumba en su sien como un picoteo de pájaro carpintero mientras iba abstraído camino al cementerio. Desde lejos, al pie del barranco del arroyo Mburicaó, se avista la cruz mayor del camposanto. A medida que el minúsculo cortejo avanza esquivando malezas que se remolinan sobre los viejos rieles, jirones de escenas entrecortadas se suceden en su recuerdo.
Años atrás, una fría mañana de invierno, Abelardo, su compañero de trabajo en el ferrocarril, fue al templo La Piedad para estar en el bautismo de su primera hija. Llegó justo cuando el viejo abad benedictino decía: “Catalina, yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Abelardo, al escuchar esas palabras, se tomó la cabeza con sus esqueléticas manos y quedó exánime. Aturdido, no pudo dar un paso adelante porque sus ojos se perdieron en una tenue niebla oscura y creyó caer de bruces. Tragó una bocanada de aire y avanzó hasta el baptisterio para detener la ceremonia. Él había elegido para su hija el nombre de “María Esperanza”, pero llegó tarde. En ese momento divisó un pájaro negro estrellarse torpemente contra los descoloridos vitrales del viejo templo y le invadió un estupor. Un sudor frío le corrió por la sien y temió que el destino se ensañara con la vida de su hija.
La madre de la pequeña, con rasgos de gitana y apenas 26 años revela indicios de una demencia precoz. Desde el primer síntoma de su embarazo, intuyó que sería una niña y se obstinó en llamarla Catalina, como ella, su abuela y su bisabuela, quienes muy jóvenes, terminaron sus vidas en el hospital neuropsiquiátrico de Asunción, tras recorrer desquiciadas las calles de la ciudad y la ribera del río Paraguay.
La niña Catalina, endeble y mal nutrida, de ojos grandes pero de genio muy noble, quedó bajo el austero cuidado de la señorita Gertrudis, maestra jubilada y militante de la “Legión de María”, ya que la madre frecuentemente era hospitalizaba por sus disturbios mentales y Abelardo, maquinista de tren, sólo la visitaba cuando tenía día libre en el trabajo.
Cuando cumplió 15 años, Abelardo quiso ser un padre como todos. Encargó una fiesta en el Club social del Sindicato con el esforzado ahorro de cuatro años. Deseó atraer la mirada de la vecindad y de modo especial la de algún joven pretendiente. Tenía la secreta ilusión de asegurarle un esposo, pero sobretodo, quería sacarse de encima el peso recriminatorio de no haber sido un buen padre. La joven, tímida y recatada, admirada por sus virtudes muy pronto encontró novio. Abelardo cree que Roberto no es el mejor postor, pero, por lo menos aspira a ocupar un puesto en la Empresa Ferroviaria. La sexagenaria Gertrudis se sintió henchida de orgullo al casar a su criada, porque su temor era verla embarazada sin que nadie se hiciera cargo de ella.
Cada mañana, Catalina va a la Estación a esperar el tren que trae a Roberto y a recoger el bolso gris con ropas a olor de aceite y cigarro. Lava y plancha con mucho esmero, como la única obligación de su vida. Nunca faltó un manojo de pacholí en su enjuague para darle un exquisito aroma a la ropa. A la mañana siguiente dejaba en el mismo lugar, colgando en una de las oscuras ventanillas del viejo andén, ritual que repitió fielmente, desde el otoño en que se casaron.
No pudo finalizar un embarazo; una y otra vez los abortos se sucedieron sin alcanzar siquiera los tres meses. Las secuelas hicieron mella y su forma de ser se alteró como un maizal azotado por un viento huracanado. Se volvió taciturna. Empezó a descuidar su casa, las plantas del jardín ya no florecen, el gato se volvió huraño, y Pegy, el guardián, se mudó al vecino. Vagaba desaliñada por las calles a cualquier hora del día y comía del plato misericordioso de los vecinos. La gente veía repetirse en ella la triste historia de su familia materna.
Roberto ante tal situación, se acobardó. Sólo él sabía lo que decidió después de aniquilar su conciencia de hombre enamorado. Una noche llegó con una caja de regalo; era una muñeca con ojitos azules y cabellos plateados. Catalina, con una amplia sonrisa la apretó con ternura contra su pecho y no se separó de ella nunca más. Roberto no pegó el ojo en toda la noche por que el desasosiego le alteró el corazón y sintió un peso que le apretaba como piedra. Al día siguiente, antes del amanecer, la despertó sigilosamente de su inocente sueño, la amó con pasión y la hizo feliz. Bebió un café amargo y con un beso en los labios se despidió de ella. Catalina quedó tiernamente extasiada y asida enfermizamente a su muñeca, creyendo que mientras dormía la comadrona del barrio le devolvió la hija que había perdido. Desde aquel día, Roberto nunca más recogió el bolso. Desahuciado se trasladó a la frontera intentando sepultar su vida pasada, y para no desmerecer su creencia cristiana evitó ponerse una soga al cuello.
Pasaron años y Catalina acudía puntualmente a la Estación para esperar el primer tren de la mañana. No la detenía la intermitente tos que la aquejaba, ni la lluvia, ni la tormenta, ni la escarcha del invierno. Los transeúntes de la estación conocen el contenido de aquel bolso gris y nunca nadie osó tocar porque era el lazo de amor y fidelidad que unía a aquel matrimonio que ya no existía. Lasmalas lenguas le dijeron que Roberto había muerto en un descarrilamiento de tren en uno de los viajes hacia el Brasil. Ella lloró, prendió unas velas frente a una destartalada repisa de Santa Catalina de Siena, recuerdo de su abuela, y se vistió de luto, pero la noticia no cambió su manera singular de pasar sus días, ni las ansias de esperar el tren de cada mañana.
Ayer, Catalina no regresó a su casa. Nadie supo exactamente qué rumbo tomó. Algunos vecinos la vieron juntar ramas secas en el Parque Caballero, sin precisar a qué hora, otros recuerdan su andar cansino y desorientado cerca del río. Ya entrada la noche, bajo una fría tormenta encaminó sus pasos a la solitaria y lúgubre Estación. Como un ermitaño penitente, se acomodó apaciblemente en un viejo banco de madera frente al ventanal desde donde siempre veía llegar el tren de las cinco.
Hoy, el tren venía echando humo y su silbido rompía el frío amanecer de mayo. Llegó y partió como siempre, pero Catalina ni se inmutó. Siguió en su postura inmóvil. Don Simón, con su mate en mano y una pava sobre el brasero para mitigar el frío del crudo invierno, la miró de reojo, más bien atento a lo que decía la radio: “En nuestra ciudad capital la sensación térmica es de seis grados bajo cero…”. La dejó que siguiera durmiendo, “total nadie clama por ella en su casa”, pensó.
Antes de salir el sol, se escuchó el pitar del otro tren, el que va a Sapucai. El vaivén de los transeúntes que hace chirriar el antiguo piso de madera y las carcajadas de las chiperas no despertó a Catalina. Entonces don Simón se acercó para darle los “buenos días”, pero no hubo respuesta. Cuando levantaron la fina manta que la cubría, sus brazos estaban asidos fuertemente a María Esperanza, su muñeca, y el bolso gris cargado con viejas ropas de Roberto, bien zurcidas y perfumadas.
Su rostro sonreía exangüe y gélido.
Buenisimo he interesante relato, con un gran mensaje, cuidado con el nombre que le ponemos a nuestros hijos, podría ser una carga para toda la vida. Felicidades A TU AMIGA. Besos
ResponderEliminarGracias, Mercedes.Ella no sabe que le he tomado prestado su relato y vendrá cuando vea que he puesto una nueva entrada, siempre lo hace.Entonces ella misma te responderá. Besos
ResponderEliminarHola querido Juan.
ResponderEliminarYa sabes que siempre pispeo por tus nuevas entradas para leerte. Siempre te leo con mucho interés por los diversos temas que tratas y lo haces muy bien, excelentemente; sean relatos, vivencias, poemas, fotos, etc, etc.
Esta vez me soprendiste y muy gratamente, me vi reflejada en tu ventana y me siento muy agradecida. Gracias por los conceptos que generosamente me atribuiste, no soy nada de eso, apenas un amateur que intenta hilvanar algunas cosas...
Gracias por tu amistad.
Va para mis cálidos abrazos,
y que tengas una feliz semana.
Gracias Mercedes por tu lectura,
ResponderEliminarun abrazo cálido.
Se me olvidó poner que también eres modesta, querida genessis.
ResponderEliminarSerás amateur o no, pero a mí me encanta leerte, y para mí es un placer compartir tus excelentes escritos con mis amigos.
Seguimos leyéndonos, querida amiga.Un beso
Gracias Juan,
ResponderEliminareres un tesoro que escribe.....
Bendiciones.
Pace e Bene!