Cuando he salido del baño, los cristales y paredes estaban cubiertos de vaho. Me he mirado en el espejo y me he quedado pasmado: al fondo del cristal, entre las brumas he visto a un hombre mayor caminando con una mochila por un camino.
Era un hombre de mediana estatura, medio calvo y algo encorvado por el peso de sus penas. Tenía los ojos húmedos y enrojecidos, febriles, y la mirada fija en el horizonte, donde se perdía de vista el camino.
Llegó a un paso a nivel que tenía las barreras echadas, cortando el paso a un autocar lleno de gente que viajaba, intuyo, para celebrar el puente de la Constitución.
Recordé haberle visto seis meses antes en un encuentro de amigos poetas. Justamente hoy, comienza otro encuentro en el mismo lugar. Esta vez yo no he querido ir. En el anterior recital, los fantasmas del castillo me robaron el alma, y desde entonces estoy vacío y sufro de soledad.
De pronto sonó un silbido y el tren apareció por la izquierda, pasando a gran velocidad junto al hombre. Me dio tiempo a leer en un vagón Madrid — Cádiz, y al poco de haber pasado se elevaron las barreras para dejar pasar al autobús.
El hombre se detuvo a mirarlo y leyó el cartel de destino sobre el parabrisas: VIAJE A LA NADA.
"Éste es el mío", exclamó el caminante. El conductor le abrió la puerta y pude ver su rostro: bajo la gorra del uniforme unos ojos de fuego, incrustados en una pálida calavera, me observaban.
El caminante guardó en el portaequipajes lateral su mochila y se montó en el autocar. Cuando se hubo sentado junto a una ventanilla, se giró hacia mí y me saludó con la mano. Le reconocí: ¡Era yo mismo!
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