Estaba el abuelo en el balcón mirando el bar de alterne que había enfrente de su vivienda, donde una señorita despampanante, morena y con largas y preciosas piernas, vestida con una minifalda que cubría justo hasta la rayita que separaba los muslos de las nalgas, intentaba encontrar las llaves del local entre los objetos contenía su bolso. El abuelo notó que le subía la tensión.
Hacía tiempo que se desvelaba por las noches y repasaba despierto los recuerdos anidados en su mente de su época laboral como conductor de camión de una empresa constructora. Casi siempre trabajaba en el turno de noche, y gustaba de detenerse en los puticlubs de la carretera a tomar una copa. Sobre todo en el "Miami", donde se había encaprichado de una rubia, muy similar a la que había entrado en el bar de enfrente, que había alegrado su existencia durante el tiempo que duró la construcción del tramo de autopista Villajoyosa– Ondara.
— ¿Quieres comerte un higo fresquito, cariño?
— ¡Síiiiii!— exclamó, jubiloso, sin dejar de mirar a la chica, quien por fin había encontrado las llaves y estaba abriendo el bar un poco inclinada, mostrando las dos nalgas.
— Toma, mi amor.— dijo su esposa, ofreciéndole una hermosa breva, de color vino tinto.
El viejo se dio la vuelta, y al ver el fruto, su rostro pasó de la ilusionada expresión que le había dado vida segundos antes, a una expresión de dolorosa tristeza que alarmó a su esposa.
— ¿Te pasa algo, cariño? Siempre te han gustado los higos...
— Y me gustan, me encantan... Gracias, mujer...
Y con manos temblorosas quitó la piel del fruto, mientras una estúpida lágrima resbalaba por su mejilla.
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