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martes, mayo 23, 2017

EL ENCUENTRO




El viento de Levante soplaba con fuerza azotando las palmeras, que movían sus ramas agitadas como brazos pidiendo auxilio. Los chopos y jacarandas de la plaza se doblaban ante el ímpetu del viento y  algunas de sus ramas caían sobre los coches aparcados junto a la acera.
No apetecía salir a la calle por nada del mundo.  Cuando saqué a Tomy a las once no podía avanzar, el viento me frenaba y el polvo se me introducía en los ojos a pesar de las gafas.
 Estaba comiendo cuando recibí un wassap de una amiga  de Málaga avisándome de que estaba en Chipiona. Había venido en excursión con una asociación de mayores de su barrio. Me dijo que luego vendrían a El Puerto para comer.
Era la oportunidad de conocernos en persona tras casi dos años de comunicarnos virtualmente por Facebok. La llamé por teléfono:
— ¿Y dónde vais a comer?
— En un sitio llamado Romerijo
—  Hay dos Romerijos, uno en el centro histórico y otro en la carretera. ¿En cual de los dos?
 Al cabo de un minuto de silencio:
— Dice el chófer que en la carretera, donde aparcan los autobuses.
 Y allá me fui con mi coche, esquivando plásticos y ramas  secas que se empeñaba en arrancar el viento de las  palmeras que jalonaban la autovía.

La cosa empezó mal: dando marcha atrás para aparcar sin tener que dar la vuelta a la manzana no advertí un mojón de esos de hierro que ponen ahora en las aceras para que no se suban los coches, y al besarlo me paró el coche en seco.
Me bajé: nada roto ni abollado, solo vi un rodal negro de unos cinco centímetros de diámetro, causado por la pintura que había saltado del parachoques. Pero maldije a todos los santos del calendario. Una vocecita encima de las cejas me decía: "Tranquilo Juan, no es nada, todo acabará bien".
Y entré en el restaurante guardándome mi odio a los mojones de todas clases.
 Di una vuelta para  ver si reconocía a mi amiga entre el numeroso grupo de comensales que ocupaba la terraza cubierta. No estaba.
 Me acomodé en la barra y pedí una caña de cerveza. Cuando me la sirve el camarero le  pregunto:
— Perdone, había quedado aquí con una persona que viene en una excursión de Málaga...
— Sí, todavía no han llegado. Tienen reservado el comedor de la derecha.
— Vale, muchas gracias.

Y me bebí tranquilamente la cerveza sin dejar de mirar a la puerta de entrada. De vez en cuando un ramalazo de viento levantaba arena y polvo del parking de los Cines Bahía Mar, situados justo al lado, y aparecía una densa niebla color tierra por donde comenzaron a aparecer siluetas amorfas  intentado atravesar la calle para refugiarse en el restaurante. Una tras otra, las fantasmagóricas figuras, tras sacudirse en el porche la arena del cabello, el rostro y los hombros, fueron atravesando la puerta de apertura automática. El comedor estaba ya casi lleno y mi amiga no aparecía.
Al cabo de cinco minutos, cuando yo  dudaba si quedarme un rato más o regresar a casa, creí ver algo en medio de  la nube de  polvo que pasaba en ese momento ante la puerta. Era una silueta alta y otra bajita. Me fijé bien achinando los ojos, que es como dicen que se ve mejor, y el camarero me miró raro. Intuyo que se preguntaba si yo estaba intentado retener gases o me dolía el estómago.

Al fin apareció la pareja ante la puerta. Caminaban muy lentamente. Parecían dos sardinas harinadas prestas para freír.
No podía verles la cara. Me acordé de Lot convertida en estatua de sal. Pensé en darles un golpe con una escoba para quitarles la arena, pero me retuve:  Si se trataba de mi amiga,  no le iba causar muy  buena impresión que la recibiera a escobazos, así que me acerqué a ellas y las zarandeé, cayendo de golpe un montón de arena  en el suelo.
Era mi amiga.
La señora mayor venía aferrada a su brazo cual figura de porcelana de Lladó, motivo por el cual intuyo que habían llegado las últimas.
Mi amiga lloraba, yo me emocioné también.
— ¡Qué alegría verte, chiquilla!
— Tengo cuarto y mitad de arena en cada ojo— me dijo.

¡Qué chasco! Yo creí que lloraba  por la alegría de verme en persona tras largos y numerosos meses de estudiarme en fotos en mi muro de Facebok; pero no era por eso, ¡me caguentóloquesemenea!

 Nos saludamos e intercambiamos un par de besos. El viento se había llevado su perfume, si es que se lo había puesto. Olía a ella, a lo que huelen todas las mujeres bonitas sin perfume y sutilmente maquilladas con arena.

 Ella ocupó su sitio en el comedor, yo  le pedí permiso  al  maître y me senté a su lado para hablar un rato de todo: la familia, el tiempo, los amigos, la comida...
 Mientras ella comía yo pedí una cerveza fresquita.
Por cierto, había gente descontenta porque  el menú contratado incluía  una mariscada y lo que tenían delante no lo era: Un entrante de ensaladilla rusa, un plato de gambas frescas de Pontevedra, otro plato de pescado frito compuesto por  boquerones, merluza y calamares.
Al parecer, en Chipiona  la habían llevado a visitar la Virgen de Regla, la tumba de Rocío Jurado y poco más: el día no acompañaba.
Después de comer tenían prevista una visita guiada al Castillo de San Marcos. Yo me despedí de ella en la puerta y regresé a mi casa.
Fue un rato muy agradable, y sobre todo un enorme  placer el conocerla en persona, sentir su piel suave y natural, escuchar su voz, sus risas, y admirar sus ojos rebosantes de vida. Obviamente no  hice ninguna foto, no quiero perder su amistad.


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