No sé qué parámetros siguieron en las pruebas de aptitud profesional para enviarlos a Sasol, pero dudo mucho que fuesen las mismas a las que nos enfrentamos en Madrid. Entre expertos soldadores se camuflaban panaderos, albañiles y otros que carecían de oficio, lo que explicaba la gran cantidad de reparaciones en las soldaduras. Los americanos, muy enfadados por la baja calidad del trabajo, reunieron al personal y amenazaron con devolverlos a España si no enmendaban. Antonio Romero me acusó de no hacer bien mi trabajo, de señalar fallos que no existían para desprestigiar a sus soldadores. A partir de ahí, cada vez que yo hacía una radiografía se la mostraba al americano para que él la interpretara. Al menos cuarenta hombres de Huelva fueron apartados de la línea de tuberías.La empresa los envió a una escuela de soldadura para enseñarles a soldar, mediante un curso acelerado de dos meses a diez horas diarias. Al parecer les salía más económico que despedirlos.
Antonio Romero, arropado por una docena de sus buenos soldadores (también los había) se enfrentaron a mí y a Iñaki, insultándonos y amenazando con represalias si les expulsaban por nuestra culpa. Le decíamos que nosotros realizábamos bien nuestro trabajo, que eran ellos quienes no hacían bien el suyo: las radiografías lo cantaban.
Romero me insultó; yo hice alusión a su astas y le mencioné a sus muertos. Y nos agarramos. Los otros se aliaron con él, y Pascasio Díez, un zamorano, que además era karateca y gustaba de enseñar en todos lados su carnet de cinturón marrón, salió en mi defensa y le arreó tal patada en el rostro al encargado que lo tiró al suelo. Este, enajenado, llamó por el walkie al americano y le explicó lo que quiso en inglés. El texano, furioso, se dirigió a Pascasio y a mí y nos ordenó regresar al campamento: estábamos despedidos.
Cuando llegamos a la oficina, el director nos dijo que había recibido órdenes de enviarnos a España al día siguiente. Aquella noche, “los de Huelva” (así se les llamaba) celebraban su triunfo cantando fandangos y bailando; pero la voz de lo sucedido se corrió por el campamento y el resto de españoles fueron a ver al director para anunciarle que, si nos despedían, ellos también se iban. Alegaron que ya estaban hartos, todo había ido bien hasta que llegaron los otros. Una de dos: o se iban los de Huelva, o los del norte. Y el director habló con el Mr. Ryan, el texano, y éste conmutó la pena y nos castigó a trabajar en una zona alejada de los españoles con italianos, libaneses y franceses.
Yo perdí el puesto de control de calidad y me pusieron a soldar con Pascasio, uno por cada lado del tubo. Iñaki vino con nosotros de ayudante. A medida que pasaba el tiempo fueron apareciendo carteles en los hoteles y restaurantes de la zona en los que se leía: “Prohibida la entrada a españoles”. Los de Huelva creían que todo el mundo adoraba el cante flamenco, el taconeo y las palmas, y, sin respeto por otras culturas, se ponían a cantar y bailar en todos los sitios, robando la intimidad de las parejas de enamorados que cenaban en los restaurantes los fines de semana, e impidiendo escuchar la música pop del local.
Habían oído que nosotros, antes de su llegada, pedíamos permiso al esposo para sacar a su mujer a bailar, y ellos, de común acuerdo, aceptaban. Y estos recien llegados de Huelva molestaban a las mujeres, aferrándolas del brazo para sacarlas a bailar en presencia de sus novios o maridos. Al no encontrar ninguna que quisiera bailar, ocupaban la pista bailando ellos mismos agarrados como pareja, cosa abominable en un país machista y facista. Un sudafricano, ante la insistencia de un onubense que no aceptaba un no por respuesta de parte de su esposa, se levantó y le arreó un puñetazo made in Jhon Wayne que lo dejó en el suelo. Aquella noche se armó el escándalo, y fue a consecuencia de eso que aparecieron las prohibiciones de acceso para los españoles en los restaurantes y salas de fiesta de Evander, Trichard y Secunda.
Tras un mes de privaciones, logré reunir quinientos rands y me dispuse a quemarlos en un fin de semana recorriendo mundo. Julio me había hablado del Big Hole, el agujero más grande abierto por el hombre, y decidí ir a verlo. Iñaki dijo que no me acompañaba porque no tenía un céntimo: se lo había gastado todo en el hotel Holliday In, en Secunda. Pascasio, que hablaba inglés, aceptó venir conmigo.

El viernes siguiente, por la tarde, llegamos a Johannesburgo y nos quedamos en el Carton Hotel, y por la noche pasamos por la Casa de España para quedar con Julio.Al día siguiente nos estaba esperando en la puerta del hotel con su Mazda, y nos lanzamos hacia el sur a devorar los 500 kilómetros que nos separaban de Kimberley

En 1886, un tal Erasmus Jacobs encontró en una ladera una piedra blanca, que resultó ser un diamante de cinco gramos. Cinco años más tarde, otro buscador encontró uno de 16 gramos. La noticia dio la vuelta al mundo y provocó una estampida de mineros ingleses hacia ese lugar. Construyeron viviendas y comenzaron a cavar en la ladera.

La colina desapareció. Continuaron excavando hasta hacer un agujero de 240 metros de profundidad, de donde lograron sacar tres toneladas de diamantes. La mina se cerró en 1914. La ciudad que emergió en torno a ella, Kimberley, fue la primera población en el sur de África en instalar el alumbrado eléctrico en sus calles; en 1896 se inauguró la primera Escuela de Minas y la primera Academia de Aviación.

En Kimberley aún funcionaban cuatro minas de diamante. Contaba por entonces cien mil habitantes, de los cuales el 65% eran mestizos. La nuestra, fue una visita rápida pues el lunes, tal como estaban las cosas, no podíamos faltar al trabajo. El mes siguiente cumpliría los seis meses de contrato, y me tocaba venir de vacaciones a España.