La noche es más larga si transcurre en una sala de hospital. En serio.
Hacía diez años que no pasaba una noche en el hospital de Puerto Real y después de ese tiempo pocas cosas han mejorado, a pesar de los enormes gastos en publicidad que ha realizado la Junta para convencer de lo contrario:
Han pintado las paredes y han eliminado una de las tres camas, dejando más espacio para moverse; han puesto dos taquillas para que cada paciente guarde su ropa. Antes había clavos en las paredes para colgar las perchas. Las camas son nuevas y con mando a distancia para cambiar de posición. Antes eran las clásicas y viejas camas de hospitales y horfanatos, echas con tubos de hierro pintadas de blanco, y con una manivela para elevar el cabezal.
Para los acompañantes no ha cambiado mucho, aunque éstos realizan muchas veces la labor que deberían hacer los enfermeros que hacen la guardia, pues cobran por ello y se pasan la noche durmiendo, a menos que los llames por el timbre.
Colgado de una alcayata en el muro destaca el cartel de la Junta:
DERECHOS DE LOS PACIENTES: Recibir atención sanitaria en condiciones de igualdad, sin que pueda ser objeto de discriminación por razón alguna, respetando su personalidad, dignidad humana e intimidad.
· Que se le ofrezca la atención, las prestaciones y servicios sanitarios disponibles que se consideren necesarios para cuidar su salud.
· Que se realicen todas las acciones oportunas que, junto a la atención a su proceso, tengan como fin reducir y paliar el sufrimiento y el dolor tanto en aquellas situaciones críticas como ante el proceso de la muerte, de acuerdo con el máximo respeto a la autonomía, la integridad y la dignidad humana.
¿Y eso se cumple? Veamos:
Una semana antes, recibimos una llamada en casa citándonos para el martes, día 12 a las doce del día. Nos dicen que después de las siete no deberíamos comer nada, pues iban a intervenir a la paciente al medio día y que, tras unas horas de observación, nos vendríamos para casa el mismo día.
Llegamos a las 11, una hora antes, para presentar la documentación e historial y recibir información. Nos dicen que vayamos a la sala de espera y que ya nos llamarían. Nos llaman a las cinco de la tarde, ¡cinco horas esperando. Mi mujer sin comer desde las siete de la mañana, sabiendo ellos que es diabética y propensa a sufrir bajones de azúcar si no come! Ahí empecé a acordarme del presidente de la Junta, de la Consejería de Sanidad y de todos sus muertos. Pero no nos llamaban para ingresar, no, aún no. Era para llevarnos a conocer la habitación y el número de cama que mi mujer iba a ocupar. Porque, dada la hora tardía en que iba a ser operada, se iba a quedar ingresada. A las 7 de la tarde vienen a buscar a mi esposa y la llevan a quirófanos; yo debo esperar en la sala de espera, dejando todo el equipaje en la habitación. A las 9 me llaman para decirme que la operación ha salido bien y que mi esposa se halla en la sala de observación. De las dos cosas que había programadas para operar sólo le han hecho una, la del menisco, pues la otra, rotura de ligamento, dice la cirujana que es una fractura muy antigua y no la opera porque mi esposa no tiene treinta años sino 60, y con esa edad no merece la pena.
Puede que a partir de ahora mi esposa no sienta molestias del menisco, pero continúe sufriendo por los ligamentos. Pero si le duele la rodilla y acudimos al médico de cabecera, nos dirá lo de siempre: «Es la edad, no podemos hacer nada.»
¿Pero es que no han leído lo que dice el primer artículo de los Derechos de los pacientes?
Bueno, prosigamos: a las once me avisan de que Carmen ya está en su habitación y que puedo subir. Se queja de la mano, donde el anestesista le ha pinchado tres veces para encontrar la vena, y como ella se quejara el hombre le pide perdón: «Es la crisis», asegura, mostrando la aguja toda doblada, ejemplo de la calidad de los materiales que compra la Junta de Andalucía para recortar gastos. Me imagino al encargado de compras de la Consejería de Salud rebuscando en los bazares chinos las agujas, esparadrapos, tijeras y demás utensilios para uso de hospitales públicos.
Como mi esposa está recien operada, no le dan cena. Pero tranquilos, ya tiene medicación y, además, ellos están al tanto por si necesita algo. Carmen está sedada y pasa la noche adormilada, incluso ronca a veces. Yo estoy sentado en un sillón antiguo, cuyo reposa pies está roto y colgando, estiro las piernas con cuidado por el peligro de que la chapa me corte en los tobillos. Paso las horas intentando dar una cabezada, pero la señora que acompaña a la enferma de la cama de al lado no cesa de arrastrar el sillón buscando mejor acomodo. La miro con cara de asesino, pero la perdono porque es una mujer de cuarenta, está de buen ver y tiene un trasero que invita a soñar.
A las cuatro de la madrugada logra por fin quedarse dormida, y ronca como un venado en celo, ¡ y se tira pedos! Pedos tan sonoros que la despiertan. Ella disimula tosiendo y mira de reojo para ver si yo los he escuchado. Me veo bligado a salir de la sala para respirar, pues si el tabaco está prohibido, nada hay decretado sobre los pedos. «Paciencia, tiempo al tiempo; todo llegará.», dice la estúpida vocecilla en mi conciencia. ¿Pero cómo puede un culo tan bonito estar tan podrido? «Es lo que se conoce por publicidad engañosa. Denúnciala», responde la misma voz en mi interior.
Pero vamos a ver, seamos realistas: ¿Cómo demuestro yo ese fraude ante el juez?
Dos horas más tarde, subo un poco la persiana y contemplo un bellísimo amanecer.
Luego, abro un poco la ventana para que entre aire limpio, y en ese momento recuerdo un cartel del Metro: «Antes de entrar, dejen salir», y yo, que soy respetuoso con las normas, me aparto a un lado para ceder el paso al perfume que ha dejado la vecina, que no es precisamente de Chanel 5, ni de Ester Laude. Ni siquiera de Avón.
A las diez de la mañana nos visitan el médico y el cirujano, y le dan el alta a mi mujer. Pero cuando el reloj marca la una de la tarde aún no me han entregado el documento. Traen la comida para los pacientes, pero como a mi esposa le habían dado el alta ya no se la dan. A esas alturas ya estoy cansado de esperar y voy a preguntar cuándo podremos salir del hospital, y me dice la jefa que vaya a Administración a recoger los documentos y recetas, y que pida las muletas que había recetado la cirujana. Voy de una oficina a otra, pues los administrativos o no están en sus puestos o me dicen que es en otro sitio. La voz maldita y provocadora de mi ego resonaba en el silencioso cerebro: « No te dejes avasallar; esos trámites no debes hacerlo tú, sino que los enfermeros, que cobran de los impuestos, deben traerlo todo a la habitación.»
Pero es tarde y van a proceder al cambio de turnos, y lo que menos deseo es recomenzar desde cero. En Administración trabaja una joven muy guapa con una deficiencia física, que es nueva y no se aclara con los impresos que debe rellenar. A su lado, una mujer con bata blanca le explica pacientemente cómo debe hacerlo. Se lo repite dos o tres veces, para nada. Mientras tanto, yo me subo por las paredes. Al cabo de media hora llega un ATS que conozco porque antes trabajaba en El Puerto en el mismo centro médico al que yo acudo cuando estoy enfermo; él me reconoce, me saluda y me pregunta por mi esposa. Yo le digo que está bien, y que llevo dos horas intentando llevármela del hospital sin éxito alguno. «Paciencia, caballero; aquí sabemos la hora en que hay que ingresar, pero no se sabe cuándo se va a salir».
Son las 13 horas 45, cuando regreso a la habitación con todos los documentos y las muletas. La enfermera jefa le dice a mi mujer que se ponga otra inyección de Clexane cuando llegue a casa.
— La misma que le pusieron anoche, una para prevenir coágulos del post operatorio —responde la otra.
—¡Pero si a mí nadie me ha puesto inyecciones! —exclama mi esposa
La jefa se la queda mirando, extrañada, se rasca la cabeza (muy educada ella, pues no se iba a rascar el pubis delante de mí, creo yo, pues ¡bueno estaba yo para fantasías!) y se alza de hombros, luego le entrega a mi esposa la receta del Clexane.
Yo, a punto de sufrir un ataque de nervios, le ruego que llame a alguien para que lleve a mi esposa en un carrito hasta el aparcamiento y me dice que vaya ella con las muletas y que yo la acompañe. A punto de cometer un crimen, recojo a mi esposa y la llevo despacito al ascensor y la bajo hasta la entrada del hospital. Luego voy por mi coche y vengo a recogerla. Salí de allí como un apestado, maldiciendo una vez más a los chupópteros de la Junta de Andalucía que no sólo nos chupan la sangre a base de incrementar los impuestos, sino que encima presume de dar los mejores servicios sanitarios de todo el territorio español, como prueba que sea aquí donde se realicen los cambios de sexo y se regalen píldoras para el día después.
Curioso que nos digan que hacen falta más inmigrantes porque ha disminuido la natalidad y peligran las pensiones en el futuro, y por otra parte regalen pildoras para evitar embarazos. ¿Ustedes encuentran eso lógico o es que yo soy demasiado quisquilloso?
¿ANDALUCÍA ES DE CINE? SÍ, DE CINE DE TERROR