SUDÁFRICA
Hace 32 años....
Los primeros días de diciembre de 1980 los pasé inmerso en un mar de dudas,
ansiedad y, al mismo tiempo, de
esperanza. La situación laboral en España iba de mal en peor, el paro llegaba al medio millón de afiliados a la Seguridad Social y
el futuro no presagiaba nada bueno. El panorama político era peor: los grupos
fascistas civiles y militares no aceptaban la Democracia y desde el nacimiento
de ésta se escucharon ruidos de sables y se cometieron asesinatos, como el de
los abogados de atocha.
Yo era un desempleado más, y llevaba
6 meses en mi casa. Había trabajado para Iberdrola en la construcción de la
Central Nuclear de Cofrentes y estaba a
la espera de que la empresa me llamase para trabajar en otra central; pero la
ETA estaba impidiendo que entrara en funcionamiento la Central de Lemonix a
base de sabotajes y asesinatos de obreros (La central nuclear de Lemonix se
inició en 1972 y era la primera de un ambicioso proyecto nuclear vasco que
incluía cuatro centrales: Lemonix, Deva, Tudela e Ispaster), las compañías
eléctricas y el Gobierno no se ponían de acuerdo en si debían de continuar con el Plan
Energético Nacional o postergarlo, y las empresas constructoras se vieron obligadas a
despedir al personal.
Fue entonces que apareció en Madrid un ingeniero de PREA, una empresa
inglesa que buscaba personal altamente cualificado para construir una planta
petroquímica en Sudáfrica. El sueldo era alto: 3 millones anuales de pesetas de
las de entonces (180, 000 euros), incentivos aparte, y todos los gatos de
viaje, manutención y alojamiento pagados, incluido un viaje a España cada seis
meses. Cada seis meses recibíamos una gratificación extra de 300 mil pesetas (1800 euros) por cumplimiento de contrato. La oferta era tentadora, y como mi anterior empresa
no daba señales de vida, me
decidí a ir.
Previamente debía aprobar un examen teórico práctico para demostrar mi
capacitación
Para ello debía acudir al Instituto Politécnico «Virgen de la Paloma», en
Madrid. Una vez realizado satisfactoriamente el examen, el Lloyds Register me
entregó un certificado de homologación internacional que me declaraba apto para
realizar el trabajo para el que se me contrataba. Luego hube de sacar el
pasaporte y un visado en la Embajada de Sudáfrica. Fue después del Día de Reyes
de 1981 que, finalmente, acudí a la oficina de la empresa inglesa en la calle
Padre Damián, detrás del estadio Santiago Bernabeu, para firmar el contrato y
recoger el billete de avión. Conmigo viajarían 60 trabajadores más.
Yo no había subido nunca en avión y al hacerlo aquel
día frío, 9 de enero de 1981, sentí un poco de ansiedad. Me senté junto a un
matrimonio portugués que a los pocos minutos me dijo residía en Johannesburgo,
tras haber abandonado sus propiedades en Malawi acuciado por los fusiles de
unos niños-soldados.
Salimos a las seis de la tarde, ya estaba oscuro. A las
siete nos trajeron la cena; luego proyectaron la película de Xanadú y al poco
aterrizamos en Kinsasa para repostar. Para entonces ya me había habituado al
avión y paseaba por el pasillo para charlar con mis compañeros de empresa.
Estaba amaneciendo cuando llegamos a Johannesburgo. Pasamos en fila ante los
guardias, y éstos nos dieron unos impresos para rellenar, nos revisaron nuestras maletas
y requisaron todas las revistas tipo Interviú, porque presentaban desnudos. Dos
horas más tarde, rodábamos en autocar en dirección a Secunda, en la provincia
de Transvaal, en busca de la refinería
Sasol.
Al llegar nos reunieron en un gran salón donde un
español nos traducía el mensaje del
director del holding americano que dirigía los trabajos, y el discurso del
oficial militar sudafricano, responsable de la Seguridad en la Refinería: Prohibido hablar con negros y mestizos
si no era para ordenar alguna cosa; nada de confraternizar ni expresiones
amistosas. Prohibido ir sin el documento de identidad con foto muy visible colgado en el pecho. Debíamos firmar un
documento exonerando de responsabilidad a la empresa cada vez que se abandonara
la protección del campamento para ir a
visitar pueblos y ciudades.
Bajo penas de expulsión del país, estaba prohibido expresar opiniones políticas
contrarias al Apartheid; prohibidas las huelgas. Debíamos mentalizarnos de
que veníamos a trabajar, no a cambiar el
mundo.
Después del discurso, nos mostraron nuestros
alojamientos en barracones de una sola planta alineados en una parcela
ajardinada y con zonas deportivas: campo de futbito, cancha de baloncesto,
piscina y tenis. Cada barracón tenía un pasillo central y a un lado una fila de
diez habitaciones dobles con aire
acondicionado y calefacción, bastante confortables, y al otro, los cuartos
comunes del baño, duchas y gimnasio. Frente a los barracones había unos
pequeños chalecitos adosados para los jefes y técnicos. Me tocó un gallego de
Orense por compañero de bungalow. Se nota que no había salido nunca de la
familia, porque aquella misma noche se la pasó llorando y diciendo que quería
regresar a España.
La primera sorpresa que tuve fue constatar que allí no
oscurecía nunca: una antorcha de más de trescientos metros de altura, ubicada a un
kilómetro dentro de los terrenos de la factoría, lanzaba una llama enorme e iluminaba un radio
de tres kms como si fuese de día, por lo que tuvimos que vivir siempre con la
persiana echadas y las ventana cerradas para amortiguar el intenso olor a
gasolina y gases quemados que inundaba el campamento. La luz de la antorcha
podía verse de noche a sesenta kms del campamento.
A las cinco de la mañana daban el desayuno, y a las
seis salían los camiones para llevarnos hasta el pie de obra, ubicado a cinco
kms del campamento. Pero antes de entrar en la refinería, debíamos pasar un
control militar.
La segunda sorpresa
fue el horario de comidas: a las cinco de la mañana servían una comida
fuerte, lo que en España se come al medio día; a las doce se paraba el trabajo
(una tradición inglesa sagrada: la hora del té) para tomar un aperitivo con un
dulce y una fruta; y a las seis de la tarde comenzaban a servir la cena.
Salíamos del comedor aún medio dormidos con una bolsa que conetnía una pieza de
fruta, un dulce y una pequeña lata de conservas. Los ingleses se habían
provisto de un termo y se llevaban su té para la jornada.
Un español
perspicaz, que había pedido la cuenta y se había quedado a vivir en un
carromato con una mujer sudafricana, bellísima, abandonando a su familia en
España, tuvo la feliz idea de ponerse a vender bocadillos de tortillas de patatas a dos Rands a la puerta
del campamento, y en un rato ganaba lo que nosotros en todo el día, pues a casi
ninguno de nosotros agradaba la comida inglesa aunque fuese gratis (le echaban
mermelada a la carne a la brasa, y la guarnición de guisantes tenía picante
para exportar a todo un continente) y preferíamos comprar bocadillos de
tortilla de patatas, de atún o chorizo.
El camión que nos conducía hasta el tajo avanzaba
por una carretera gris de tierra apisonada mezclada con cemento y se detenía en
la entrada de la refinería. Esta tenía el aspecto de un campo de concentración:
Un puesto de guardia en el que una docena de militares apuntaban con sus armas
al camión mientras un oficial se plantaba delante con el brazo alzado y
gritando de tal forma que posiblemente mi familia lo oyera desde
Valencia. Mientras el oficial pedía los permisos al conductor los soldados nos
obligaban a saltar al suelo y a ponernos en fila para revisar nuestros
documentos uno a uno.
No sé si era intencionadamente o casualidad, pero donde
el camión se detenía siempre había un hoyo lleno de agua y al saltar nosotros
nos poníamos empapados hasta las rodillas. Un encargado protestó un día y le
llevaron a empujones adentro del cuartelillo y ya no lo volvimos a ver más.
Aquella noche hicimos una asamblea en el campamento
y pedimos a la empresa información sobre el compañero y amenazamos con no
volver a trabajar si no aparecía. Entonces nos dijeron que lo habían enviado a
España por insultar a los soldados. Un compañero de Bilbao tomó la palabra y
convenció a todos para no acudir a trabajar y regresar a España. La dirección
de la empresa acudió muy preocupada por el cariz que estaban tomando las cosas,
nos dijo que los soldados cumplían con su deber pues se había producido
atentados terroristas en la refinería antes de nuestra llegada, y precisamente
por eso el Gobierno había traído mano de obra especializada extranjera: no se
fiaba de los nativos. También nos recordó el discurso que todos aceptamos a la
llegada: No meterse en política; obedecer y ocuparse de realizar el trabajo
para regresar a casa cuanto antes con el contrato ganado. Desde aquel día
cambiaron el camión por unas furgonetas en las que íbamos sólo los españoles.
Pero en el control, debíamos descender del vehículo para pasar revista.
Llegados al lugar de trabajo, nos quedábamos
asombrados ante la cantidad de obras que se realizaban al mismo tiempo: una central
termoeléctrica, la refinería, la planta de residuos químicos y una gruesa
tubería que llevaba el combustible producido hasta los enormes depósitos en que
lo guardaban y distribuían a todo el país. Se calculaba en veinticuatro mil
personas las que trabajaban en el proyecto Sasol. Yo estaba con el grupo del
gaseoducto principal.
Como no tenían petróleo y sufrían el bloqueo de los
países democráticos, el Gobierno sudafricano estaba usando la tecnología
alemana del tercer Reich: Extraer petróleo del carbón, un mineral que parecía
inacabable en el país.
El carbón
salía de la boca de la mina por una cinta transportadora que se elevaba en el
aire y lo dejaba caer en los depósitos de una central química, donde por medio del empleo del calor y condensación de gases hacia destilar el precioso líquido negro,
que luego era refinado y conducido hasta las gasolineras distribuidas por todo
el territorio. Como la producción no era suficiente para alimentar los
vehículos de una nación en la que dos millones de blancos vivían en un paraíso
rodeado de cuatro millones de negros, y todos aquéllos poseían motos y coches
lujosos y maquinaria agrícola, se racionaba el carburante: los fines de semana
no habrían las gasolineras.
Ante nuestros asombrados ojos se abría una extensa
llanura que cubría la distancia entre
Johannesburgo y Secunda. A un lado y otro de la carretera aparecían numerosas plantaciones de ananás y grandes granjas de vacas y avestruces. Cientos de cuadrillas de
mujeres negras, con las cabezas cubiertas con pañuelos coloridos, se inclinaban
sobre las matas vigiladas por el
capataz. Por la carretera nos cruzábamos con centenares de personas que se
desplazaban corriendo por la cuneta. Una pequeña aldea había crecido en torno
al campamento. En ella vivían los técnicos sudafricanos que trabajaban en la
refinería antigua; los trabajadores autóctonos de la nueva sección que venían
buscando trabajo procedentes de otras provincias, se
traían sus caravanas y vivían en ellas apiñados en un camping cercano.
En los meses siguientes conocería una vida de lujos, injusticias sociales, crueldad, sometimiento, explotación y miedo que minarían mis creencias y la esperanza en el Hombre.