A mí no me gustan las aglomeraciones playeras, ni permanecer estrujado entre miles de personas estiradas al sol llenas de grasas y cremas escuchando diferentes emisoras de radio; ni que me salpiquen de arena. Soy muy raro, pero es así.
Por eso el domingo 4 de julio, a pesar de que vivo a cinco minutos en coche de la playa, le pregunté a mi Carmen si se encontraba bien para ir a dar un paseo por la sierra de Cádiz y detenernos en uno de los llamados «Pueblos blancos» que aún no conocemos.
Le propuse Zahara y Setenil, y eligió el segundo.
Setenil es un pueblo situado a 640 metros de altitud sobre el nivel del mar y a ciento treinta kilómetros de mi casa; cuenta con tres mil habitantes a quienes se les llama setenileros/as
Poco antes de llegar me encontré con un desprendimiento del firme en la estrecha carretera comarcal, que llegaba hasta el centro de la calzada. Sucedió el pasado invierno con las fuertes lluvias que produjeron inundaciones en Jerez. Han pasado seis meses y aún está esta carretera semicortada, con unas balizas que señalan el boquete, y que obligan a pasar de uno en uno. Curioso que en la capital se gasten miles de millones de euros en un puente que cuesta casi lo que vale la ciudad entera , y en fastos para celebrar el bicentenario de la Constitución de 1812, y no haya dinero para reparar un socavón de dos metros en la única carretera que conecta Setenil con el resto del mundo. Pobre del conductor que viaje por allí de noche y se despiste un segundo. Ignoro quién es el alcalde que permite eso en su municipio, pero es lo mismo: son todos unos mandados, obedecen a sus jefes de partido, que no viven ni pasan por la zona.
A ver cuándo se espabilan los paisanos de la sierra y se dan cuenta de que los políticos sólo se acuerdan de ellos unos días antes de las elecciones, y que piensan que los que viven en los pueblos sólo son unos paletos que no sirven para otra cosa que para recibir limosnas como el PER para que les sigan votando, y por tanto no tienen derecho a progresar ni a recibir educación como los Cádiz capital. ¿Dónde están el presidente de la Diputación y sus diputados ahora? ¿Dónde la Junta de Andalucía?¿Qué hacen, además de debatir sobre el sucesor y las elecciones, por atender las necesidades de la provincia?
Hacedme caso: cuando os pidan el voto, un buen corte de mangas y que se vayan a tomar por culo.
Pero bueno, a lo que íbamos: SETENIL
Al parecer, según los folletos informativos de Turismo, la conquista del pueblo, considerado casi inexpugnable, era fundamental para avanzar hasta Granada. El nombre SETENIL proviene del hecho que fue sitiado siete veces por los ejércitos cristianos hasta conseguir la victoria sobre los nazaríes. ¡Siete veces!, a contar desde los tiempos de Juan 1º de Castilla, hasta el reinado de los Reyes Católicos, siendo el 21 de Septiembre de 1484 el día de la victoria.
El Rey católico premia a sus soldados y concede a la villa la Carta de Privilegios en 1501, que otorga un elevado número de beneficios equiparables a los que disfrutaba la ciudad de Sevilla.
No son museos ni edificios históricos ni actividades culturales lo que se puede ver en Setenil; lo más interesante que el visitante puede hacer es recorrer el pueblo. Su encanto reside en el diseño de sus calles. La principal de ellas se inicia en la carretera y baja en elevada pendiente hasta el centro urbano y sigue luego pegada a la roca hasta el río, lo que le confiere una singular disposición a sus calles trasversales con diferentes niveles de altura.
En la parte baja los vecinos han aprovechado el hueco creado en la roca por el río para construir un tipo de vivienda que se diferencia de otras casas cuevas que he visto en Andalucía en que no excavan la roca, sino que se limitan a cerrar la pared rocosa y desarrollan una vivienda estrecha, alargada y alta (algunas he visto de tres plantas).
Como vi la calle tan estrecha y tan pendiente, supuse que el aparcamiento estaría escaso en el centro urbano. Dejé mi coche en la entrada, cerca de la carretera, y bajamos caminando para hacer ejercicio y, de paso, fotografiar las cosas de interés.
Mientras descendíamos, fotografiando y admirando la belleza del lugar, yo pensaba en el esfuerzo que supondría luego volver hasta el coche, pues el desnivel era considerable. La entrada al pueblo es fea: una calle con muchas pendiente con casas bajas y de dos plantas, como en todos los pueblos, y coches aparcados en fila de cualquier manera. Pero al llegar al centro urbano la cosa cambia: hay una plaza, y, al lado izquierdo, un estrecha calle en cuesta con un arco que da acceso a la iglesia y a los restos de la muralla árabe. Una vez arriba, hay una pequeña plaza con miradores a dos lados, desde donde se disfrutan de preciosas vistas del pueblo, de la sierra y de las casa-cuevas construidas en el fondo del tajo que tras millones de años de erosión ha construido el río Guadalporcún.
En la plaza había algunos restaurantes de gran calidad, pero pensamos que, si nos deteníamos a comer allí, luego no tendríamos ganas de visitar el pueblo. Y decidimos verlo todo primero y luego comer en algún lugar típico del lugar. Nos indicaron unos bares restaurante construidos bajo la misma roca, al fondo del pueblo, pegados al río. Y allá nos fuimos.
Bajamos por calles tan estrechas que el sol no llegaba a las aceras y se mantenían en permanente penumbra, con un frescor que se agradece en el caluroso mediodía de julio.
Impresionaba pasear por aquellas estrechas y escalonadas calles bajo un techo de roca, que nos conducía al río. Cruzamos un puente y pasamos a una calle de casas edificadas de tal manera que parece que sostienen ellas solitas la enorme roca que las cubre y las protege del sol y de la lluvia.
Llegamos a la zona de las tabernas típicas llamadas “De sol y de sombras” porque en unos pega el sol y debe de ser maravilloso sentarse en una de sus terrazas en invierno, resguardados bajo el techo de arenisca, y en los otros, como el que escogimos para comer, ofrecían una terraza extraordinaria para comer en verano
La diferencia entre estas tabernas y los restaurantes de la plaza estriba en que en éstos había comida caliente o fría a la carta, que ofrecían gastronomía típica local con un primero, segundo, postre, café etc. Y en donde comimos sólo tenían tapas y raciones de frituras. Pero ya estábamos hambrientos y muy lejos de la plaza para volver. Y nos sentamos.
Un entrecot de veinte cms de largo por diez de ancho y dos de grueso y casi crudo con patatas fritas de las que venden congeladas; un plato con diez croquetas de bacalao muy ricas; cuatro cervezas, dos cucuruchos grandes de helado de chocolate (no tenían otros), nos costó 25 euros.
La próxima vez, bajaré en coche hasta la plaza, pues constaté que había aparcamientos, luego descenderé hasta el río a ver todo el paisaje y regresaré a la plaza para comer como Dios manda.