FIESTA DEL CORPUS EN EL GASTOR, EL DÍA DE LOS PREMIOS
Hacía tiempo que deseaba conocer a ATENEA, mi paisana. Preparábamos una quedada en su pueblo para setiembre, pero los acontecimientos adelantaron la cita: ambos habíamos ganado un premio literario en el certamen de relatos.
Amaneció un día nublado y con viento en El Puerto.”Mejor, así no pasaré calor con el traje y la corbata”, pensé mientras viajaba a El Gastor, uno de los “pueblos blancos” de la Sierra de Cádiz, situado a unos 100kms.
La entrada principal del pueblo tiene una pendiente considerable; dejé el coche al final de la calle, porque no me atreví a detenerme a realizar una maniobra de aparcamiento en esas condiciones.
Cuando cerré el coche, llamé a Conchi para decirle en qué lugar me encontraba y que viniese a buscarme. Diez minutos después, llegó ella con su marido, Pepe, un hombre muy amable, culto e inteligente, atento al menor detalle para hacer que me sintiera tan bien como en mi propia casa. También vino su hija, Cristina, la que ha escrito ese par de cuentos tan bonitos que a todos en el foro "El Recreo" entusiasmó. Los cuatro nos fuimos a ver el pueblo.
Todas las calles estaban engalanadas con ramas de eucaliptos, chopos y laureles; el suelo estaba cubierto por una alfombra verde de hierbas mezcladas con tallos de trigo y centeno. Las casas, pintadas de blanco inmaculado, resplandecían al sol; allá arriba, en el cielo completamente azul, unas parejas de buitres negros giraban de forma permanente, curiosos por saber qué sucedía en El Gastor ese domingo para que hubiese tanto trasiego de gente por sus calles.
Visitamos su plaza, el Ayuntamiento, el museo de la casa de Jose María “El Tempranillo”, y por todas partes aparecían pequeños altares, monumentos y maquetas del dolmen que existe en el término municipal. Luego nos fuimos a casa de Conchi, un precioso chalet situado en la calle de entrada al pueblo. Allí conocí al resto de su familia: su anciana madre, su otro hijo y una hermana con los suyos, una parejita de mellizos.
Conchi me hizo probar un manjar delicioso, elaborado con sus propias manos, que estaba tan sabroso que juraría que jamás lo había probado yo tan rico: lomo en manteca, y entremeses de productos ibéricos artesanales y de insuperable calidad, todo regado con Rioja. Después de comer los postres de tarta helada y tomar el café, me enseñó el resto de la casa y entramos en internet para ver qué sucedía en El Recreo.
Estuvimos hablando de literatura, proyectos, ideas y del libro que los usuarios conjuntamente estamos intentando publicar en esa web.
En casa de Conchi se está de maravilla. Y también se está muy bien sentados afuera, bajo su porche de parras de verdes hojas y rodeado de plantas y árboles frutales: melocotones, perales, membrillos, caquis, uvas…
Allí comentamos cómo se desarrollaría el acto de la entrega de premios, habida cuenta de que Conchi había asistido en años anteriores a otros certámenes y tenía experiencia.
Me explicó lo que iba a decir: agradecer la asistencia, la convocatoria del certamen y al jurado por haber elegido su relato como el mejor. Yo le dije:
–Como voy detrás de ti, estaré atento a cómo lo presentas y yo haré lo mismo.
¡Ja, Ja, Ja! ¡Y un cuerno!
Una cosa es predicar y otra dar trigo; una cosa es proyectar algo y otra que las cosas salgan como previstas.
El salón multiusos de la Casa de Cutura estaba lleno, con más de cien personas; una cámara de televisión local estaba preparada para grabar toda la ceremonia. Llegada la hora, las tres mujeres que componían la junta directiva de la asociación "La Ladera", organizadora del certamen literario, subieron al estrado con tres hermosos y grandes ramos de flores para los galardonados.
Yo miré a Conchi, que estaba sentada junto a mí y le dije:
–Espero que no me den un ramo de flores, sólo me faltaba eso; si lo hacen, vienes a recogerlo; no lo aceptaré.
–¡Que no, hombre, que no!, ¿a ti cómo te van a dar flores? —me decía ella, con esa risa tan espontánea, y tan encantadora.
En ese instante, el presentador anunció la apertura del acto y le cedió la palabra a la presidenta de la asociación.
Ésta, muy seria y nerviosa, leyó en voz alta: ¡Juan Pan García!
¡Sí, mi nombre!, ¡yo sería el primero en salir al estrado! ¡Yo, que confiaba aprender de la ganadora del certamen y repetir sus palabras ante el público! ¡Yo, que no me había llevado las lentes para leer!
La gente se giró hacia mí –creo que era el único forastero que había en la sala y debido a ello se imaginaron que era a mí a quién llamaba–, se levantó de los asientos sin cesar de aplaudir. Me dirigí contrariado al escenario y subí los cuatros escalones dispuesto a acabar pronto, agradeciendo el premio con un simple “Gracias”.
Pero no, no fue así.
Al llegar junto a las mujeres de la Junta, me saludaron con un beso cada una, y cuando esperaba que una de ellas me ofreciera el sobre con el cheque, la presidenta me alargó dos folios escritos y me dijo:
–Tiene usted que leer su relato para que el público conozca de qué trata el cuento premiado.
Así, sin más. De golpe.
Miré angustiado al fondo de la sala, busqué a Conchi, como pidiendo ayuda; pero ella estaba demasiado ocupada pensando ya en su intervención. Cogí las hojas de papel que me ofrecía la presidenta y me dispuse a leer.
Fue a partir de ahí que el suelo tembló, una sacudida de al menos 7 grados en la escala de Ritcher: Los muebles, los asientos; la gente que tenía enfrente; el papel en mis manos; el suelo del escenario, todo, todo se movía sin cesar, sin duda el más fuerte terremoto que se había registrado en esa zona.
El papel temblaba en mis manos, las letras aparecían borrosas – ya dije antes que no llevaba encima mis gafas para leer y ver cerca. Y aunque hubiesen estado fijas las letras, no las habría visto porque era incapaz de mantener mis manos quietas, se movían más que la batuta de un director de orquestas. Recordé el truco ese de imaginar que todos en la sala estaban en pelotas y se sentían humillados de verse así ante mí. Es falso, no sirve de nada.
Las mujeres de la Junta cuchicheaban entre ellas acerca de lo mal que estaba organizado todo, de que me habían puesto en un compromiso,”Hay que ver cómo tiembla”, escuché en voz baja.
Yo no podía concentrarme en la lectura y sentí como el temblor alcanzaba a todo mi cuerpo. El cuento era largísimo, no tenía fin, a pesar de tener una página y media a doble espacio, tamaño de letra 12.
Miré hacia el público, que permanecía mudo de asombro, a la espera de asistir a mi derrumbe en el escenario. Los buitres graznaban en el cielo, sobre el edificio en el que estábamos. Pensé que estaban esperándome a mí y el temblor aumentó, ya no era un temblor normal: era la “danza del Vientre”. Sakira a mi lado era una aprendiza; mis pies bailaban mejor que Fred Astaire, los tímpanos me dolían del silencio sepulcral que invadía la sala; mis güevecillos parecían un sonajero chocando entre ellos… mis esfínteres debatían entre ellos sobre la necesidad de abrir y soltar la carga que pugnaba por salir. Aquello era el fin; me acordé de mi mujer , mis hijos y nietos, que se quedaban solos en el mundo.
Llegué por fin a pronunciar la ansiosamente buscada palabra “FIN”, y un fuerte aplauso me acompañó mientras me dirigía a mi asiento. Conchi se reía a carcajadas; yo me preguntaba que faltaba ya para morirme, Qué más cosas tenían que suceder, qué delitos más me quedaban por pagar.
–¡Concha Postigo! –llamó la presidenta.
Mi amiga se levantó del asiento y se dirigió majestuosamente hacia el estrado. La gente aplaudía estrepitosamente a su paso. Conchi caminaba lentamente, tranquila, consciente de que era la triunfadora, aquélla ante quien debíamos todos arrodillarnos. Era la más guapa, más atractiva de todas, la que despertaba en ese momento toda clase de emociones: envidia, admiración, arrobo, alegría… La impresionante mujer, joven esposa y madre de familia, subió los escalones del acceso al estrado y se puso ante el micrófono. El presentador se apresuró a colocarlo bien y se lo puso a su altura, le trajo un atril, que apareció de forma milagrosa en el estrado. ¡Qué suerte ser mujer! Para mí, el presentador no hizo nada de eso.
Conchi dejó el papel de su relato sobre el atril y, apoyando sus manos sobre él, comenzó a leer cono voz fuerte, clara y pausada, aparentemente sin nervios el maravilloso y tierno relato en homenaje a “La tía Paca”.
Su bella imagen tras el atril mirando cara a cara al público; el tono de su voz, dulce y cristalino, la emoción que transmitía al leer su relato… todo hizo que al acabar su lectura el público saltara de sus asientos, dando rienda suelta a sus emociones contenidas y aplaudiera enfervorizado.
Luego, Conchi volvió sonriendo a nuestro lado en medio de vítores y aplausos. Estuvimos escuchando a otra participante y al acabar dio comienzo el certamen de gaita castoreña. La gaita castoreña es única, sólo existe en ese pueblo. Es un cuerno, al que se le añade una cánula para soplar. La usaban los pastores del lugar, y ahora se trata de transmitir los conocimientos para que esa gaita perviva.
Para concursar con ella, de lo que se trata es de aspirar el aire y soltarlo poco a poco sin dejar de tocar una melodía. Una vez comenzado el soplo no se puede detener hasta que acabe de tocar: el que más tiempo dura tocando una melodía es el que gana.
Al finalizar la primera ronda de concursantes, nos fuimos a celebrar los premios en la terraza de una cafetería. Allí nos reímos mucho recordando la experiencia que acabábamos de tener. No comprendía cómo Conchi no había sucumbido a los nervios; ella me dijo que antes de la ceremonia se había tomado una pastilla para los nervios, pero aún a sí, no me lo creía.
Fue entonces que me di cuenta de que Conchi tenía las uñas partidas. Me dijo que se apoyaba tan fuerte en el atril, que las había dejado incrustadas en la madera.
–¡Los nervios, hijo, qué cosa tan terrible!
Luego nos fuimos a otra cafetería para divisar el pueblo desde arriba. Pepe y yo permanecimos largo rato mientras cenábamos hablando de la Naturaleza, de los senderos creados para el turismo, de los íberos que poblaron la cima de un monte que hay enfrente del bar, donde permanecen unos vestigios de su cultura. Así llegó la hora de la despedida.
Cuando regresaba hacia mi casa, al salir del pueblo vi las siluetas de los buitres en el cielo, reflejando la luz de brasas del horizonte por donde se acababa de ocultar el Sol.
“Esta vez os chincháis, amigos, no habéis conseguido mis restos.” pensé.
Sucedió el 10 de junio de 2007: un día inolvidable, que quedará grabado para siempre en mi memoria.