Hoy es
sábado y tocaba ir a la Plaza
de Abastos a comprar el pescado fresco. Sobre las ocho, para no llegar tarde y llevarnos
los restos despreciados por otras manos, mi esposa y yo cogidos de la mano (no
por ser románticos sino porque llevo
unos días sufriendo vértigos) nos hemos acicalado y hemos ido caminando hasta
la plaza del mercado.
Como sucede
siempre, hemos observado diferentes precios para el mismo pescado, cosa algo
extraña si todo procede del mismo barco, y, también como siempre, nos hemos
detenido en el mismo puesto de pescado, el que gestiona una muchacha de tan
buen ver que hasta los peces parecen felices de ser manipulados por sus manos.
Mis
ojos no se alejaban de ella mientras ella pesaba cada pedido que le hacía mi
esposa, y me dirigía una mirada que yo imaginaba cómplice, pero que a no dudar
lo que hacía —deformación profesional llaman a eso—, era analizarme de la
cabeza a los pies, calculando cómo despedazarme, en qué lugar del mostrador podría ponerme, con
qué etiqueta y a qué precio, para que los portuenses y los turistas pudieran
degustar mis diferentes miembros. Yo me hubiera conformado con degustar parte
de ella (no soy egoísta y dejaría amablemente para su marido o su novio el
resto).
Mi mujer, que es una consumidora compulsiva de pescado no parecía tener
bastante y cada vez pedía más género, hasta que me vi obligado a apartar la
mirada de la niña y dejar de soñar despierto, imaginando si era rubio u oscuro
su vello, si blanco o moreno el cutis de
su trasero, y afirmando mis pies en
tierra, exclamé con voz un tanto brusca:
—
¡Ya vale con tanto pescado, que
a mí me gusta más la carne! Cualquier carne: pollo, ternera, cerdo,
caballo, cordero… Sobre todo la que viene envuelta en sujetadores y bragas para
que no se pierdan.
—
¡¿Qué dices, Juanillo…?! — dijo mi jefa, con el ceño más fruncido que las cortinas de mi dormitorio.
—
Nada, vámonos ya, que aquí hace mucho calor — respondí yo.
Y sujetando
en mis manos dos bolsas de plástico rellenas con cinco kilos de pescado,
regresamos a casa. Ella pensando en qué iba a hacer de comer, yo maldiciendo
las asas de las bolsas de plástico porque me estaban cortando las manos.
Me
encontré de frente con mi médico de cabecera, el cabrón ese, que dirigió su
mirada hacia la compra que colgaba de mis manos. No dijo nada, pero sé que me
lo va a decir en la primera consulta.
Los
médicos son unos listillos, se curan en salud por si no aciertan con su
diagnóstico. Te recomiendan cosas que
saben que no puedes hacer y cuando vuelves a la consulta, tan enfermo o más que
antes, te preguntan si has hecho todo lo que ellos te habían recomendado. Como
le digas que no, son felices: ya no tienen que reconocer que no tienen idea de
lo que te sucede y por tanto no te pueden curar; lo que cuenta es que no has
seguido el tratamiento y eso es lo que impide que te cures.
Cuando yo era un niño y estaba enclenque y
escuchimizado, como esos pobres seres de Biafra, el médico del pueblo le decía
a mis padres que me dieran de comer mucho jamón, mucha carne, mucha leche,
mucha fruta y mucho marisco.
Entonces se había puesto de moda pasar hambre y todos en mi pueblo se vestían
a la moda. Lo único que podíamos comer era lo que nos daba el amo del cortijo por trabajar de sol a sol: gachas
de harina, bellotas, algarrobas y las migas de pan refritas con ajo y aceite.Además, éramos analfabetos y no
sabíamos cómo sabía el jamón ni las parrilladas de chorizos y de
salchichas; no sabíamos siquiera lo que era
el marisco. Y no lo sabíamos porque nunca hubo dinero en casa para
comprar esas cosas. Por eso, a pesar de haber visto al médico, yo no mejoraba y cada día estaba peor.
Incluso
cogí el paludismo, aprovechando que éste pasaba por allí y que yo no tenía otra
cosa que hacer para entretenerme.
Pues
como iba diciendo, al regresar a la consulta, el medico le preguntó a mi
madrecita de mi alma si me había dado de
comer marisco, huevos con jamón y chuletas
de cerdo. Como era lógico, pues a mi padre le pagaban en especie: media telera
de pan, medio litro de aceite y un trozo de tocino al día por trabajar de sol a
sol en el cortijo, ella le dijo que no lo habían hecho, y el matasanos sonreía y decía:
—
Pero María, entonces ¿para qué
vienes a verme, si no piensas hacerme caso?
En la
actualidad sucede lo mismo pero al contrario: hoy, que se puede comer de todo,
los médicos te prohíben que lo comas.
Según
mi médico, no puedo beber alcohol, no puedo comer embutidos ni grasas, ni
huevos fritos con papas, ni jamón, ni panceta ni salchichas ni carne de cerdo, pescado
frito, ni nada que tenga azúcar: refrescos, cubatas, helados, tartas, dulces,
ni carne al toro, 25
gramos de pan máximo, nada de frituras, todo asado y
pesado…
Pesado él, mi médico, el cabrón ese con quien
me he topado esta mañana. ¡Anda y que le den!
Así cualquiera es médico. Lo bueno sería que
te curasen sin quitarte la vida.
Ahora
se trata de complacer a mi Carmen comiéndome lo que me ponga por delante
sin rechistar, que luego, entre comida y comida, ya iré yo a la Venta Andalucía a ponerme al día.
Me acaba de decir mi querida esposa que al
medio día vamos a comer cazón con guisantes.
A mis amigos los peces, dedico este poema:
Al
pez brillante que surcaba los mares
cuyas escamas
lloran en el mercado,
millares
de ojos se posan, admirados
curiosos,
calculadores, sobre tu cadáver
Ignoran
todo sobre tu real linaje:
tu familia, tus proyectos, tu pasado…
sólo valoran
si realmente merece
el
precio que por ti han señalado.
Antes
que el hombre te convierta
en
manjar de exquisitos paladares
Antes que asado o frito te ofrezcan
en
bandejas de diseño en restaurantes
o en simple loza blanca en los hogares.
Regado
con vinos de excelente marca
o con
cerveza clara, rubia fresca,
guarnecido con patatas y mahonesa
o simplemente con vegetales y salsa,
Antes
de que aclamen tu dulzura
y tu
esencia acaricie paladares
estómagos expertos, hambrientos,
y luego,
sin asomo de amargura,
al
eterno y oscuro lugar del olvido…
te arrojen entre sucios excrementos
Quiero brindar contigo, pececillo
por un mundo de amor y de paz
donde hombres y animales
donde hombres y animales
puedan convivir en libertad.