He firmado un contrato de trabajo por un año, y espero
cumplirlo lo mejor posible para hacerme merecedor del cargo mientras disfruto de
las muchas cosas buenas que ofrece la vida. Comienzo mañana, pero me ha llamado
el jefe para conocerme en persona y darme las últimas instrucciones.
No me gusta ocupar el puesto de otro al que han despedido
por su incompetencia ante los graves problemas que acucian a la empresa, acosada
por los acreedores. Bien sé yo lo difícil que es conseguir un contrato, y más en tiempos de crisis, pero la vida es así:
cruel y egoísta. ¡Hay que vivir!
Por eso me sentí a gusto cuando me crucé en la puerta con el empleado
al que iba a reemplazar. Él me miró con curiosidad, ajustándose las gafas; yo
sostuve su mirada y no respondí cuando
me dijo con sorna: "Procura hacerlo mejor que yo, porque si no... Ya
sabes. ¡No te queda nada que aguantar!"
Era viejo, muy viejo para trabajar. Encorvado como un junco azotado por el viento, arrastraba los pies al
caminar. Creo que estaba enfermo, no entiendo cómo no le habían jubilado antes.
Ese dato tranquilizó
mi conciencia, al fin y al cabo ese sujeto le ha estado quitando el puesto a jóvenes como yo, más ágiles, más preparados, con más
conocimientos y con ganas de trabajar y comerse el mundo.
No me importa que la empresa sea calculadora y
asquerosamente egoísta e inhumana, una entidad que sólo mira su propio
beneficio y para la que yo simplemente soy un número: el 2017
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