
Mi viaje a Sudáfrica se originó en 1979 en la Central Nuclear de Cofrentes, (Valencia). Consciente de la elevada cualificación profesional exigida en los trabajadores que construían la central, llegó un día al hotel de ese pueblo un ingeniero en busca de soldadores y tuberos para realizar un trabajo en Sudáfrica.
El sueldo que ofrecía era el doble del que ganábamos en la central, que era muy alto, y además teníamos los gastos de manutención y alojamiento pagados. Una cláusula estipulaba que cada seis meses teníamos derecho a una paga extra de trescientas mil pesetas y a disfrutar de un mes de vacaciones en España con los gastos de viajes a cargo de la empresa. En cambio, aquél que solicitara el regreso antes de los seis meses, se le descontaría de la liquidación el precio de los viajes y una indemnización por los gastos ocasionados en su contratación.
Al principio la gente no estaba por la labor, habida cuenta de que en Cofrentes lo ganábamos bien y estábamos en España, cerca de la familia, a la que veíamos cada fin de semana. De Sudáfrica nos llegaban los ecos del Apartheid, y el ambiente de preguerra que se respiraba ante tanto atentado independentista. La mayoría de los trabajadores de Cofrentes preferíamos ganar menos y quedarnos en nuestro país.
Pero siempre surgen intrépidos dispuestos a ir adonde sea, y una primera expedición se organizó a los pocos meses de la visita del ingeniero. El resto nos quedamos en la central, a la espera de saber cómo les iba a los aventureros.
El primer requisito era ir a Madrid y pasar unos exámenes prácticos para homologar a los soldadores. La prueba se realizaba en el Instituto Politécnico Virgen de
Como sucede en todos los montajes industriales, en la central de Cofrentes aparecieron los bocazas de siempre, que presumían de ser expertos en esa clase de electrodos y de tener un armario lleno de esas homologaciones, fruto de sus numerosos años de experiencias laborales en plataformas petrolíferas y gaseoductos por todo el mundo. Estos aconsejaban a los no iniciados en ese material que no fuesen a hacer la prueba para no hacer el ridículo y ahorrarse el viaje.
Eso fue lo que me desmotivó a presentarme en la primera expedición, pues yo hacía tiempo que había dejado la soldadura y me dedicaba a controlar las que hacían los demás. Pero cuando finalizó mi contrato en Cofrentes, me fui a ver la empresa que contrataba para Sudáfrica.
Las oficinas estaban en la calle Padre Damián, pegada al estadio Bernabeu. En la puerta me encontré con un nutrido grupo de compañeros de la central nuclear, entre ellos varios de los supuestos experimentados. Quedamos citados para la semana siguiente en el Instituto Politécnico.
Aquel día, a las nueve de la mañana, ya estábamos todos preparados en los talleres del Instituto. Nos recibieron tres ingenieros ingleses, representantes de la empresa que nos contrataba, y un americano, que actuaba en nombre de la empresa FLÚOR COMPANY, la constructora del proyecto.
Después de pasar lista nos adjudicaron un número a cada uno y pasamos a una sala dividida en múltiples reservados, separados entre sí por un panel de madera. En cada compartimento había una máquina de soldar con un equipo completo de herramientas.
Allí comprobé una vez más que hay que confiar en uno mismo y no hacer caso a lo que diga la gente: dos de los supuestos expertos suspendieron la prueba; yo la aprobé a la primera, a pesar de mi inexperiencia en el material celulósico.
Ellos no aceptaban el resultado de las radiografías. Decían que alguien había manipulado o cambiado los nombres, que era inexplicable que otros aprobasen siendo novicios en ese método, y ellos, que eran documentados técnicos veteranos, fallasen. Sus compañeros, aquellos que formaban parte de su grupo por haber trabajado juntos en varios proyectos, los apoyaban. El técnico que realizó las radiografías juraba que él no conocía a ninguno de los examinados y que no había manipulado nada, que los tubos estaban marcados con nuestro número y nombre. Pero el ingeniero de la empresa americana ordenó repetir las pruebas delante de él.
Los que originaron el problema fallaron de nuevo el examen y se fueron humillados. A la semana siguiente, me llamaron a casa para firmar el contrato. El ingeniero, a ver en mi currículum que había trabajado como control de calidad en Francia, me dijo que nadie mejor que un supervisor de Calidad y soldador experimentado para detectar los fallos en la ejecución de las soldaduras, y que mi trabajo sería ambivalente: controlar la calidad y reparar los fallos.
La compañía Iberia realizaba el trayecto de Madrid- Johannesburgo en once horas de vuelo, incluyendo una hora de escala en Kinshasa (El Zaire).
Me avisaron de que en una semana estarían listos los visados y me fui a casa con el contrato firmado, indeciso aún por tener que abandonar a la familia. Pero en 1980 el paro comenzaba a ser preocupante y la situación política no presagiaba nada bueno. Al llegar a Valencia, comencé a preparar mi equipaje.