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MEMORIA INFAME
Recuerdo
un día a finales de primavera de esos
azules impregnado de aromas que te llenan la cabeza de sueños con la
certidumbre de verlos realizados en breve. Me dirigía a una casa situada a la
entrada del pueblo a llevar una capacha de verduras de mi huerta: tomates,
pimientos, papas, y unas brevas de la higuera que había plantado mi abuelo
cuando yo era un niño.
Al
acercarme lo vi sentado en la escalera frente a la puerta, jugueteando con un
gatito que lo desafiaba panza
arriba; él le hacía cosquillas y el minino le mordía y arañaba las manos,
mostrando unos finos colmillos en sus fauces abiertas, los ojos mirándole fijos
y las uñas extendidas como garfios.
Tres
escalones daban acceso al cobertizo, en cuya madera se enredaban los sarmientos
de una parra, creando un techo de hojas de variados tonos verdes, de entre las cuales colgaban
unos racimos de pequeñas y compactas uvas, aún
inmaduras, vigiladas de cerca por una avispa que revoloteaba de un lado a otro.
Empotradas
en el blanco muro de la fachada había
unas ventanas cuadradas a cada
lado de la puerta donde, escondidas tras unas rejas y flanqueadas por blancos
visillos, se asomaban unas macetas de geranios y violetas.
El
lado izquierdo de la casa estaba cubierto por una madreselva que alcanzaba al
tejado y se aferraba a las tejas de
arcilla roja recubiertas de musgo y
manchadas de rodales parduscos por
las lágrimas de los años. En el lado derecho, a tres metros de la casa y
rodeado de macetas, se hallaba un pozo con brocal de encalada argamasa,
cubierto con una galleta de madera sobre la cual descansaba un cubo de lata
asido a una soga de esparto.
Lo
saludé cuando estaba ya a un par de metros y el hombre se me quedó mirando sonriendo, sin
dejar de acariciar al felino con su mano fuerte y sarmentosa, que delataba la
dureza con que la vida la había tratado. Tenía el pelo abundante y todo blanco;
los ojos vidriosos, cercados por profundas ojeras; la cara llenita, cuarteada
de arrugas y tostada por los jornales echados durante años en los campos.
—Buenos días tenga usted
— le dije, y él me miró en silencio antes de responder.
—Buenos días, en qué puedo servirle.
—Soy su hijo. ¿No me
reconoce?
Y
el anciano que me mira muy serio, cribando sus recuerdos, no hallando aquéllos
que le unen a mí. Tras unos segundos de doloroso silencio, mueve la cabeza y dice;
—Y cómo está usted
No
me ha reconocido, no se acuerda de que toda su vida la dedicó a cuidarme, ni
que su familia era lo más grande que tenía, y que todo lo había dado por sus
hijos.
—Estamos bien, padre; los niños en el
colegio y tu nuera preparando el almuerzo. Te he traído unos tomates y
pimientos del huerto para que veas qué grandes se crían y te los comas en
ensalada o fritos. Cuando venga mi mujer le dices que te los prepare —Sé que me
va a decir que no: nunca se fue con desconocidos; pero yo le invito— ¿Quieres venir a casa a almorzar con
nosotros? Mucho se alegrarán de verte tus nietos, y podrás jugar con ellos y
contarle historias… Ésas que hace años me contabas a mí cuando yo era un chiquillo.
Y
el anciano niega con la cabeza; luego dice que no, que está bien allí, que
pronto vendrá a verle Antonio, su hijo. No me reconoce, no se acuerda de que
fui su niño, su preferido, aquél que llevaba
siempre consigo a trabajar al
huerto o a cualquier otro sitio, el mismo al que cuando se encontraba con algún
amigo le echaba una mano en el hombro y decía muy orgulloso: Éste es mi hijo.
Ni
siquiera recuerda a lo más grande que el mundo ha parido: su adorada esposa, mi madre. La pobre trabajó como una
mula para sacar adelante a sus cinco hijos; pero todo fue en vano, pues poco a
poco los fue perdiendo: el uno se fue muy lejos, a Australia, tan lejos que no
pudo ahorrar para el viaje de regreso. El otro a Francia, que aunque también
era lejos hubiera venido si no hubiera caído
enfermo; pero los otros dos en accidente murieron, aplastados entre la chatarra
de un coche, chillando entre retorcidos hierros. Eso la volvió loca, y la Dama Enlutada se la llevó al poco tiempo.
Sólo
quedo yo, testigo del amor y desvelos que de ellos he recibido... Bueno,
quedamos dos: mi padre y yo, y esa
buena mujer que Dios me ha
concedido por esposa, la que ha
parido a mis hijos. La misma que a la hora del almuerzo le traerá pan, una
cazuela de comida caliente y media botella de vino, le arreglará la casa y le
cubrirá de cariño.
Me
siento a su lado en el escalón, le ofrezco un cigarro, se lo enciendo y le
digo:
—Tienes
que venirte a casa, papá, aquí no podemos cuidarte como te mereces... Y te
pierdes la compañía de los niños.
Pero
él no responde y sonríe. Se gira un poco para acariciar a Tomy, el mastín que
guarda la casa, que apareció de
súbito en la puerta y se puso a mirarme con la cabeza alzada y gruñendo delante
de mi viejo cuando me vio llegar, dispuesto a morir defendiéndolo, y que al
reconocerme se ha tumbado a su lado y permanece tranquilo moviendo el rabo.
Tomy, un animal que devuelve con
interés usurero el cariño recibido de su amo a lo largo de sus diez añitos.
—Bueno,
me voy. Cuídese, padre. Luego vendrá a verle su nuera, y tal vez mis hijos.
—Vaya usted con Dios, caballero. Gracias
por el tabaco.
Hola Juan. De nuevo en la palestra tras las vacaciones. Bonito relato donde dejas constancia de las maldades de ese jodido alemán que nos acecha, ese tal Alzheimer, que nos espera al final de la vida para hacernos perder la memoria y el disfrute de nuestros seres queridos. Si nuestros padres pierden la memoria, nosotros no podemos perderla y hemos de seguir llevándole tomates, patatas y pimientos de nuestro huerto de la vida.
ResponderEliminarUn afectuoso saludo y vuelvo a leerte y compartir contigo.
¡Qué triste! Disfruté con las descripciones iniciales, pero luego algo me encogió las tripas.
ResponderEliminar¡Cuánta razón tiene Antonio! Si ellos no recuerdan, nosotros no podemos olvidar.
Un abrazo.
P.S.- Me ha gustado, aunque duela.
Hola, Antonio, bienvenido de nuevo. Ya he entrado a tu blog y he leído la maravillosa crónica de tus vacaciones.
ResponderEliminarTriste final para tantos ancianos, este del Alzéimer, después de tanto esfuerzo no poder recoger los frutos.
Parece ser que se está estudiando alguna vacuna o tratamiento previsor. Ojalá encuentren remedio.
Un abrazo.
Me sorprendes, g,l,r. ¿encogerte tú, el maestro de relatos de terror?
ResponderEliminarBueno, la verdad es que se siente mucha pena al ver personas en esa situación.Triste sí que es el relato, la verdad, pero deseaba contar la realidad de muchas personas que no merecen una vida así.
Un abrazo.
Ay, Juan... Qué relato más triste. Y el miedo o respeto que le tengo a esa enfermedad hacen que me llegue más aún... Que pueda padecerla un padre, un abuelo, un amigo o incluso uno mismo, debe ser algo... ni siquiera encuentro la palabra adecuada.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho leerte;)
Un besito para ti :)
Hola Juan !!!
ResponderEliminarEsta enfermedad para mi es la mas cruel y el peor cancer... permite que te quedes sin tus propios recuerdos,tus vivencias,tus seres queridos,incluso te arranca a la persona amada de toda una vida haciendola una complta desconocida...Que asco de vida,NI TUS RECUERDOS.
El relato lo he leido en dos veces,es muy duro.
Un abrazo.
Lady Luna, yo también temo a esa enfermedad, debe ser terrible sentirse como un intruso en este mundo, preguntándose continuamente quienes son, y qué hacen en aquí.
ResponderEliminarPrometo escribir algo más alegre la próxima vez. Un beso.
No sé qué decirte, Mari, el cáncer es mucha enfermedad, y además es dolorosa.
ResponderEliminarYo he visto algunas personas con Alzéimer y no parecen sufrir físicamente, sólo que viven con expresión ausente.
Mejor ninguna.
Te prometo algo más alegre la próxima entrada.
Un beso.
Hola, amigo. Vaya, yo siempre he dicho que las peores enfermedades son las de la mente. Les tengo más miedo que a las otras, porque no hay nada peor que no estar en tu juicio.
ResponderEliminarEl alzehimer es tremendo porque te va extirpando todo, tus vivencias de toda la vida, los recuerdos de los seres amados, etc. Qué te queda al final de la vida si te despojan hasta de todo aquello que te ha hecho vibrar, sentir: la nada. Toda una vida reducida a la nada. Y la NADA nos aterroriza. Acaba por dejarnos en poco más que un mueble, por no decir, lo doloroso que tiene que ser para los familiares que ven como no son reconocidos. Además, es cierto lo que dices, al final se quedan sin expresión y puede que no recuerden, pero esto, amigo, es gradual, desde que la diagnostican y te das cuenta de lo que te espera hasta ese momento… Como bien dices, mejor ninguna. Ojalá la medicina avance lo suficiente para erradicar o, al menos, minimizar los sufrimientos, puesto que todos partiremos algún día.
Un tema que nos toca la fibra, sin duda. Un gusto que nos hagas pensar, que también está bien. No hay que esconder la cabeza como el avestruz ante los temas difíciles. Hay momentos para todo en esta vida.
Un beso,
Margarita
Hola, Margarita, gracias por tu valiosa opinión.
ResponderEliminarLo mejor es no tener que enfrentarse a ninguna de esas terribles enfermedades que ya conocemos.Sí podemos, en cambio, preveer sus efectos en nuestra familia tomando consciencia de lo que ello significaría si llegasen a producirse. Pensar que no debemos dejarlos solos,que se sientan queridos. O como dice Antonio: no olvidarnos de ellos aunque ellos nos olviden.
Un beso, amiga.
Es triste, sobre todo para los que son espectadores de ese deterioro, pero si el que lo "sufre" no es consciente de ello a lo mejor es feliz; ese padre lo parece. Quizás porque en el fondo sabe que a lo largo de su vida hizo lo que debia hacer y lo hizo bien.
ResponderEliminarBesos.
Tienes razón, Lola, son los que viven en su entorno los que sufren al ver en ese estado a sus seres queridos; ellos, al parecer, no saben que padecen la enfermedad.
ResponderEliminarTampoco sabemos nosotros qué es lo que realmente piensan y sienten
Un beso.
Conmovedor relato Juan, me ha llevado a recordar a mi querida Tía Justa, hermana de mi madre, que tenía Alzheimer, y un día no sé cómo, se metió bajo las ruedas de una Alsina cuando llegaba a su pueblo, Berchules, falleció poco despues del accidente, pero era muy triste ver a aquella mujer, que fue tan cariñosa y calurosa con todos cuando era la panadera de la tahona del pueblo, en aquella situación...Me has conmovido con tu relato, Juan Enhora buena Artista...Un abrazo.
ResponderEliminarMe partes el corazón, Francisco, qué pena lo de tu tía Justa.Lo siento mucho. Abrazos, amigo, y gracias por compartir tu triste experiencia-
ResponderEliminarJuan he visitado tu blog, es precioso y este escrito me encanta,
ResponderEliminarescribes de lujo amigo poeta, ya volveré otro ratito.
Besos Juan.
Rosario Ayllón.
Muchas gracias, y bienvenida, Rosario. Muchos besos
EliminarComo decía mi abuela:¡Que dios nos libre!
ResponderEliminar¡Eso, María, que Dios nos libre! Gracias por venir. Un beso fuerte para ti y abrazo a tu marido
EliminarMe has sacado una sonrisa de tristeza. Yo , también tengo 7n familiar, se lo que es.
ResponderEliminarSaludos.