Los que me conocen dicen que soy un hombre conflictivo, que cuando no tiene un problema se lo inventa, que si tengo un pasado lleno de borrones, que miro a la gente con los cristales opacos del orgullo y la soberbia, que miro debajo las alfombras… ¡Vaya tela! ¡Si yo sólo he reclamado esporádicamente mis derechos!
Por ejemplo, sin ir más lejos: lo que me sucedió hace poco con una mujer rica que regresó de las vacaciones.
Resulta que desde hacía cuatro años y para poder llegar a fin de mes con mi pensión, devaluada a causa del 15 % de pérdida de poder adquisitivo, al no ser actualizada con el IPC anual tal como manda la Constitución (Artículo 50. Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad), yo me colocaba cada día en la puerta de una casa señorial situada junto a la iglesia, y la dueña salía cada mañana a eso de las doce, me saludaba con un escueto “Buenos días” y me entregaba un euro, con el cual yo me iba a Mercadona y compraba una barra de pan y una lata de atún, o un litro de leche (o de vino, para echarle ánimo y perder la vergüenza.)
Pero hete aquí que el otro día regresó de pasar un mes de vacaciones en Canarias y, tras mi saludo amable interesándome por su estado y el de su familia, ella me entregó el acostumbrado euro.
Yo miré la moneda moviendo la cabeza y escuché dentro de mí una voz que decía: ¡No lo permitas!, son cuatro años de antigüedad; tienes derechos adquiridos.
—Señora, disculpe, pero ésa no es la cuenta —le dije.
Y ella lanzó su mirada contra mí con los ojos saltándole de las cuencas y los labios estreñidos con tanta rabia que me encogí y me cubrí la cara con los brazos.
—¿Pero cómo se atreve? ¡Encima que le doy un euro cada día…! — me espetó
—Pues a eso me refiero, señora —alegué yo muy serio y compungido—, que me falta el euro de cada día que ha faltado usted. Yo he estado en mi puesto, clavado como una farola, iluminando su puerta con mi presencia. Según mis cuentas, usted me debía haber dado treinta y un euros con el de hoy…
Y ella con los ojos encendidos como los faros de los Amarillos, y las venas del cuello hinchadas como rabos de lagartos, las montañas rusas bajando y subiendo y respirando fuerte y agitadamente, ¡Ah... ah..., ah...! (Yo creí que ella tenía un orgasmo). Y de pronto, exclamó:
— ¡¿Habrase visto?! Pero qué te has creído, imbécil! ¡Que te den!
Y me dejó plantado.
¡Joé, qué modales!, pensé. ¡Yo que creía que la riqueza iba acompañada de la educación y cultura! Y la vocecita que me decía: ¡No te cortes, díselo! Y colocando las dos manos junto a la boca como altavoz grité:
—¿Sí?¡Pues entonces búscate a otro pobre, que con éste no presumes más de riqueza ni de buenas obras ante los vecinos! ¡Ea!, ya está dicho.
Y me fui.
Cuando me acercaba a mi casa, salió de detrás de un contenedor de basuras la señora Depresión. Se abalanzó a mí y aferró mi garganta, ahogándome y dejándome sin fuerzas, encogido, angustiado y lagrimoso. Y la vocecita que antes me azuzaba ahora se pasó al otro bando y me reprochaba: ¿Pero qué has hecho, idiota? ¿Adónde vas a ir ahora, quién te va a dar de comer, quién te dará trabajo?
Llegué a mi casa arrastrándome y deprimido (¡Claro, si llevaba a cuestas la Depresión!) y entré y me senté en la cocina, crucé los brazos sobre la mesa y hundí mi cabeza en ellos para disimular mi pena.
Mi mujer, que es muy lista, se dio cuenta enseguida de que me pasaba algo y me preguntó:
—¿Qué te pasa, cariño?
— Nada.
— Venga, cuéntamelo.
—Que he perdido mi puesto de trabajo
—¡Joé! Cómo ha sido eso.
— Pues ya ves: Mi genio.
—Bueno, pues ya encontrarás otro.
—¿A mi edad? Soy un desgraciado, si supieras cuánto lamento no poder darte todo lo que quisiera y te mereces… Me gustaría ser una persona rica y famosa, algo así como Etoo, Iniesta, Casillas o Zapatero… O el Rey, para darte un palacio donde vivieras como la Reina, que es lo que te mereces.
Y ella que me acaricia la mejilla y dice:
—No seas bobo, ¡con lo que yo te quiero así!
¡UF! ¡UF! Esas cosas no se pueden decir así de golpe en un día como ese. ¡Mira, mira!: tengo la piel como el papel de lija, los vellos como puntas de alcauciles.
Y al oír eso me levanté, la abracé y, recordando una frase que leí el otro día en la feria del libro, le dije:
— “No te quiero por cómo eres, sino por cómo me siento yo cuando estoy contigo.”
Y entonces ella, que jamás había oído esa frase y creyó que era mía, se derritió. Dejó caer al suelo el vestido y lanzó el sujetador al aire —que vino a caer sobre la olla exprés—, las bragas volaron sobre el frigorífico y dejaron a San Pancracio sin perejil... Total, que tuve que hacerle el amor allí mismo. Y después del revolcón, aún sudorosos ambos, le prometí buscar trabajo cuanto antes.
Ahora que lo pienso: tengo un par de poesías publicadas en el libro de poemas que me traje de Sigüenza: creo que eso sirve para mi currículo y me será más fácil encontrar un nuevo trabajo.
¿Se imaginan la cara de papa hinchada de orgullo de mi jefa mostrándole a sus amigas en la puerta de la iglesia al salir de misa el libro de poemas, y presumiendo de tener en su puerta un pobre "poeta"?
Sí, ya sé: pensarán ustedes que carezco de dignidad, de orgullo, que es una vergüenza tener a mi familia así… ¿Pero qué quieren que haga? En Andalucía siempre ha sido así. Nada ha cambiado: con la Monarquía, la Dictadura, o con la Democracia, gobierne la Derecha o la Izquierda…, el obrero andaluz siempre ha sido humillado y obligado a vivir de las limosnas.
Y todos tan contentos; nadie se levanta... De casi ochocientos mil habitantes que tiene la Bahía de Cádiz, con una tasa del 30 % de parados, sólo unas seis mil personas salieron a la calle a protestar por la mala situación que vivimos, los recortes de derechos y la falsa Democracia que impera en España.
Y no voy a ser yo, a mi edad, quien cambie eso.