Juan Ramón Jiménez.
Ahora que estás ausente, hablando con tus dioses
déjame Juan Ramón depositar el Libro de los Muertos
en tu lejana tumba donde reposas tú,
sochantre de los cantores poéticos,
y después de arrodillarme ante la cruz de tu humilladero
liberar la éntasis de tu poesía,
para que se derrame sobre la tierra.
¿Por qué tiene que morir un poeta como tú,
o es que ha muerto el que iba a tu lado sin tú verlo?
¿ Cómo es posible que la sustancia de todo lo vivido por ti
no se esparza, sume y magnifique entre nosotros?
¿Pueden los acantilados resistir el oleaje de la mar bravía
y no dejarse invadir los hombres por la fuerza de las olas
de tu poesía?
Que vengan los dioses, y los rayos del sol derritan sus alas,
para poder hablar con ellos y decirles lo que te recordamos,
lo que te necesitamos y ¡ oh ! seres supremos, recoger
alguna gota de tu esencia inmortal e inolvidable.
Mi primer contacto contigo se produjo en el café de las sorpresas,
donde un niño asombrado convivió con Platero,
rodeado de luz y de mariposas de colores,
acariciando su piel como de algodón
y viviendo con plenitud sus aventuras poéticas.
Las mariposas siguen volando hoy día, amigo, a tu alrededor,
pero no nos abandones nunca a nosotros,
los niños, que siempre te amaremos.
Juan Ramón, tú el loco, de barba nazarena,
me han oscurecido tu recuerdo con la veladura
de un premio Nóbel, pero tú seguirás siendo el único canto
que soy capaz de identificar entre el de las miles de aves del cielo,
porque tu voz tiene una presencia eterna y tu sustancia es inmortal.
Déjame que ciña la hopalanda de los antiguos discípulos para asistir
boquiabierto a tu cátedra, palpitando mis sienes, latiendo mi corazón
a tu lado, sin verte, sólo soñándote, pleno de ti.
Te descubrí de niño, te adoré de adolescente y ahora estoy
descubriéndote en Moguer, haciendo, tú y Zenobia juntos
en su cementerio, la verdadera ciudad poética que soñabas.
Rompan los hombres tu silencio declamando tus versos,
rescatando tu voz desde la sepultura en que te intentaron hundir
aquellos a los que ignorabas con tu talento inolvidable,
desde tu flaqueza física y tu portentosa intelectualidad,
escondiéndote, unas veces en las casas de socorro,
soñando con el océano, por fin descubierto,
y otras en la lejana cátedra americana en que te refugiaste.
¿Dónde está ahora esa inquietud que te ahogaba
y que nunca supiste descubrir, dónde esa fortaleza mental,
dónde ese amor sin igual a la profundidad del pensamiento,
a las cosas humildes, a la naturaleza cercana?
Cuando pienso que un hombre como tú ha podido morir
habiéndote estrechado en mi corazón de adolescente,
y entregado años más tarde en tu lectura meditada,
creo que los montes pueden hacerse arena
y el mar desaparecer por las rendijas de un desagüe universal.
Tu destino de muerte estaba muy lejos de Moguer,
¡oh! qué lejos de parecerse aquel profesor americano
a tu primavera de hombre, hoy paloma perdida.
hoy paloma herida en el último rincón de tu estancia.
¡oh! qué soledad de sábanas blancas, de dolor infinito.
de plateadas estrellas colándose por las persianas,
de cuidados litúrgicos, de sueños imposibles.
Yo no puedo cambiar el orden establecido,
mas si los dioses desaparecieran podría universalizarse tu voz,
impregnarse las sábanas de tu palabra prodigiosa,
y cantar cada mañana las aves del cielo la alegría de tu salvación.
Podría saludarte desde el café de las sorpresas,
entrar en ti, besar tus manos frías,
aumentar la paz de tus madrugadas,
hablarte de la luna ,del pinar y del viento
con tus poesías al hombro, como Eneas llevó a su padre
hasta las costas de Cartago, y reemplazar tu dolor
por la inmensa y profunda ternura de tus versos.
FERNANDO JIMENEZ-ONTIVEROS