En una de las empresas en que trabajé en París
conocí a dos portugueses: José Fonseca, natural de San Antonio. Era éste
un hombre bajito y ancho de espaldas,
moreno, de frente ancha, cejas espesas y pelo color azabache, ondulado y
peinado hacia atrás. Se había comprado una vivienda en las afueras de Saint Denis,
algo de lo que no habían sido capaces de hacer algunos compañeros de trabajo
franceses, quienes vivían en
habitaciones alquiladas, y por tal motivo sentían hacia él una animadversión que
manifestaban en soeces comentarios sobre el trabajo que debía realizar la
esposa de José para conseguir el dinero necesario para
pagar la casa.
José
Fonseca García, o tal vez García Fonseca, no lo recuerdo, era una bellísima
persona y aunque sin duda alguna debía sentirse ofendido respondía siempre amablemente, argumentando las dobles jornadas
de trabajo que ambos, él y su esposa, habían realizado durante años limpiando
oficinas después de acabar la jornada laboral en
las fábricas.
Era un
hombre trabajador y servicial, jamás protestaba cuando los franceses se negaban
a realizar un trabajo peligroso por los gases o por la radiactividad y el encargado se lo endosaba a él.
Un par
de veces tuve el honor de comer en su casa y allí conocí a su familia: una
mujer bajita y gruesa, que lucía una cara de muñeca de porcelana preciosa, y dos
niños de ocho y doce años, también chaparritos, que enseguida hicieron amistad
conmigo mostrándome todos su deberes escolares y sus juguetes.
Cuando me fui de mi buhardilla, sita en la calle Montmartre, en el centro de París, le dije que si quería se llegase a mi casa para entregarle algunos electrodomésticos y muebles, pues cuando me casé la empresa me entregó las llaves de un
apartamento precioso en Epinay, al norte de París, y yo quería amueblarlo al gusto de mi flamante
esposa.
Trabajé durante dos años con José y al despedirnos nos abrazamos
emocionados y quedamos en visitarnos en España o
en Portugal.
El otro portugués era un joven de 26 años, natural de
Oporto y recien llegado de Angola, en donde había permanecido cinco años
cumpliendo el servicio militar al que obligaba el dictador Salazar.
Parecía
africano: piel tostada, labios gruesos y
cabello fino y rizado. Era bajito, de mi
misma estatura, aquella generación nuestra se había criado con las mismas
deficiencias nutritivas y los huesos no se habían estirado lo suficiente,
resultando un tipo de personas de escasa altura y con tendencia a engordar. En caso de apuros, no servíamos ni para guardias civiles, pues lo único que exigían para entrar en el cuerpo era medir no menos de 1´70, llevar bigote y haber realizado el servicio militar.
Era tan
mala persona, que no recuerdo ni su nombre: le llamábamos “el Porto” (el nombre de su ciudad natal, Oporto), y estaba
medio loco. Era muy violento y se enzarzaba en
discusiones patrióticas, criticando las costumbres francesas, llegando a
las manos ante la más mínina insinuación de superioridad de los franceses. Yo
me llevaba bien con él por miedo. Sentía un miedo atroz a contradecirle; cuando se
enfadaba, sus ojos se hinchaban, parecían salirse de las órbitas y
gritaba para decir las cosas.
En el
comedor de la empresa disfrutaba
relatando anécdotas de su vida en Angola, cuando su batallón rodeaba de noche un poblado y asesinaba a los
habitantes y los descuartizaba con el
machete para no despertar a los otros, y todos violaban a las mujeres y niñas.
Todos dejábamos de comer y lo mirábamos pasmados, preguntándonos qué hacía ese
hombre en la empresa. El Delegado sindical se quejó a la Dirección y dijeron que
nada se podía hacer mientra el realizara bien su trabajo; no se le podía
prohibir al portugués que contara las mismas cosas que ellos, los franceses, habían
hecho en Indochina.
Pero la peor faceta del Porto aún estaba por desvelarse y el destino quiso que fuese yo quien la descubriera:
En mayo
de 1968, París estaba paralizado por las huelgas: no había transporte público ni
abastecimiento a los mercados ni a las estaciones de servicios, y amenazaban
con dejarnos sin gas ni electricidad. La
gente utilizaba su propio vehículo para acudir al trabajo y las gasolineras no tardaron
en quedarse sin carburante.
Yo tenía un coche de segunda mano, un Citroen DS 19, con el depósito lleno
y el jefe me pidió que por favor recogiera a "el Porto", que me cogía casi de
camino, apenas un desvío de un kilómetro, y lo llevara a la fábrica, pues era
muy importante que el prototipo que estaban construyendo en la sección de "el
Porto" se acabara en la fecha prevista. Así lo hice durante una semana, el
tiempo que me duró el combustible. Dejé mi coche abandonado en la avenida de
Rivoli, cerca del museo Louvre.
La
mayoría de las empresas no secundaba la huelga, pero fueron obligadas a cerrar
por falta de suministro y porque los trabajadores no podían acudir a sus
puestos.
Estuve tres o cuatro días sin ir a trabajar,
deambulando por el Quartier Latín, escuchando discursos en la Sorbona y corriendo
delante de los antidisturbios, los CRS, y
llegando a mi casa de madrugada, exhausto tras caminar varios kilómetros.
Súbitamente, una mañana París apareció rodeada de tanques y soldados y apareció el general De
Gaulle en la televisión: “Soy yo o el caos”. Y se acabó la huelga. Todos volvimos a la rutina. La empresa me recompensó por haber llevado al portugués a trabajar mientras pude.
Una
semana después, el viernes por la noche, se presentó en mi casa "el Porto" con
una chica árabe. Era muy joven, creo que no tendría ni 16 años, aunque en su
rostro había huellas de haber vivido momentos muy duros. Yo nunca he sido capaz
de adivinar la edad de los negros ni de los árabes o los orientales y aunque "el Porto" me aseguraba que la chica era mayor de edad no me fiaba. Me dijo que
me la traía en agradecimiento por
haberle llevado a trabajar durante una semana. Me quedé pasmado y sin saber qué
decir.
La
chica me miraba y sonreía, sabía a lo que venía y ella estaba de acuerdo.
Yo no,
yo tenía una relación, nos queríamos mucho y lo que menos deseaba es que llegara en ese momento y se encontrara una mora en mi casa. O que los vecinos llamaran
a la policía y me acusaran de corrupción de menores. Le dije al Portu que se la
llevara, pero él insistió. Decía que la
chica era su amiga, su amante y la de todos los portugueses del edificio en que
vivía, y que no debía rechazar su regalo si yo quería seguir siendo su amigo.
Antes de irse miró a la joven muy serio y le dijo: «Procura que mi amigo no
tenga ninguna queja de ti, o me las pagarás»
Ella
asintió con la cabeza.
Nos
quedamos los dos solos, yo le dije que me explicara un poco de qué iba la cosa
y ella me confesó que vivía en el mismo rellano de "el Porto", que su padre se la
ofrecía a los portugueses por dinero, y que a veces éstos le pegaban. Me pidió
por favor que tomara lo que quisiera de
su cuerpo, pues no quería que "el Porto" se enfadara con ella: "está loco", decía.
A las razones que expuse más arriba, he de
añadir que la chica no me gustaba físicamente. Para nada. No me gustaban las africanas con
su pelo alborotado y tan rizado, sus labios carnosos, enormes, y su piel
tostada y con marcas tribales. Lo que a mí me gustaban eran las blancas, fuesen morenas, rubias o pelirrojas. Más tarde descubriría las mulatas
nacidas de la unión del hombre blanco
sudafricano y las negras nativas. Eso era otra cosa. Copular con aquella niña argelina no me tentaba lo más mínimo, y menos sabiendo que ella venía forzada y, de hacerlo, ella no sentiría ningún placer porque como a toda
musulmana intuía que le habrían extirpado el clítoris.
Pasamos
la noche hablando sentados el uno frente
al otro, sin hacer ruido por temor a los vecinos. A las cinco, en el primer
metro, se fue a su casa.
Ya en
el trabajo el Porto me preguntó cómo se había portado y yo le dije que
maravillosamente; pero que no lo repitiera porque yo tenía novia y me había puesto en un grave aprieto.
El día de san Fermín la empresa cerraba
durante tres semanas por vacaciones. El Porto dijo que no pensaba volver, que
se quedaba en Oporto, y me preguntó si quería traerlo hasta Irún, donde cogería
un tren para Portugal. Se despidió de todos durante la comida pagando unas
botellas de vino, y los compañeros
franceses, quienes por un vaso de Côtes du Rhône eran capaces de invitarte a hacer cama redonda con sus esposas, le abrazaron efusivamente con
los ojos brillantes por la emoción.
Yo no quería quedar mal ni con él ni con la empresa, y acepté traerlo. Me
aseguré de que sus papeles estaban en
regla y de que no llevaba nada que me comprometiera, y de mala gana le recogí
al día siguiente y me lo traje hasta Irún.
Me detuve delante de la estación de RENFE, y él me dijo
que esperase cinco minutos, que él iba a ver el horario de trenes y si tenía que esperar mucho me invitaría a unas cervezas y al chuletón. " Anda y que te jodan", pensé, y nada más lo vi entrar en la estación, arranqué el coche y salí en dirección a
Pamplona.