El día 15 de agosto lucía un sol esplendido en toda
Andalucía, y oleadas de turistas
arribaban a las playas de la Costa del Sol, los unos para disfrutar del
puente, los otros para pasar unas cortas vacaciones. La crisis económica se
hacía notar y quienes antes disfrutaban de un mes de vacaciones ahora las
habían reducido a una o dos semanas.
En Fuengirola vivía Miguel, un joven de veintiocho
años que trabajaba en una inmobiliaria
y disfrutaba como todo el mundo del día festivo. Ese día, sobre las once de la
mañana, se hallaba tumbado en la arena de
la playa cuando llegó una pareja, cuyas edades oscilaban entre los
cuarenta-cuarenta y cinco años, y se
instalaron al lado.
El marido se
fue a caminar por la orilla y ella inició una conversación banal con Miguel
sobre la ciudad, interesándose por sus ofertas turísticas, pues ellos eran de Salamanca y era la primera vez que venían a Fuengirola. Ella deseaba disfrutar a
tope de sus merecidas vacaciones.
Miguel le informó de los lugares típicos de la ciudad
y de sus zonas de ocio y de copas. Para comer le recomendó un conocido restaurante al que
acudía mucha gente porque se comía muy
bien y el precio era moderado.
— Yo voy a comer a mi casa, y paso por delante del
restaurante. Si ustedes quieren, yo les puedo llevar y recogerles luego. No supone para mí ninguna
molestia: Yo vengo todas las tardes a la playa.
Ella aceptó
encantada.
—¡ Oh, me parece estupendo! Muchas gracias.
Cuando regresó el marido, ella le presentó a Miguel
y se quedaron charlando hasta las dos de la tarde, momento en que recogieron
sus enseres y se dirigieron al coche del joven.
Tras unos diez minutos de conducción en una avenida
atestada de vehículos, llegaron a un restaurante escondido entre los pinos,
edificado sobre un acantilado al borde de la costa, y la mujer salmantina invitó a Miguel a comer
con ellos. La comida fue excelente, el lugar maravilloso, frente al mar. Después
de devorar la exquisita comida, permanecieron algo más de media hora de
sobremesa. Miguel estaba muy contento y no dejaba de hablar y contar anécdotas
y chistes.
De pronto el
marido dijo que ellos estaban acostumbrados a dormir la siesta y querían regresar
al hotel. Miguel los llevó gustosamente y entonces ella, mirándole a los ojos,
le dijo: ¿Quieres subir con nosotros y
estar un rato hasta que bajemos a la playa? Ahora hace mucha calor para
estar tumbado en la arena... puedes coger una insolación...
A Miguel ya
se le estaban erizando las antenas, mucha hospitalidad, mucha amabilidad, y la
tía estaba buenísima, la había contemplado en bikini y a pesar de que pasaría
de los cuarenta su cuerpo no tenía nada que envidiar a los de sus amigas, mucho
más jóvenes. La mujer era preciosa. Caminaba delante de él muy segura con el
cigarrillo en la mano, mirando de reojo sabiendo que Miguel tenía la mirada
clavada en su trasero.
La habitación del hotel era amplia y tenía una cama grande
con una mesita de noche a cada lado. Enfrente, un aparador con el televisor,
caja de seguridad y el mueble bar. El marido se echó en un lado de la cama e
invitó a Miguel a hacer lo mismo en el otro;
ella entró en el baño. El marido buscó un buen programa con el mando a
distancia del televisor, y encontró una película antigua del Oeste. Miguel, muy nervioso, yacía en el mismo borde
de la cama, pensando que no debía de haber subido a la habitación. Estaba
cohibido, se sentía fuera de lugar.
Entonces apareció ella con un camisón transparente bajo el cual se marcaban las bragas negras. Sonrió tímidamente
a Miguel y subió a la cama y se sentó en medio, apoyando la cabeza sobre el
cabezal de la cama. Miguel estaba hechizado por las piernas de la mujer y por
lo que adivinaba bajo el camisón. El marido y ella se miraron un instante, ella
negó con la cabeza. Él se levantó de la cama, le sacó el camisón tirando hacia
arriba y luego le quitó bruscamente las bragas. Miguel
entonces comprendió que le habían tendido una encerrona y su nerviosismo
aumentó. Ella le sonreía y él comenzó a acariciarla, a besarle las piernas, el
pubis y los senos, luego se alzó y la besó en la boca; ella respondió
entregándole su lengua. El marido simplemente les observaba, lo cual ponía a
Miguel aún mas nervioso.
Miguel no
salía de su asombro, jamás en su vida había vivido una experiencia similar. La
mujer estaba buenísima y le acariciaba dulcemente. Se inclinó sobre Miguel, le
desabrochó la correa y el pantalón, le sacó su miembro viril y comenzó a
hacerle una felación como a Miguel jamás le habían hecho.
Miguel aferró su trasero y acarició con los dedos
sus zonas íntimas, luego ella se tumbó de espaldas y se abrió de piernas
invitando con la mirada a Miguel a poseerla. Miguel, convertido en manojo de
nervios, luchaba por mantenerse sereno y complacer a la preciosa mujer; pero
por otro lado le cortaba el hecho de que su marido estuviera observándole. Esto
le estaba afectando tanto, que le impedía tener la erección. Y agobiado por el
pensamiento del ridículo que haría si finalmente se producía el gatillazo, su
miembro se ponía cada vez más flácido.
Miguel se puso de rodillas, levantó las piernas de
ella y contempló el hermoso y sensual triángulo de vello corto y rizado que
cubría su sexo. Se inclinó y comenzó a
besar su vientre, descendiendo poco a poco hasta el pubis. Ella elevaba su trasero, solicitando caricias. Miguel escuchaba las entrecortados gemidos de la
mujer, quien puso su mano sobre su cabeza y la apretaba contra elle,
conminándole a continuar...
El joven estaba alucinado, gozaba al escuchar los
gemidos de ella. De pronto el marido se
levantó, sacó su miembro viril y lo introdujo en la boca de ella, y ante las
dulces y expertas caricias no tardó en alcanzar el orgasmo. Y Miguel, consciente
de que sólo quedaba él y no lograba la erección, se tumbó en la cama con el
rostro compungido, avergonzado de su fracaso.
Tenía ganas de llorar. Jamás en la vida hubiera
imaginado tener una oportunidad cono aquella: la hermosa mujer que durante la
mañana le había puesto a cien solo con mirarla en bikini se había entregado
totalmente, y él, en vez de disfrutar de
ella, se había quedado paralizado por los nervios, dando al traste con el
hermoso e inesperado regalo que ella le
ofrecía.
Era la primera vez de todo: la primera vez que tenía
una aventura con una turista, la primera vez que tenía una mujer bellísima a su
disposición con la complicidad del marido. "Yo solo busco la felicidad de
mi esposa, llevamos veinticuatro años casados y
he querido que ella conozca otro hombre para que compare conmigo",
le dijo éste al ver su cara de asombro.
¿Qué estaría pensando ahora? ¿Estaría contento de su
fracaso porque así demostraba a su esposa que nadie como él para satisfacerla? ¿Y ella, qué estaría
pensando?
Miguel se sentó en
la cama, dispuesto a marcharse. No osaba levantar la mirada del suelo y
tenía los ojos lagrimosos. Ella, al verlo en tal situación, le abrazó y le besó
en la cara y en la boca:
— No te preocupes, chico, es normal: ha sido todo
muy rápido e imprevisto, no estás acostumbrado a hacerlo delante de otros y eso
te ha cortado. Le hubiera pasado a cualquiera. Ahora olvida tu fracaso y
quédate con lo bueno: las caricias y los besos, el sexo oral... Me has llevado
al cielo, hijo, y eso también cuenta.
-- Quizás si te hubieras puesto de otra forma... No
te he visto el trasero, y eso es lo que
más me excita.
Entonces ella se puso de rodillas en la cama y luego
bajó la cabeza hasta las sabanas mostrando su precios culo abierto ante la
mirada atónita y embelesada de Miguel. Éste tomó en sus manos aquellas blancas
y delicadas nalgas, que tanto había deseado en la playa, y comenzó a besarlas.
Introdujo su nariz entre los glúteos y comenzó a besar y acariciar todo lo que
tenía ante sus ojos.
Para nada, no consiguió la erección y ella puso fin
a su suplicio levantándose y dirigiéndose al baño.
— Espero que esto no salga de aquí—dijo el marido—.
Hemos pasado un buen rato, hemos tenido una experiencia inolvidable. No habrá
otra. Olvida lo que te ha pasado y guarda solo lo mejor; pero olvídate de mi
esposa, ella nunca más va repetir, así que no la molestes en la playa ni
busques su número de teléfono, por eso no te hemos dicho nuestros nombres. No
intentes verla o comunicarte con ella. Nunca habrá segundas partes.¿Entendido?
Miguel asintió con la cabeza.
— Y ahora nos vamos a tomar algo por ahí y sellamos
nuestro encuentro brindando por nosotros y nuestra felicidad.
Aquella noche Miguel permaneció desvelado todo el
tiempo en su cama, repasando todo los acontecimientos vividos el día anterior,
y dio rienda suelta a sus lágrimas.
Además de sufrir el gatillazo, sentía que había sido utilizado como un
cigarrillo que se aplasta en el cenicero una vez usado.
Intentaría
olvidarlo todo. Guardaría el secreto, pues de todas formas si lo contara nadie
se lo creería.
FIN