Comencé el día mal: el
despertador no había sonado, pues durante la noche se fue la corriente
eléctrica y el reloj se puso con las luces intermitentes sin funcionar como es
debido.
Total, que me levanté una hora
más tarde, me vestí de prisa y sin probar el desayuno que mi mujer me había
preparado, bajé corriendo las escaleras y me fui volando en mi Peugeot 2005 a la
fábrica.
El jefe no quiso atender mis
motivos porque la cadena de producción estaba atascada en mi puesto de trabajo
y me echó una bronca de mil diablos,
amenazándome con echarme a la calle la próxima vez que eso sucediera, pues en mi
puesto se habían amontonado una gran cantidad de piezas y los siguientes
puestos estaban detenidos por falta del material.
Ocupé mi sitio en la máquina y trabajé a
destajo durante todo el día para recuperar el tiempo perdido, despejar el
atasco y dar servicio a las siguientes
máquinas que dependían de mí.
Cuando sonó la sirena al
finalizar la jornada, yo permanecí un cuarto de hora más para acabar unas
piezas que tenía entre manos y así comenzar sin atrasos al día siguiente. Mis
compañeros entre tanto se dirigieron al vestuario, se ducharon y se cambiaron
de ropa.
Cuando yo llegué a las duchas, empapado de sudor y exhausto, me di cuenta de que ya no había agua caliente, pues
mis compañeros habían agotado la que había en el depósito del termo, y me duché
con agua fría, ¡en febrero!
Decididamente aquél no era mi
día.
Salí de la ducha tirititando y
comencé a secarme con vigor para entrar en calor; luego me dirigí a la sala de
las taquillas donde me esperaba mi ropa de calle. Allí me esperaba otra
sorpresa:
Colgada de mi pantalón, con las
garras hundidas en él de tal manera que no sabia soltarse, se hallaba un gatito de unas cinco semanas de edad. Se había
subido trepando por la pernera del pantalón para alcanzar la repisa de arriba,
donde yo había dejado mi bocadillo intacto, y ahora no sabía soltarse.
El gatito me miraba angustiado y
maullaba con un sonido tan débil que me dio pena. Lo cogí por el centro de su
cuerpecito de manera que mi mano lo abarcaba totalmente. Por encima de mi mano
asomaban sus patitas delanteras, y por debajo las traseras y su diminuto
rabito.
Era tan delgadito que mi dedo
pulgar se juntaba con los otros dedos abrazando su cuerpecillo.
El felino me miraba con sus ojos
verdes grandes y abiertos, y me soplaba amenazadoramente tratando de
impresionarme para que lo soltara. Era de un color atigrado y moteado. Tenía una línea blanca y
fina alrededor de los ojos, y el morrito también blanco. En el cuello amarillento
tenía tres líneas como tres collares oscuros, del mismo color que el pelo del
lomo.
Yo me senté en el banco de madera
y sin soltar al animal le quité el embalaje de aluminio al bocadillo y se lo
puse delante. Era atún en aceite de oliva.
El animal, que estaba hambriento,
no perdía tiempo en masticar ni nada: bocado y para adentro, así una y otra vez
hasta que acabó con el atún. Lo solté en el suelo y comencé a vestirme para
regresar a casa, pero el animal, agradecido, se frotaba su cabecita con mis
pies una y otra vez. No había nadie más en el vestuario y era viernes. Pensé
que el gatito se quedaría solo en el vestuario hasta el lunes, con el único
alimento del pan impregnado en aceite que yo había dejado. Acabé de vestirme y
me dirigí a mi coche. Abrí la puerta y al ir a cerrarla de nuevo una vez sentado en mi asiento vi
como el gatito, que me había seguido, intentaba subirse al vehículo dando
saltos, aunque era tan pequeño que no alcanzaba.
Entonces decidí llevarlo a mi
casa para que mis hijos lo cuidasen durante el fin de semana y devolverlo el
lunes a la fábrica, pues sin duda alguna su madre estaría buscándolo.
Yo no sé lo que pasó, todavía hoy
no puedo explicármelo; pero lo único que sé es que la gatita, pues resultó ser
hembra, entró un viernes de febrero de 1977 en mi casa y salió el 7 de febrero
de 1989, doce años después.
¿Qué tenía ese animal que nos
conquistó a todos?
La verdad es que lo ignoro; pero
vamos a analizar el tema en profundidad y así tal vez descubramos el porqué las
cosas a veces no salen como se piensan.
Lo primero que hicieron mis
cuatro hijos fue pelearse entre ellos
por tener en brazos a la gatita, atiborrándola de alimentos: el uno le daba
paté, el otro leche, otro yogurt, otro carne...
Mi esposa le dio un baño caliente para
quitarle los parásitos que corrían por su vientre y la gata casi se nos muere
de frío. Mi mujer se asustó al verla temblar de aquella manera, y le estuvo
dando calor en su regazo durante toda la tarde, rodeada por los niños que no le
quitaban ojo a la gatita diciendo: ahora me toca a mí — decía uno —, y luego a
mí –respondía otro.
Había de ponerle un nombre, y
decidimos llamarla Elsa, como a la leona de una película que habíamos visto
hacía poco, "Vivir libre".
Mientras tanto, yo no me quitaba
de la mente lo difícil que me iba a resultar llevarme la gata el lunes a la
fábrica. ¿Qué dirían mis hijos? ¿Se opondrían?
Ya me imaginaba sus argumentos, y
no me equivoqué. El domingo por la noche me rodearon medio llorando unos, con cara larga otros, y me
dijeron: ¿Para qué lo has traído entonces? ¿Lo traes muerto de hambre para que
lo cuidemos y ahora que se ha recuperado lo vuelves a abandonar donde estaba
para que se muera?
Finalmente, decidí dejarlo unos
días más hasta que el animal pudiese buscarse la vida solo. Así pasaron los
días, las semanas , los meses y los años.
Nos vimos obligados a proteger el
tresillo con un forro porque a Elsa le encantaba afilarse las uñas en los
sillones; cambiamos tres veces las cortinas y sufríamos mucho cada vez que la
veíamos trepar por ellas, deshilachándolas.
Media docena de figuritas de
porcelana heredadas de la abuela de Carmen, una parejita de ancianos de Lladó con un siglo de antigüedad, acabaron
destrozadas por los suelos.
Pero todo se le perdonaba ante la
desesperación de Carmen, pues cuanto más traviesa era la gata más la querían
los niños, que no cesaban de jugar con ella, provocándola para que ella les
atacase. Otras veces le lanzaban bolitas de papel y Elsa corría y saltaba sobre ellas como si fuera una presa
que había cazado.
A veces la observábamos escondida
toda encogida y en tensión detrás de una silla, dispuesta a saltar sobre su
presa, que no era otra cosa que una bolita de papel que habían dejado olvidada
los niños. Elsa se encogía y de pronto se estiraba dando un salto cayendo sobre
la bolita y le daba manotazos de un lado a otro provocando las risas de mis
hijos. Otras veces les traía la bolita en la boca y la soltaba a los pies de
uno de ellos para que se la lanzase de nuevo para cazarla y volver a
traérnosla. Y repetía la acción una y otra vez hasta que caía rendida en el
suelo y descansaba.
Los pajarillos la volvían loca, y
se pasaba las horas sobre la mesita camilla en el balcón observándoles volar. A
veces las aves se arrimaban a los
cristales y Elsa daba un zarpazo sobre el vidrio intentando cazarlos.
Tenía dos años de edad cuando vio
detenerse un gorrioncillo en la ventana del cuarto de baño. Elsa no
desaprovechó la ocasión que los dioses le ofrecían y avanzó cautelosamente por
el pasillo con la mirada fija en el pajarillo. De pronto tomó carrerilla y se
lanzó sobre él, y el avecilla, asustada al ver lo que se le venía encima, echó a
volar.
Elsa también voló, pues en lugar
de caer sobre el gorrión salió por la ventana planeando hasta caer sobre la
acera, cinco plantas más abajo, desde
doce metros de altura.
Nosotros no nos dimos cuenta de
nada y no fue hasta pasada media hora que la echamos en falta. Comenzamos a
buscarla por toda la casa sin resultado: Elsa no estaba.
Fue cuando nos asomamos al balcón
que vimos a un grupo de niños alrededor
de un gato que avanzaba arrastrándose hacia el portal del edificio, dejando un
rastro de sangre por el camino. Bajamos corriendo por las escaleras sin esperar
al ascensor y comprobamos que era Elsa, nuestra gatita.
Aunque cayó de pie sobre sus
cuatro patas, la inercia del golpe hizo que se diera contra la acera en la boca,
y parecía un monstruo con la cabeza hinchada, deforme, ovalada; la boca
sangrante y también hinchada. Apenas podía respirar.
Mi hija tuvo una crisis de nervios
y de llanto. Intentamos convencerla de que ya nada podíamos hacer, pues el
animal estaría reventado por dentro; pero ella insistía en que la llevásemos
cuanto antes al veterinario, y así lo hicimos.
Después de examinarla
concienzudamente, el veterinario nos dijo:
"Puede ser que tenga el
cráneo partido, en cuyo caso morirá sin remedio. No le voy a hacer radiografías
porque de nada sirve saber que lo tiene fracturado; no se salvará con saberlo y
solo aumentará la factura. Le voy a inyectar dos inyecciones: un anti inflamatorio y un calmante para que no sufra; pero háganse a la idea: Si
tiene fractura craneal, morirá; si no la tiene, podrá curarse."
Efectivamente, a los tres
días, con el morrito hinchado y en carne
viva, ya estaba corriendo por la vivienda.
Aquella experiencia hizo que la
quisiéramos todavía más, pasó a ser uno más de la familia. A Elsa le sirvió
para tenerle pánico a la calle y a las ventanas. Nunca se atrevió a salir más
allá de la puerta del ascensor, y se asomaba por la reja de la escalera y
miraba hacia abajo y regresaba corriendo a casa.
Estuvo diez años más así, sin
salir de mi casa. Las gaviotas y golondrinas pasaban rozando el ventanal del
balcón y eso la volvía loca. Elsa maullaba mirándonos como solicitando que le
cazáramos una para ella.
Durante todos esos años
aprendimos muchas cosas sobre los gatos:
Aprendimos que los olores tienen
gran incidencia sobre su comportamiento. Si alguien trae un olor que la
desagrada ella buscará el punto de donde sale el olor: un pantalón, un calcetín,
una camisa un zapato....y se frotará sobre ese punto para quitárselo y dejar el suyo.
Odian el olor a naranja hasta tal
punto que si alguien intentaba cogerla o acariciarlas después de haberla
comido, Elsa se repuchaba y atacaba de
improviso con todas las uñas fuera.
A mí me arañó la cara, la cabeza y el cuello una vez que quise darle un besito
en la cabecita. Luego comprendí que era por el olor a naranja ya que no me
había lavado todavía los dientes ni las
manos después de comerlas.
Por eso, cuando la gente dice que
los gatos son traicioneros, se vuelven locos y atacan a sus dueños de
improviso, ignoran que es debido al olor que llevan, que posiblemente odien los
gatos.
Una de las primeras cosas que hay
que hacer ( he tenido cuatro gatos, cada uno era diferente en su
comportamiento, y algo he aprendido observándolos), es saber qué olores
desagradan al animal y cuales acepta.
Elsa no quería olores a colonia
ni lavandas, ni a naranjas, y mucho menos a limones. A ella le gustaba acostarse
sobre la ropa sucia que dejábamos al llegar del trabajo o del instituto con
olor a sudor. Se frotaba sobre ella intentando quitarle el olor para dejar el
suyo, y seguía a Carmen cuando se llevaba la ropa sucia a la lavadora,
maullando porque se la habían quitado a ella.
También buscaba los rincones del
sofá o de las camas donde ella ya había estado antes, los reconocía porque conservaban su propio olor.
LA ALIMENTACIÓN
La gatita que yo traje a mi casa hambrienta y
que se comía cualquier cosa: pan, arroz, paté, garbanzos etc. se volvió después, cuando ya tenía donde
escoger, extremadamente delicada con las comidas. Rechazaba todo lo que
nosotros le echábamos en su platillo de
nuestros platos. Se relamía pero no lo probaba. Comenzamos a comprarle comida
de gatos: hígado, pescado, carnes...
Pero nada le gustaba, todo lo rechazaba.
Por fin un día, a fuerza de
probar, dimos con el alimento que le gustaba: unas bolitas secas que vienen en
cajas; pero tenían que ser de atún, salmón y trucha. Nada de carnes ni de
mezclas.
También le encantaba la
pescadilla blanca cocida y caliente. Ninguna otra clase de pescado.
El yogurt natural o de todas
clases de frutas menos el de ananas.
El quesito del Caserío; pero
ningún otro.
Como podéis comprobar, era muy
exigente y no nos quedó más remedio de darle lo que ella quería durante todo el
tiempo que estuvo en casa.
Otra cosa que aprendimos del
animal, y que ignoramos si es una cualidad común a todos los gatos, es que ella
notaba cuando alguno de la familia estaba enfermo, pues cada vez que uno de
nosotros debía permanecer en cama con fiebre, gripe o cualquier otra cosa ella
permanecía junto a él sobre la cama todo
el día, y de vez en cuando acercaba su cabecita para olerle y trataba de lamerle la cara como queriendo quitar con su
rasposa lengua la enfermedad.
Cuando nosotros nos comíamos
nuestro yogurt de postre, ella se quedaba esperando mirándonos fijamente para
ver quién era el que le iba a dejar la última cucharada. Entonces le echábamos
cada uno en su platito una cucharada de nuestro yogurt. Elsa le encantaba comer
el postre a la par que nosotros, era un miembro más de la familia y no quería
verse apartada.
Su curiosidad era infinita:
cualquier cosa que comprásemos, cualquier cosa que hiciera ruido en nuestras
manos o bolsillos: monedas, papeles, llaves... debíamos enseñársela y dejar que la oliera, pues ella venía corriendo a investigar lo que teníamos en las
manos.
Después, cuando nos íbamos a la
cama a descansar, Elsa elegía con quién dormir y se iba a la cama elegida, se acostaba en los pies, y allí permanecía hasta que se cansaba y se mudaba a otro lecho.
Toda la casa era suya, no permitía compartirla
con ningún otro invitado. Nos regalaron un perrito caniche y tuvimos que darlo
porque ella intentaba sacarle los ojos.
A los doce años tuvimos que
sacrificarla porque sufría con un tumor. Mi hija cogió depresión y durante un
tiempo dejó de estudiar.
Ahora estará en alguna parte, o quizás viviendo otra vida como ser humano, ¿quién sabe los designios del Creador?