sábado, abril 21, 2007

Los frescos del torreón de Albalate de Cinca

Fotos cedidas por Manuel Pons




Estas pinturas misteriosas me inspiraron para escribir el relato que sigue abajo, totalmente ficticio y producto de mi imaginación perversa. Toda similitud con la realidad es producto del azar.

viernes, abril 20, 2007

Mural del Torreón de Albalate de Cinca, Foto cedida por Manuel Pons
Relato dedicado a la familia propietaria del hostal CASA SANTOS, en Albalate, muy agradecido por sus atenciones.

EL MISTERIO DE ALBALATE DE CINCA

El todoterreno avanzaba rápidamente por la estrecha carretera, en dirección a Albalate, donde se celebraba la Semana Santa. Una de las curiosidades de este pueblo es que el Viernes Santo sacan el santo Entierro en procesión, y cuando llegan a la plaza lo colocan en el suelo y hacen pasar a todos los niños nacidos ese año en el pueblo por encima del ataúd santo, en la creencia de que serán protegidos durante toda la vida. Muchos niños nacidos en la comarca también son pasados sobre “La tumba”, tal como la llaman.

Albalate es un pueblo de 1200 habitantes. Está enclavado en la margen del río Cinca, al sureste de Huesca, Tiene una torre de construcción árabe en su plaza, junto al palacio medieval de los Eril, que luego fue de los Moncada.

El vehículo pasó junto al monumento a Fleta –nacido en el pueblo y primer tenor español que conquistó la Scala de Milán–, torció a la izquierda y se detuvo ante el hostal.

Desde hacía cinco años, Carlos, un hombre de treinta años, soltero, bien parecido e hijo de un empresario de Huesca, acudía a pasar la Semana Santa en esta zona del Cinca Medio, y aprovechaba para visitar las Ripas –una montaña de trescientos metros de altura, cortada a cuchillo verticalmente en su vertiente Este, en cuya base se ubica el pueblo de Alcolea de Cinca–, y lanzarse en parapente desde la cima. En el todo terreno llevaba el equipo necesario para practicar este deporte.

Carlos había reservado una habitación en el hostal del pueblo, famoso por su exquisito plato “patatas de Casa Santos”, especialidad de la casa que muchos clientes venían a devorar desde Barcelona. Su receta había sido transmitida desde siglos antes, de generación en generación, y constituía un secreto guardado celosamente por los actuales herederos de la casa, Inés y su esposo Ramón.

Carlos se instaló en su habitación y durante los días que siguieron se lanzó varias veces desde las cimas arcillosas de Las Ripas con los miembros del club de parapente del pueblo.

También tuvo tiempo de entablar amistad con una de las camareras del hostal: Dorotha.

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La Luna llena reflejaba su luz en la pared y resaltaba las líneas oscuras del mural pintado tres siglos antes en la cal cubierta de humedades. Carlos, que permanecía desde hacía rato sentado en el suelo en un rincón, se quedó mirando las imágenes sorprendido: ¡Parecían cobrar vida! ¡Las figuras se movían y Carlos escuchó sus risas! Una mujer joven le vio y se adelantó a sus doncellas, vino hacia él con paso felino, sonriendo y abriendo con sus finas y largas manos el corpiño de su vestido. ¡No puede ser!, exclamó Carlos, que sabía que no había bebido tanto como para alucinar de esa forma. Sin embargo…

La joven bajó del muro e inició una danza muy sensual, que acabó de rodillas frente a él; entonces le acarició sus cabellos y la mejilla con dulzura; luego se sentó a su lado, se giró hacia Carlos, le sujetó la cara entre las manos y lo besó despacio, cogiendo sus labios entre los suyos, introduciendo su lengua en la boca, hurgando en ella, intercambiando fluidos… Carlos sentía un cosquilleo en su bajo vientre, mientras la abrazaba y respondía a las tiernas caricias. Pronto notó la presión de su miembro viril que forzaba por salir de su encierro. La chica posó suavemente su mano entre las piernas, moldeando el bulto que se había formado, notando su extremada dureza, y entonces se levantó y se quitó el vestido, quedándose completamente desnuda. Carlos se alzó rápido y se situó de rodillas ante ella, abrazándola y pegando la mejilla a su vientre, cubriéndola de besos y bocados tiernos. Pronto estuvieron desnudos y entrelazados en el frío suelo. La ninfa se arrodilló y separó sus muslos, quedando a horcajadas sobre su vientre y echada hacia delante; puso las manos a ambos lados de la cabeza de Carlos, mientras oscilaba con mágicos movimientos que le producían dulces sensaciones. Carlos admiraba sus senos, cálidos, que oscilaban sobre su cara y los tomaba entre sus manos y besaba; apresaba entre sus labios aquellos pezones endurecidos que se disputaban las caricias y sentía estremecerse al tacto de sus manos el cuerpo de la muchacha. Carlos sentía un placer inmenso, increscendo, que acabó sacudiendo su cuerpo con espasmos increíblemente placenteros que le sumieron en la nada, con la respiración agitada y descontrolada.

Al cabo de unos momentos volvió a la normalidad. Con los ojos cerrados, respirando quedamente, recordó lo sucedido unas horas antes…

Dorotha era una chica joven y rubia, con una trenza que le alcanzaba hasta media espalda; de grandes ojos de color azul claro, metálico, como el cielo raso de Albalate en los días en que azota el Cierzo.

Dorotha había llegado de Polonia dos meses antes, y esa noche del Sábado Santo se había citado con él. Ella, tal como habían convenido, esperó a que se apagasen las luces del restaurante, abrió la ventana de su habitación –ubicada en la planta baja, en la parte trasera del edificio–, y se descolgó hasta la acera. Luego se dirigió, cautelosa, hacia el coche todoterreno, un Suzuki negro y con los cristales tintados, que la esperaba en la calle con su motor encendido, calentando el habitáculo.

Al entrar en el coche, Dorotha sonrió y dijo: “Perdonar, yo no puede venir antes; yo no estar segura de jefa acostada.”

Carlos la abrazó y besó con ansia; ella rechazó el abrazo y dijo: “No; no aquí, poder ver alguien.”

El vehículo arrancó con rapidez, lanzando con fuerza gravillas hacia atrás, y se dirigió hacia Alcolea, al otro lado del río, cruzando el puente construido en medio de un bosque de altos árboles y espesa maleza, reserva de jabalíes y corzos, alegría y despensa de cazadores.

Nada más cruzar el puente, el conductor salió de la carretera y dirigió el vehículo por un camino que lo llevaba al interior del bosque.

– ¿Adónde ir? Aquí no es Alcolea, no hay hotel –exclamó la rubia

–Luego iremos, cariño, antes quiero hacerte el amor en pleno bosque.

– ¡No, no! Tú llevarme a casa, esto no gustarme

– Tranquila, verás como te gusta; luego te llevo al hotel.

La chica estaba asustada y negaba con la cabeza; intentó abrir la puerta del coche en marcha, pero no pudo: el conductor la había bloqueado desde su lado.

Al ver que Dorotha estaba asustada y comprender que ya no podría convencerla, detuvo el vehículo.

Al cabo de unos segundos abrió los ojos, justo el momento preciso para ver el destello de la espada brillar a la luz de la Luna.

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Inés, la dueña del Hostal Casa Santos, marcó el número de Urgencias. Al cabo de unos segundos cogieron la llamada en el cuartel y diez minutos más tarde llegaba ante el hostal el Land Rover de la Guardia Civil. De él descendieron un sargento y un guardia. Isabel salió a recibirlos

– ¿Qué ocurre? ¿Aún no ha aparecido? ¿Han mirado bien en su habitación? ¿Saben si salió con alguien?–el sargento de la Guardia Civil no cesaba en sus preguntas, mientras entraban en el edificio.

–La chica no está en la casa, la hemos buscado por todas las habitaciones y no hay rastro de ella. Ayer acabó su jornada y se fue a su habitación para acostarse. Hoy debía madrugar para preparar los desayunos de unos clientes que se levantan muy temprano para ir a pescar al río. No sabemos de nadie del pueblo que esté relacionado con ella, no tiene amigos: hace poco que trabaja aquí y aún no conoce a nadie, exceptuando a los clientes habituales y sus compañeras de trabajo.

La voz de la desaparición de Dorotea, “la polaca”, se extendió como la pólvora y en poco tiempo la gente se congregó delante del hostal para colaborar en la búsqueda. Un nutrido grupo de hombres se dirigió al río, allí repasaron cada palmo de terreno antes de cruzar el puente y pasar al otro lado. No tardaron en descubrir las huellas de un vehículo pesado, que los condujo hasta un cuerpo medio oculto entre un matorral: era Dorotha.

La Guardia Civil encontró el todoterreno manchado de barro y con restos de hojas y matojos aparcado delante del palacio de los Eril, en la plaza. No había rastro del conductor. Siguieron con la mirada las huellas de las pisadas de barro que comenzaban en el coche y seguían hasta la torre árabe. Se dirigieron a ella.

La torre es conocida por sus frescos medievales de la tercera planta. Ésta consiste en una habitación de 4´50 x 3´80 metros con una única ventana, y cuyas paredes están adornadas con unas pinturas en tonos grises que relatan la historia de Judit y Holofernes –el general enviado por Nabucodonosor en el siglo llV antes de Cristo –, sacada del Antiguo Testamento, donde se narra cómo Judit conquistó al general asirio y lo venció: Cantaba y danzaba para él en su tienda, y le ofrecía vino. Cuando estuvo ebrio y se quedó dormido le cortó la cabeza y la pinchó en una vara; más tarde la plantó ante la puerta de la ciudad sitiada. Esto produjo tal desconcierto en los invasores, que aterrorizados huyeron, abandonando máquinas de guerra y animales. Judit fue ejemplo durante siglos para los débiles: les enseñó a emplear astutamente cualquier medio para lograr la victoria ante el poderoso.

Los guardias encontraron la puerta del torreón cerrada. Cruzaron la plaza y preguntaron en el Ayuntamiento por la llave. El conserje comprobó que ésta no estaba colgada en su lugar y ninguno de los presentes en el Consistorio sabía cómo había desaparecido. Los Guardias volvieron a la torre, forzaron la puerta y subieron las estrechas escaleras. No se escuchaba nada, ni un murmullo, el silencio era doloroso.

El edificio olía a humedad, parecía abandonado, y el hecho de encontrarlo cerrado les hacía pensar que allí no había nadie. Ya desconfiaban de encontrar lo que buscaban allí y decidían regresar, cuando al alcanzar la tercera planta vieron que se filtraba sangre por debajo de la puerta. Le dieron una fuerte patada y ésta se abrió de golpe, mostrando la escena:

Todo el suelo estaba anegado de sangre, y sobre el pavimento de piedra yacía el cuerpo desnudo de un hombre… ¡decapitado!

Su cabeza estaba colocada sobre una columna partida de mármol. Tenía los ojos muy abiertos y miraba con expresión de horror hacia los dibujos de la pared de enfrente.

Sobre ésta, escrito con sangre, que chorreaba de cada letra hacia el suelo, aparecía un nombre: JUDIT

FIN

miércoles, abril 11, 2007


YA ESTÁ MI NOVELA "LA PISTA DEL LOBO EN VENTA". PODÉIS VERLA EN:
http://www.todoebook.com/ficha-public.asp?cod=PUB0022194

Soy miembro del Grupo CIÑE y tengo mi propia página de escritor en: http://www.circuloindependiente.net/Juan_Pan_Garcia.htm


Reseña del editor:

Miguel sufre un accidente de tráfico, provovado por un conductor suicida, en el que muere su yerno. Desde entonces vive con su hija Lucía y su nieta Rebeca, quienes, un verano, le ofrecen irse con ellas de vacaciones a su pueblo, Algar, en la ruta de los pueblos blancos de Cádiz. Miguel le cuenta a su nieta, a lo largo de diversos capítulos, la historia que le impide acompañarlas: la aventura de los maquis huidos a las montañas y perseguidos por la Guardia Civil, los atracos, secuestros, contrabando, asesinatos y el hambre que siguió a estos hechos obligaron a su familia y a muchas otras a abandonar el pueblo y emigrar hacia el Norte. Una historia dura de la época negra de España narrada con el ritmo de lo confidencial que llega directamente a la sensibilidad del lector y le hace reflexionar sobre los hechos acontecidos sin buscar culpables.


Breve biografía del autor:

Juan Pan García, Algar (Cádiz) 1943. Cuando alcanzó su mayoría de edad, emigró a París, y su empresa le llevó a otros países como profesional de control de calidad de soldaduras. De regreso a España, se instala definitivamente en El Puerto de Santa María, como empleado de la industria naval auxiliar. "La pista del lobo" es la primera novela que publica. Otras obras del mismo autor: "Mariluz", "Nostalgia", "Cuentos de la vida" y "Cuentos del abuelo".




domingo, abril 08, 2007

LA LEYENDA DEL "ZAMARRILLA"

LA LEYENDA DEL “ZAMARRILLA” (Partiendo de los escuetos datos encontrados de la popular leyenda he creado una hermosa historia de amor que he inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual de la Delegación de Cultura de la Junta de Andalucía en Cádiz)



Maria Santisima de la Amargura Coronada (Marzo 2007) Bernardo By Lober

La diligencia avanzaba deprisa, levantando una gran polvareda tras ella. Los cuatro pasajeros –dos matrimonios acaudalados que se dirigían a Málaga– miraban por la ventanilla hacia los riscos, asustados. Deseaban salir cuanto antes de aquel desfiladero, territorio dominado por la banda de Cristóbal. Dos hombres conducían el carruaje; uno de ellos golpeaba con el látigo a los seis hermosos caballos que componían el atelaje, mientras el otro mantenía el arcabuz en sus manos, preparado para defender la diligencia de cualquier ataque.
Fue al salir de la curva que vieron el camino cortado por un tronco. El cochero tiró de las riendas y los caballos frenaron su carrera, hasta detenerse entre relinchos y piafadas.
Los pasajeros se asomaron a las ventanas, alarmados,y preguntaron qué sucedía. El conductor descendió del pescante y se dirigió al tronco con una palanca en sus manos para intentar echarlo a un lado y librar el paso. El otro permaneció en su puesto, recorriendo con la mirada las alturas del cañón. No observó nada extraño, ni prestó atención a unos buitres que volaban muy alto, dando vueltas y planeando en un cielo completamente azul. Dejó su arma en el asiento y descendió a ayudar a su compañero. Fue en ese momento que aparecieron ocho hombres de la banda, rodeando al carruaje.
– ¡Que nadie se mueva! Hagan todo lo que les diga y no habrá nada que lamentar –gritó el que parecía ser el jefe.
Los bandoleros obligaron a punta de trabuco a bajar a los pasajeros y les ordenaron echar en una bolsa de lona todo el dinero y objetos de valor: relojes, pulseras, cadenas, anillos y medallas.
– No intenten engañarnos y échenlo todo, no nos obliguen a dejarles en cueros aquí en el camino para alimento de los buitres. Ustedes, hermosas damas, no olviden lo que llevan oculto entre sus ropas; no nos obliguen a comportarnos indecentemente.
El asalto duró a penas media hora. Luego, los bandidos desaparecieron tal como habían llegado, dejando sin una moneda a los atribulados pasajeros y a los empleados de la compañía, que se miraban impotentes entre ellos, maldiciendo la hora en que habían nacido aquellos desalmados.
Esta escena se repetía  frecuentemente por distintos lugares de Andalucía. La nobleza y los ricos clamaban al cielo porque sus negocios se resentían: nadie osaba cruzar aquellas inhóspitas tierras, y la Reina, Isabel II, hubo de reunirse con sus consejeros en sesión extraordinaria para hablar sobre el tema. De la junta salió la orden para el Mariscal de Campo, Ahumada, de crear un cuerpo especial dedicado a perseguir a muerte a todos los bandoleros. Poco después, entrado el año 1844, se creó la Guardia Civil. Durante los años que siguieron, fueron cayendo poco a poco los bandoleros. Los que no morían en el combate, eran conducidos a la horca por los guardias.
 Cristóbal, el jefe de la banda,  tenía puesto precio a su cabeza. Pero todo el mundo sabía que él  repartía generosamente el dinero robado entre  los más necesitados. También sobornaba a muchos otros, para que mirasen a otro lado o guardaran silencio.
……….


El cielo estaba gris y amenazaba con lluvia. Las nubes se dejaban caer sobre las cumbres de las montañas, cubriéndolas de masas algodonosas. Un fuerte viento del Sur silbaba al paso de la calesa negra, que arrastrada por dos caballos, también negros, subía la cuesta del camino abierto en la ladera montañosa entre pinos y abetos que llevaba al cementerio. La mujer que conducía el carruaje se sujetaba el sombrero para impedir que éste le fuese arrancado por el viento, mientras arreaba con el látigo a los corceles obligándolos a correr. Había dejado atrás Igualeja, un pueblo perdido en la Serranía de Ronda. El carruaje se detuvo ante el cementerio del pueblo, llamando la atención de los visitantes. De él descendió la señora. Iba  vestida de rigoroso luto.  Un velo cubría su cara.
La mujer inició su caminar por la alameda central del campo santo hacia una tumba apartada, situada al fondo, detrás del suntuoso panteón de una familia rica que sobresalía de entre todas las tumbas. A medida que avanzaba, los hombres le abrían paso y se quitaban el sombrero, mientras la miraban con respeto; las mujeres permanecían quietas, observándola y admirando su nobleza, su porte erguido y su figura esbelta.

Carmen avanzó entre las tumbas y se detuvo en una que tenía una lápida de mármol rojo con  vetas blancas. Permaneció de pie, con la cabeza agachada, musitando una oración. Los curiosos la observaban desde lejos.
La enlutada señora se inclinó y arrancó los yerbajos que habían crecido en torno a la tumba, luego se puso de rodillas y musitó: “Aquí estoy de nuevo, amor mío. Un año más. Un año de angustiosa espera, atormentada por la pena. Tu ausencia me está matando un poco cada día… ¿Cuándo vendrás a buscarme para llevarme contigo?”
La mujer sacó un pañuelo de su manga y se secó unas lágrimas. Su velo ocultaba las pronunciadas marcas del sufrimiento: ojeras pronunciadas, surcos verticales junto a su boca, mejillas flácidas y hundidas... Todo ello delataba el insomnio, la fatiga y el dolor terrible y continuo del desamor que la embargaba.
Los recuerdos le provocaron sollozos y gemidos, y las lágrimas afloraron libremente de sus ojos…


8 AÑOS ANTES....
La noche había caído y una espesa negrura cubría la calle. Las débiles luces de los quinqueles apenas salían por las rendijas de las puertas y ventanas de las casas. Una sombra se movía pegada a la pared y avanzaba, cautelosa, hacia la casa de Carmen, una joven morena, muy guapa, de ojos grandes y celestes, cabello largo y negro hasta la cintura; sus turgentes senos lucían prietos en el generoso escote de su largo vestido; las armoniosas curvas de su cuerpo provocaban sueños a más de uno de los habitantes de aquel poblado separado de la ciudad por el río Guadalmedina.
La sombra golpeó tres veces en la puerta, mientras miraba a uno y otro lado de la calle. La puerta chirrió un poco sobre sus goznes y se abrió lo suficiente para permitir la entrada de Cristóbal; luego se cerró de nuevo.
Nada más entrar, Cristóbal abrazó a la chica y la besó apasionadamente en los labios.
– ¿Qué ha pasado, mi amor?, ¿por qué has venido hoy, sin avisar? No te esperaba hasta dentro tres días…–dijo ella cuando pudo hablar. El novio la dejó un momento y fue a mirar afuera por entre medio de las macetas de geranios de la única ventana que daba a la calle. Luego se volvió de cara a la mujer y le dijo:
– Vengo a despedirme, Carmen. Me persiguen los civiles y no tengo ya adonde ir.
– ¿Qué te vas? Pero… ¿Y yo?, ¿qué va a ser de mí?
– Tú te reunirás conmigo donde yo te diga. Nos iremos lejos de aquí, adonde nadie nos conozca y podamos vivir tranquilos y felices. ¡Prométeme que me esperarás!
– ¡Te juro que no habrá nadie más que tú en mi vida! –dijo la joven, con la voz entrecortada por la emoción. Se abrazó a él y buscó con ansia su boca. El bandolero la cogió en brazos y la llevó a la alcoba.

Mientras tanto, un hombre que había visto entrar al bandolero en casa de su novia fue a avisar a la Guardia Civil; los guardias formaron una patrulla y acudieron al poblado, dispuestos a no dejarle escapar. Estaban ya muy cerca cuando los dos amantes se despedían en la puerta. Cristóbal atisbó  ambos lados de la calle y le llamó la atención que algunas personas estuvieran en la puerta de sus casas. Su instinto permanecía en guardia.
– Algo va mal, mi niña... Me voy, no te olvides de tu promesa.
–Toma esta rosa blanca, mi amor, guárdala cerca de tu corazón. Te la doy en señal de que mi alma permanecerá pura y blanca como ella, hasta que sea tuya...

El bandido besó rápidamente a su amada y guardó la rosa; luego salió corriendo hacia el río. Fue entonces que vio a los guardias que venían de frente. Cristóbal retrocedió y corrió por entre las estrechas calles, intentando burlar a los civiles. No tenía escapatoria, los guardias aparecían por todas partes con teas encendidas, y los vecinos salían de sus casas, alarmados por los gritos que daban los guardias. Uno de éstos vio una sombra correr hacia una ermita ubicada en un campo cubierto de zamarrillas, y disparó. La bala pasó rozando al bandolero. Éste no vio otra alternativa que entrar en la iglesia. Empujó la puerta y vio la imagen de la Virgen sobre un trono dispuesto para salir en la procesión; estaba iluminada con un par de cirios a cada lado. Cristóbal no creía en nada ni en nadie, y mucho menos en los curas: había comprobado que éstos siempre defendían a los ricos.
No encontraba donde ocultarse, la ermita sólo disponía de unas cuantas filas de bancos. Las voces de los guardias se escuchaban cerca. Cristóbal estaba nervioso y sacó el arma que colgaba de su cintura, dispuesto a morir matando.
Vio que el manto de la Virgen estaba estirado sobre los varales del trono y era largo, tanto que llegaba hasta el suelo, y se ocultó debajo. Justo en ese momento aparecieron los civiles en la puerta del santuario. “Tened cuidado de  que no escape; ha entrado aquí y no hay otra salida”, escuchó decir a un guardia.
Cristóbal vio los pies de ellos pasar a uno y otro lado del trono; uno de ellos se inclinó y miró debajo del manto. Otro lo hizo por el otro lado. Cristóbal levantó el trabuco…
Increíblemente, el guardia se fue y siguió su búsqueda por otro lado.
–Parece imposible, yo lo vi entrar en la ermita–dijo un guardia
–Sí,  yo también–respondió otro–, por eso disparé.
Los civiles recorrieron toda la iglesia, mirando debajo de los bancos y del altar, volvieron a asomarse debajo del manto de la virgen, tocaron la escultura de madera y comprobaron debajo de su vestido. No encontraron a nadie…
Al cabo de unos largos minutos abandonaron la ermita.
Cristóbal no se creía lo que estaba sucediendo, era imposible que no le hubieran descubierto: él  había permanecido todo el rato de pie bajo aquel manto blanco y bordado en oro, que aparecía estirado hacia detrás, cubriendo los varales del trono que la llevaría en procesión en los días siguientes.

Salió del escondite y se quedó mirando a la virgen un momento; luego se arrodilló y le dio las gracias por haberle salvado. La cara de la estatua le miraba fijamente, y las lágrimas que el escultor había tallado en la madera parecían resbalar por las mejillas. Al menos eso creyó Cristóbal. De pronto el bandolero, emocionado, sacó la rosa blanca que le había entregado su novia, subió al trono y se la colocó en el pecho a la virgen. Pero  la flor no se aguantaba y cuando la soltaba tendía a caer al suelo. Cristóbal sacó su navaja y sujetó la rosa clavándola en la madera. Luego descendió del trono y se puso enfrente para despedirse de la imagen salvadora.
Entonces sucedió algo increíble, sobrenatural. El bandido creyó ver alucinaciones y se restregó los ojos… ¡La rosa blanca se había convertido en roja!
Subió de nuevo al trono y tocó la flor: ¡Su mano se tiñó de sangre!
El bandido sintió un mareo y cayó al suelo. Luego se levantó y salió con la cara espantada, como la de un loco. Fue caminando por la calle hasta que los guardias le descubrieron y le apresaron. En los duros interrogatorios no decía otra cosa que ésta: “La virgen está sangrando.”
Los jueces le condenaron a trabajos forzados y permaneció en la cárcel varios años.
Carmen fue a verle al presidio varias veces. Le hablaba de su amor, le llevaba alimentos y medicinas, pero él no la escuchaba, parecía enfermo, estaba como ausente… Sus ojos permanecían siempre abiertos, sin ver, cuando su novia le acariciaba y le  hablaba sobre su promesa, su futuro, su gran y único amor…

Pero él estaba en otro mundo, se arrodillaba a cada instante y rezaba piadosamente a la Virgen, hasta que lo indultaron por buena conducta y para satisfacer su deseo de entrar en un convento.
Ella continuó esperándole, creyendo que algún día recobraría la razón, abandonaría los hábitos y volvería a su lado.
Cristóbal murió apuñalado en una calle cercana a la ermita cuando le llevaba a la virgen un ramo de rosas rojas que él cultivaba para ella en el huerto del convento.
Desde entonces cada año, el día de Jueves Santo, en Málaga sale en procesión la imagen de la Virgen de Zamarrilla, en recuerdo al bandolero.

Ocho años habían transcurrido desde aquel suceso…
Al cabo de unos minutos, la señora se levantó y se giró hacia el vendedor de flores que la había seguido silenciosamente, como hacía cada año cuando ella venía el día de los difuntos. El hombre le entregó el ramo compuesto de hojas verdes y ocho rosas blancas –una por cada año transcurrido desde el día en que lo asesinaron–, y ella lo echó sobre la lápida, “Ocho largos años sin ti, amor mío”, pensó, mientras secaba una furtiva lágrima. Luego inclinó su cabeza y se santiguó. La gente que había acudido ese día al cementerio la observaba, curiosa, formando corrillos y murmurando.

Carmen abandonó la tumba y comenzó a caminar hacia la salida. Lo hacía despacio y con la cabeza agachada, ignorando la expectación que su presencia levantaba en aquel lugar.
Subió a su carruaje y fustigó con dureza a los caballos, que se alzaron sobre sus patas traseras, dieron un tirón, y se pusieron en marcha enseguida.
Comenzó a llover. El cielo se iluminó con el rayo y un fuerte trueno estalló en el aire antes de partir por la mitad un árbol cercano al camino. Mientras ella se alejaba del campo santo, la gente buscó refugio en la pequeña capilla.
La dama parecía tener prisa, a juzgar por los continuos latigazos que lanzaba sobre los corceles. Estos salieron al galope, corriendo todo lo que permitía el arrastre del carruaje cuesta abajo. Al lado derecho se alzaba la montaña; al izquierdo, un enorme barranco mostraba sus fauces. Carmen fustigaba sin cesar a las bestias, que volaban hacia el pueblo. En esos momentos divisó a un centenar de metros la curva del camino y Carmen castigó una vez más con el látigo el lomo de los dos caballos. Estos relinchaban sin dejar de correr… La curva apareció ante ella; en ese instante un relámpago iluminó el paisaje, y el trueno golpeó sus oídos. La lluvia caía con fuerza, formando una verdadera cortina de agua
El agua de lluvia se mezclaba con sus lágrimas, mientras gritaba: “¡ Arreeeee!"

Carmen fustigó otra vez a  los caballos… La curva, el agua, el cielo…

martes, marzo 27, 2007

IÑAKI

IÑAKI
El día dos de enero del año 1981 hacía una semana que había comenzado el verano en Sudáfrica. Cuando me bajé del avión me sobraba toda la ropa de abrigo que me había puesto en Madrid once horas antes. Me apresuré a guardar la ropa de invierno y a sacar de la maleta una camisa de manga corta y un pantalón corto.
Después de viajar en autocar durante tres horas llegué por fin a Secunda, Transvaal, y de allí me recogieron en taxi para trasladarme a la refinería de Sasol. Todo el paisaje era llano y verde. A un lado de la carretera pastaban grandes manadas de vacas y avestruces; al otro lado, huertos de piña, tabaco, y verduras.
La empresa me entregó un barracón preparado con todo confort: aire acondicionado, sala de baños completa, televisión vía satélite, teléfono ect. En el campamento, protegidos del exterior de los atentados perpetrados por revolucionarios con torres de vigilancia y casetas habitadas por soldados armados, podíamos disfrutar de campo de tenis, baloncesto y fútbol, cine y piscinas.
Al segundo día de mi llegada me presentaron a Iñaki.

Iñaki era vasco, había llegado un año antes que yo al campamento y me lo asignaron como ayudante. Iñaki era un mocetón de treinta años, fuerte y muy alto. Cuando marcaban un gol en el partido de fútbol cogía por las piernas al que lo había marcado, se lo cargaba al hombro y daba una vuelta completa con él al estadio, entre los gritos y risas de los asistentes.
Un día encontramos un auto parado en la calle que nos impedía el paso. Iñaki descendió del coche, se dirigió al otro vehículo, lo agarró por delante, lo levantó y lo dejó caer sobre la acera; luego hizo lo mismo por detrás y el coche se quedó aparcado. Así pudimos pasar.
Iñaki era callado y atento. Se reía por cualquier cosa, parecía un niño grande. Una vez, cuando atravesábamos la base y nos dirigíamos al lugar de trabajo en un coche de la empresa, no pude evitar que un perro se cruzara en la carretera cuando rodábamos a cien por hora y le di un golpe que lo lanzó al lado. Maldije a los dueños que abandonan a los perros y lamenté no haber podido frenar a tiempo. Iñaki respiraba muy agitado, me miró con los ojos brillantes, y volvió la cara hacia su ventanilla para disimular.
Su misión era entrar dentro de la tubería para colocar las placas de las radiografías que yo tenía que hacer. A veces no cabía en el tubo y se ponía rojo por la ira y la impotencia: temía que lo despidieran por su incapacidad. Entonces yo tomaba las placas de sus manos y entraba en el agujero en su lugar. Él apretaba los puños y maldecía en voz baja. Al salir yo del conducto me miraba en silencio, esperando alguna queja. Nunca se produjo ni nadie supo del problema de la obesidad de Iñaki para esa clase de trabajos. Y él lo agradecía a su manera: se convirtió en mi sombra y me acompañaba a todas partes. En los locales de ocio él entraba primero, cubriéndome con su cuerpo para protegerme de algún posible contratiempo.
Había una taberna en Trichard –un pueblo situado a diez kilómetros del campamento y que acostumbrábamos a visitar por las noches–, que era la base de un grupo de motoristas cabezas rapadas. Estos eran unos niñatos rubios o pelirrojos, mimados y con mucho dinero, que aparcaban sus lujosas motos de grandes cilindradas en la puerta y entraban armados en la sala, echando fuera a los que les desagradaba su aspecto. Un par de compañeros españoles habían sido apaleados en aquel bar por esa banda, y cuando acudieron otros amigos a vengarse fueron amenazados con las pistolas.
Uno de los españoles logró desarmar a uno y le arreó tal bofetada que rodó por el suelo. Un segundo después recibió una puñalada en el costado. Lo enviaron a España en estado grave
Con Iñaki no se atrevían, cuando entraba él los otros se desplazaban y abrían sitio.

Cada quince días la empresa ponía a nuestra disposición un autobús para llevarnos a Johannesbourg, la capital, donde disfrutábamos del fin de semana. Los fines de semana intermedios lo pasábamos en el campamento o alrededores.
Un sábado decidimos salir a conocer mundo, nos pusimos en la autopista para hacer autostop. En la primera hora no se detuvo nadie, y luego se paró un granjero vestido con camisa de cuadros y un peto azul. Nos preguntó hacia dónde íbamos; yo le respondí que a donde nos llevase. Se dirigía a Durban, una importante ciudad situada en el sureste, en la costa del Pacífico, a ochocientos kilómetros. Nos subimos al Mazda dispuestos a pasar las ocho horas en el coche. El sudafricano llevaba la botella de wisky en la guantera, y junto a la palanca del cambio un revolver. Adelantaba por cualquier lado, el derecho o el izquierdo, y si alguien protestaba sacaba el revolver, lo mostraba por la ventanilla y se ponía a decir cosas incomprensibles para nosotros en afrikáans, una lengua mezcla de inglés y holandés. Nosotros nos mirábamos, inseguros, temiéndonos lo peor. Menos mal que el tipo se detuvo a beber en un bar y nosotros nos quedamos allí. Se enfadó cuando nos negamos a volver al auto y comenzó a hablar a voces en aquel extraño idioma. Fue un estúpido, pues Iñaki le agarró por el cuello y le dio tal empujón, que el granjero salió corriendo hacia su coche, arrancó y salió como un cohete sin acordarse siquiera de que tenía un arma.

A las diez de la noche llegamos a Durban, después de tres transbordos de vehículo. Nos sorprendió no ver tantos negros en la ciudad, la mayoría de los sirvientes eran hindúes. El conductor, un hindú, nos dejó en un hotel cercano a la playa y alquilamos una suite cada uno, por si lográbamos llevar alguna visita durante el fin de semana. Nos aseamos y salimos a disfrutar de la noche del sábado en la ciudad.
En el hotel nos dieron un folleto turístico que nos indicaba la ubicación de salas de fiestas y diferentes lugares de ocio; entramos en una discoteca portuguesa, o mejor dicho: de colonos de Malawi, un país portugués del que habían sido expulsados por los revolucionarios. A las dos horas de estar allí, Iñaki , que no hablaba con nadie ni se relacionaba, sino que permanecía solo bebiendo vasos largos con hielo y vodka con piña, me sugirió de cambiar de lugar.
Una vez fuera me dijo que quería echar un polvo y que preguntase adónde se podía satisfacer esa necesidad. Paramos un taxi y se lo hicimos entender. El taxista afirmó con la cabeza y nos llevó al centro de la ciudad. Allí había un parque con árboles y lagos y en el centro una colina llena de parterres bien cuidados, Una escalinata subía hasta la cima, donde se hallaba una casa con luces rojas. El conductor nos señaló la villa y nos dijo que aquel era el sitio que buscábamos.

Serían las tres de la madrugada cuando comenzamos la ascensión a la casa. Varios caminos cruzaban la escalinata y rodeaban la colina, dividiéndola en parcelas ajardinadas y limitadas con setos bien podados. A cada diez metros había un camino que cruzaba la escalinata. Y sentados en cada cruce había algunos hombres de raza negra fumando o bebiendo, que nos miraban con recelo. Llegamos algo sofocados a la cima y fuimos a la puerta de la casa, una barandilla de un metro de altura circundaba un pequeño jardín de rosales y hortensias, que se estiraban para absorber la luz de las farolas. Una luz roja iluminaba la entrada. Llamamos al timbre y salió un hombre de rasgos orientales, que hizo una reverencia y nos invitó a entrar. Dentro había unos pequeños compartimentos, cuyas puertas estaban cubiertas con una cortina y ocupados por niñas de apenas doce años. Iñaki y yo nos miramos, asombrados, y nos quedamos de piedra. Iñaki dio media vuelta, murmurando algo que no entendí. Yo le decía por señas al hombre que buscábamos mujeres, no niñas. Dibujé en el aire las formas de una mujer bien formada, con grandes curvas u esplendorosos senos… El hombre decía que no, que todo lo que tenía que ofrecer estaba allí, ante mí. Salí afuera y vi a Iñaki dando patadas a una farola, y maldiciendo en vascuence, cosa que yo no entendía. Le miré y vi que una lágrima rodaba por su mejilla. Se golpeaba las manos una contra la otra, mientras maldecía y daba patadas contra todo lo que obstaculizara su camino. Uno de los hombres que permanecían abajo en un cruce de caminos con la escalera de acceso les dijo algo a sus compañeros y comenzaron a subir hacia nosotros. Me preocupé mucho al verlos y recé rápido, rogando que no hubiera enfrentamiento. No debieron escucharme allá arriba, ¡estaban tan lejos…!

El primero en llegar y gritarle a Iñaki en inglés fue el que salió despedido escaleras abajo, los otros se apartaron y uno de ellos sacó una navaja, ¡pobrecillo!: aún debe estar poniéndose mercromina en la cara.
Iñaki había cambiado de especie: había dejado de ser humano y se había convertido en una fiera. Con lanzar dos golpes de piernas y otros tantos puñetazos se deshizo de aquella banda. Entonces le cogí del brazo y lo empujé hacia abajo. En otros cruces de camino la gente nos miraba y se preguntaba qué estaba sucediendo. Iñaki los miraba a la cara, desafiante, y nadie pronunciaba palabra. Por fin llegamos abajo a la calle que rodeaba la colina y nos fuimos al hotel en taxi.
Cuando entramos en el hall, el conserje nos preguntó que nos había sucedido. Suerte que nos pudimos entender en francés y pude explicarle nuestro viaje en busca de mujeres y lo sucedido en la colina. El hombre movió negativamente la cabeza y dijo algo que no entendimos. Cogió el teléfono y habló en una lengua extraña; luego nos dijo que en media hora solucionaría el problema.
Así fue: apenas había salido yo de tomar un baño de sales y espumas, cuando llamaron discretamente a la puerta de Iñaki, que se quedó pasmado ante la bella mujer hindú que entró en su suite.
En los meses que siguieron, cada vez que Iñaki recordaba la aventura, me daba una fuerte palmada en la espalda que me juntaba las costillas de delante con las de detrás y se reía a carcajadas como un chiquillo.
También lo vi llorar del mismo modo en Barajas, el día que nos despedimos al finalizar el trabajo que nos había llevado a Sudáfrica.
Si me lees, Iñaki, quiero que sepas que no te olvido. Un abrazo.

viernes, marzo 09, 2007

EL RELEVO

EL RELEVO
En un apartamento de El Puerto de Santa María, María realiza sus labores en el salón de la casa. Ella es una joven de 25 años, de buena figura, morena y alta. Tiene unos ojos grandes, color del mar. Hace dos años que se casó y es feliz. Su marido sale a diario a  pescar en su propia barca y lo gana bien; ella se ocupa de las labores del hogar y de cuidar a la abuela y a su hijita, Carolina, de un añito de edad.
 Sobre un largo sofá de color miel hay un montón de ropa limpia y cuidadosamente doblada.  Un cuadro de girasoles, colgado en la pared, preside el sofá. Delante de él, en una mesita baja y rectangular, se ven unas revistas y juguetes de goma abandonados. En la pared de enfrente,  en medio de dos vitrinas de caoba llenas de libros y figuras de cerámica, hay un aparato de televisión encendido.
Inclinada sobre la mesa, planchando una camisa a cuadros usada, María observa a su hijita. Un poco a la derecha, en la puerta de la terraza, limitada por unos cortinajes de color a juego con el sofá, su abuela toma el sol sentada en una butaca. La anciana muestra unas manos temblorosas, de piel flácida y arrugada como una pasa, igual que su cara. Su mandíbula, inquieta, mantiene abierta y con una permanente mueca de sufrimiento su boca desdentada. Con sus ojos llorones y vidriosos mira al frente, al horizonte verde del bosque de pinos cercano, que sobrevuelan unas blancas gaviotas que proceden de la cercana playa.
La niña se acerca a ella con sus pasitos torpes, se agarra a su falda con una mano y, con la otra, le muestra una muñeca de goma.
–Abbba guuuu mnnnam –dice la niña, mirando a la anciana con sus grandes ojos azules.
– ¡Nena, deja en paz a la bisabuelita! –dice María.
La niña permanece mirando a la anciana y mostrando su juguete. Insiste:
–¡Amamamamnnnguuu!
La bisabuela baja su mirada y observa al bebé. Admira su mirada limpia, inocente; su carita redonda, tersa y suave; sus cabellos ensortijados y sus labios húmedecidos por las babas.
Su mano temblorosa se alza, muy despacio, e intenta acariciar la cara de su bisnieta; de sus ojos rueda una lágrima por su mejilla flácida y cuarteada. Acaricia torpemente el pómulo de la niña y pronuncia unas torpes palabras:
–Minh ña… onita…
–¡Abba mmauan! –responde el bebé
Un diálogo que quizás sólo ellas entienden. La nonagenaria mira con ternura a la chiquilla. Se ve reflejada en sus ojos grandes y recuerda tiempos lejanos. En ese instante pierde el miedo al futuro. Sabe que ha llegado el relevo y lo asume. Su temblorosa mano se posa sobre la cabecita de pelo negro azabache, ensortijado, y su boca se estira en una sonrisa.
María levanta la mirada de la tabla de planchar y se inquieta al ver la escena:
– ¡Carolina, deja en paz a la abuela!
Y la nena mira a su madre y luego a la anciana, retrocede unos pasos, se sienta en el suelo y juega con los ojos de la muñeca.
La bisabuela se echa hacia atrás en su asiento, cierra los ojos y se sumerge en ella.
María continúa su planchado. Afuera, las gaviotas sobrevuelan el bosque de pinos; se oyen los gritos de los niños que salen al recreo en el colegio; Carolina gatea por el suelo…
La mano de la anciana ha dejado de temblar.

lunes, febrero 26, 2007

ACCIDENTE EN LA AUTOPISTA




Ayer, 26 de febrero, un golpe seco me obligó a detener el coche cuando regresaba por la autopista a Sevilla. Descendí del vehículo y miré la calandra: había desaparecido, y un animal se había empotrado en el hueco del motor, destrozando el radiador y lanzando el capó hacia arriba.

Me incliné para ver qué era lo que había aplastado sobre la polea y observé algo que me llamó poderosamente la atención: entre restos de carne sangrante y la piel pegada al motor encontré un objeto metálico, color plata, con unas incrustaciones luminosas que parpadeaban.

Me preguntaba qué demonios era aquello cuando un todo terreno se detuvo a mi lado y de él descendieron unos hombres vestidos con uniformes militares que me preguntaron si necesitaba ayuda. Examinaron los destrozos y me invitaron a acompañarles en su auto. Uno de ellos se puso en medio de la autopista y detuvo a un camión grúa, conducido por un hombre también uniformado. En pocos minutos engancharon mi coche y abandonamos la A 4 por la primera salida, dirección a Utrera.

Llegamos a una finca alambrada y seguimos durante unos minutos por un camino hasta llegar a un cortijo, donde me invitaron a bajar del todo terreno y me condujeron por unas escaleras hacia un sótano, antigua bodega del edificio. Yo estaba bastante asustado, preguntándome qué estaba sucediendo. Me asombré al entrar en una sala ocupada en un lateral por pantallas grandes de televisión encendidas adosadas a la pared, ordenadores mostrando datos y máquinas raras, de las que salían toda clase de tubos y cables. En el centro un sofisticado quirófano y un equipo médico enmascarado preparado para intervenir. Todos me observaban en silencio. Quise huir, pero uno de los militares puso su mano sobre mi hombro y una fuerte corriente eléctrica atravesó mi cuerpo y me dejó sin fuerzas, pero consciente. Sentí que me agarraban en volandas y me colocaban sobre la camilla. No podía articular palabra, la lengua y el resto de mis miembros estaban dormidos. Perdí el conocimiento…

El claxon de un autobús me despertó. Me miré las manos y los pies… Comprendí que todo había sido una pesadilla y respiré tranquilo: Debieron ser las pastillas que tomé para dormir las que produjeron ese efecto, pensé.

Me levanté de la cama y me asomé a la ventana: el autobús permanecía detenido, un coche de la policía local miraba el vehículo que impedía el paso y mientras uno colgaba el papel de la denuncia en el parabrisas el otro llamaba a la grúa. De pronto di un grito: ¡era mi coche!

Tenía el frontal aplastado, faltaba la calandra y el capó estaba medio levantado.

Fui al cuarto de aseo y me asusté al verme en el espejo: ¡Tenía el cráneo rasurado!

Entonces sentí una punzada muy fuerte en la frente y un pitido suave sonó en el interior de mi cabeza. Apenas me recuperé del dolor, oí una extraña voz que decía:

“Buenos días, F26. Al salir no olvides tu maletín; debes accionarlo dentro del AVE que sale hacia Madrid a las nueve de la mañana.”

FIN

domingo, febrero 25, 2007

BODAS DE PLATA

Llevo un tiempo sin colgar nada en este lugar.
Ya lo notaron, ¿ verdad?

Celebré la fecha señalada de mis bodas de plata.
Mi esposa y yo habíamos decidido repetir el viaje de novios, y para ello viajamos a París. Aquel día hicimos nuestra primera noche en Burgos, y por tanto ahora nos detuvimos en esa ciudad. Nos hospedamos en el mismo hotel donde pasamos nuestra luna de miel, El Cid, situado junto al río. El establecimiento tenía un hermoso jardín rodeándolo, y una valla de protección que lo separaba de la calle.
Después de una romántica cena en un rincón del comedor, con velita incluida, un poco exaltados por el vino decidimos hacer el amor en el mismo lugar de la primera vez: de pie contra la valla del jardín. Allí nos fuimos, agarrados ambos de las cinturas.
Era ya tarde, pero aún pasaban peatones por la acera. Esa circunstancia no nos arredró, al fin y al cabo nadie nos conocía. Y al otro día estaríamos lejos: Burdeos era la segunda etapa.
Paseamos muy apretaditos por el jardín, como dos novios, y nos detuvimos en el mismo lugar donde, en febrero de 1970, no pude aguantarme y acorralé a mi esposa contra la reja, levanté su falda, arranqué su braguita y la penetré.
Esta vez, más recatados, miramos alrededor y comprobamos que no pasaba nadie en ese momento. Mi esposa se colocó ante la reja dispuesta a repetir la operación. Apenas la abracé ella saltó sobre mí, cruzó las piernas alrededor de mi cintura y ambos nos movimos, saltamos, retorcimos y gritamos sin complejos hasta caer exhaustos en la hierba. Allí permanecimos por espacio de diez minutos, recuperándonos de nuestra apasionada aventura.
–Ay, mi niño, ha zido mejó que la primera vé–me dijo mi amada esposa, con la respiración entrecortada.
–Sí, querida, mucho mejor, más movido, más entrega la tuya…
– No, zi yo me entregué totalmente entonces... Lo único que paza é que la otra vé la valla no ectaba electrificá.

miércoles, febrero 21, 2007

Mi primera novela

Esta foto de abajo es la portada de mi novela LA PISTA DEL LOBO, que saldrá publicada próximamente. Pincha sobre la imagen para ampliarla.

domingo, enero 28, 2007

LA ENTREVISTA COMPLETA


Mi entrevista en Radio Ib3.es y el video que la acompaña se puede ver completa en esta página web:

http://rinconliterario3denit.blogspot.com/

http://www.youtube.com/watch?v=hxQFRPNw4dU

Y desde hoy, soy miembro del Grupo CIÑE y tengo mi propia página de escritor en: http://www.circuloindependiente.net/Juan_Pan_Garcia.htm

miércoles, enero 24, 2007

¡HOY CUMPLE UN AÑITO!





Ha pasado el tiempo desde que puse el artículo sobre el embarazo no esperado de mi hija Rebeca de mi nietecita en este blog, el 17 de octubre de 2005, y también del otro posterior, que hablaba de las dificultades por las que estaba atravesando para encontrar trabajo, el 11 de febrero de 2006.
Aquella manchita oscura que se adivinaba más que se veía en la ecografía y que luego se transformó en una preciosa criatura, a quien pusieron por nombre Carolina, cumple hoy un año y es la alegría de sus padres, tíos y abuelos. ¡Felicidades, Carolina!

domingo, enero 21, 2007

ANUNCIO



Hoy sólo deseo deciros, por si algún interés tenéis en escucharla, que el día 24 de enero por la noche me entrevistaron en una emisora de radio, donde también dieron lectura a un fragmento de uno de mis relatos,"Inolvidable primavera".
Este programa se emite todos los miércoles.
Copiando este enlace y pegándolo en el buscador, podréis escuchar la entrevista
http://www.sirlebert.com/xalfdm/pol38.mp3
Para conectar con la emisora, debéis pinchar sobre la siguiente dirección:
http://ib3.es.
Y si deseáis participar con algún comentario o pregunta debéis de marcar el teléfono 971139900.
El programa se emitió a la media noche ,a las 12´15 de la noche.
Saludos a todos

viernes, enero 19, 2007

HISTORIAS DE NAVIDAD



COLEGIO DEL PALACIO DE LA SAGRA. CHAPINERÍA (MADRID)

El día de Nochebuena del año en que hice mi primera comunión fue algo especial en el colegio. Por la tarde no hubo clases y asistimos a un partido de fútbol entre el equipo del pueblo y el del colegio. Al terminar el partido se entregó el trofeo por el señor alcalde; después, las niñas completaron la tarde con una demostración de coros y danzas populares: jotas, sevillanas, malagueñas, etc.
La cena fue algo excepcional, un menú especial que culminaba con unos postres buenísimos confeccionados por las monjas del centro.
Después de cenar, la madre superiora me llamó y me dijo que esa noche la Misa del Gallo se iba a celebrar en la capilla del colegio y no en la iglesia del pueblo, como era costumbre, y que  mi compañero Anselmo y yo oficiaríamos una vez más de monaguillos en aquella ceremonia cristiana. Nos llevó hasta la sacristía y nos dio las instrucciones de todo lo que debíamos realizar: tocar la campana de la iglesia del pueblo, mantener la bandeja en el sitio apropiado en el besapiés del Niño Jesús y ayudar a las personas mayores que no pudiesen levantarse del reclinatorio al arrodillarse para dar el beso.
Nos pusimos un traje de monaguillo de terciopelo, todo blanco, y preparamos las jarritas del vino y del agua para la misa (qué bueno estaba el vino del cura, una mezcla de moscatel y Cream). Luego nos fuimos a reunirnos con el resto de escolares al salón de actos para esperar la hora de la misa cantando villancicos y acompañando con panderetas y zambombas. Los demás golpeábamos cucharas entre sí, lo que producía en sonido que armonizaba con las panderetas.
A las once y media de la noche, los dos monaguillos salimos del colegio y entramos en la iglesia, situada al otro lado de la plaza. Braulio, el sacristán, nos estaba esperando. Una vez dentro, fuimos hasta la escalera que subía hasta la torre, miramos hacia arriba por el hueco libre y cogimos cada uno una de las sogas que bajaban desde el campanario y comenzamos a tirar con fuerza de ellas. Las cuerdas nos levantaban del suelo a cada vuelta de las campanas. No hacíamos ningún esfuerzo, la inercia del movimiento nos hacía subir y bajar durante los tres minutos que tardaba cada toque: el primero a las once y media; el segundo a las doce menos cuarto y el tercero a las doce en punto. Casi todo el pueblo acudió a la misa del colegio. Como no cabían todos, abrieron las puertas de la capilla, que comunicaba con el salón de actos, y se habilitaron bancos y sillas para los asistentes.
La misa comenzó y continuó su curso en latín hasta el “Ite misa est” final. En ese momento, el cura bajó hasta el reclinatorio central con el Niño Jesús en las manos y el Coro del colegio comenzó a cantar los villancicos.
 El alcalde, don Juan, fue el primero que se arrodilló para besar los pies del Niño; luego se levantó, dejó un billete de 25 pesetas en la bandeja dorada que yo mantenía a su derecha y se fue a su asiento. Al instante se formó una fila y todos los asistentes imitaron a su alcalde. Unos ponían un billete de cinco pesetas, otros solamente dos pesetas, una peseta, veinte… Nadie superaba al alcalde. Mi compañero y yo llevábamos la cuenta de quiénes eran los que más habían dado: el boticario, el zapatero, el de los ultramarinos Casa Duque, los maestros del colegio público, los guardias, etc.
Una ancianita dejó un billete en la bandeja y se le cayó otro al suelo: ella no se dio cuenta y cuando se fue me agaché y lo recogí. Me lo guardé en la mano y con disimulo lo metí en el bolsillo de mi sotanita. Miré si alguien me había visto, pero todos estaban pendientes del avance de la fila. Además, donde yo estaba la luz era escasa, sólo estaba iluminado el altar mayor con una docena de cirios. Estaba seguro de que nadie me había visto, pero los ojos del Niño Jesús parecían decirme lo contrario. Me miraba fijamente, con las manos extendidas y una sonrisa en la boca. Me avergoncé de lo que había hecho y saqué el billete del bolsillo y lo puse en la bandeja. Entonces vi con horror que la superiora me estaba observando y me había visto devolver el dinero. Pensé que ya estaba listo, que al día siguiente sería expulsado del centro. Me puse muy nervioso, tanto que la bandeja temblaba en mis manos. Respiré con alivio cuando la fila llegó a su fin y me pude volver de espaldas a todo el mundo. No podía sostener la mirada de la superiora.
La misa terminó y el sacerdote cogió el cáliz y salimos los tres hacia la sacristía. Una vez dentro, fuimos separando los billetes según su valor, y contando las monedas. Acabado el recuento, el cura le dio un duro a mi compañero y otro a mí, y nos quitamos el traje. Luego nos fuimos a nuestros dormitorios. En el reloj del pasillo pasaban algunos minutos de las dos y todos los compañeros estaban ya acostados cuando llegamos.
Al día siguiente, cuando estábamos desayunando en el comedor, llegó la madre superiora y nos pidió un momento de atención. Todos callamos. Ella me ordenó que me levantase y fuese a su lado; yo obedecí, muerto de miedo. Entonces dijo:
"Quiero que miréis a Juan un momento. Anoche sacó de su bolsillo el poco dinero que tenía y se lo entregó al Niño Jesús. Ese dinero se lo había dado su familia para otras cosas, sin duda, y él prefirió donarlo. Nos dio un gran ejemplo de solidaridad. Démosle un aplauso a nuestro compañero"
Y todos aplaudieron.
¡Yo no salía de mi asombro! Me puse muy colorado mientras todos me miraban y aplaudían. Entonces recordé la sonrisa del Niño Santo. Parecía un milagro: ¡Apenas había nacido y ya me había perdonado!
¡Cosas de la Navidad!

FIN

Este cuento ha ganado el concurso del año 2006 de "Cuentos navideños" en la página web de El café de Artistas, seguido de otro de mis cuentos,"Navidad, dulce Navidad", y en el tercer puesto "Un cuento de Navidad". Los tres forman parte del libro "Los cuentos del abuelo", registrado por mí en el Registro de la Propiedad Intelectual de Cádiz el 10 de enero de 2006 con la clave CA 9/o6

miércoles, enero 10, 2007

El vino de la Comarca del Jerez



EL VINO DE JEREZ

Está demostrado que beber un poco de vino en las comidas mejora la circulación de la sangre y ayuda a protegerse contra los infartos. Por sus cualidades sanitarias, ya se lo aconsejaba a su discípulo Tito el apóstol San Pablo:
“Ya no bebas agua, sino usa un poco de vino a causa de tu estómago y de tus frecuentes enfermedades” (1Tito,5:23)

Publico a continuación las notas que tomé durante la conferencia de D. José Caballero Bonald sobre el vino fino, celebrada en el Hotel Monasterio de San Miguel de El Puerto de Santa María a finales de 1997:

El vino de Jerez ya se conocía desde Estrabón (63 AC - 24 DC), uno de los primeros en mencionarlo. La gran fama que tenía este vino atrajo hacia la comarca a nombres ilustres de familias extranjeras, especializadas en el arte de la crianza de vinos: Domecq, Osborne, Willians Garvey, Sir james Durff, Terry, Sandeman, González Byass y otros.
Existen dos tipos de crianza: la que se usa para la obtención de vinos “finos y manzanillas”, criados bajo el “velo” o “flor”, que es una capa viva orgánica que impide el contacto del vino con el aire y su oxidación; y por otra parte la de los “Olorosos”, que se crían en contacto con el aire tras añadirles alcohol para que no se forme el velo. Las cuatro levaduras que producen este velo producen complicados procesos químicos sobre el vino. Cuando acaba su ciclo de vida, este velo o capa se deposita en el fondo de la bota. Se le llama “la Madre del vino”.
Datos curiosos del vino de Jerez son que sus bodegas fueron atacadas y desvalijadas varias veces por el pirata Barba Roja.
Que una de sus bodegas insignes fue construida por Eiffel, el mismo que hizo la torre parisina.
Que sus cepas fueron destruidas, como todas las cepas en Europa, por la filoxera, y que las variedades existentes fueron importadas de California, pues las cepas de aquel país resistieron con éxito el ataque de ese insecto destructor.
El vino de Jerez es único en el mundo, porque tiene la particularidad que se puede conservar dentro de las botas durante años, adquiriendo mejor calidad con el paso del tiempo y aumentando de precio.
Por ejemplo:
Un vino joven, de la cosecha del año, si se mantiene 2 años en la bota pasa a denominarse “Solera”; si se mantiene más tiempo, “Reserva”; “Gran reserva”; “Excelencia”, a los diez años de permanencia.
No ocurre lo mismo con los restantes vinos españoles o extranjeros, ni con el cava.
Estos son embotellados todo lo más a los dos años de su permanencia en bodega y no adquieren nuevos valores, arriesgándose a perder su calidad.
El cava, por ejemplo, debe ser del año: no vemos cava donde se diga en la etiqueta “cosecha de 1980”, por ejemplo.
El vino de Jerez y su entorno es pues único, y debe de valorarse como tal. Un cuadro pintado a mano, una escultura se apreciarán según su originalidad, dificultad de realización, ect. Lo mismo debe hacerse con el Fino. Al ser algo único, debe dársele el valor de algo único, en vez de desprestigiarlo, regalándolo y vendiéndolo a bajo precio.
Las cosas se aprecian más cuando cuestan el dinero. No duele lo mismo que se nos rompa algo que nos han regalado que algo que hemos comprado y que nos ha costado caro.
A primeros del siglo pasado, se decía que el jerez tenía que ser “para los ricos o para los enfermos”.
Al ser un producto de difícil acceso para la mayoría, por su alto precio, la gente adinerada presumía de poder permitirse el lujo de tener en su casa un completo surtido de vinos de Jerez. Se pedía en los restaurantes y hoteles de lujo y se ofrecían botellas o cajas de regalo a las amistades. Esto hacía florecer el negocio y daba trabajo a mucha gente.
Hoy día se escuchan las quejas de los hoteleros, pues dicen que aunque los hoteles se llenan en verano, los turistas son de baja clase social, de bajos ingresos: gastan poco y se limitan a pagar el alojamiento con derecho a pensión completa a precios en oferta.
Por lo tanto, prefieren tener un turismo de alta calidad: menos turistas, pero que gasten mucho más. Un hotel puede llenar rápidamente 100 habitaciones a 60 euros todo incluido. Esto supondría 6000 euros diarios. Pero también los gastos serían excesivos y quedaría poco margen para las ganancias.
Si tuviese sólo 50 habitaciones a un precio de 300 euros/día, vendría una clase de turismo que dejaría 15 000 euros. (Cifras actualizadas en euros, pues el día de la conferencia aún hablábamos en pesetas)
Vemos que vendiendo menos habitaciones se ha ganado mucho más aumentando la calidad del producto y eligiendo una selecta clientela.
Lo mismo sucede con el vino.
¿Qué hay que hacer para solucionar la crisis actual? Dos claves:
A)
1º Dejar de regalar, como si fuera un producto sin valor.
Actualmente, a los bares, asociaciones de vecinos, casetas de ferias, comuniones, ect… siempre se le regalan por parte de las bodegas cajas de vino para colaborar y promocionar la marca. A veces se regalan farolillos, vasos, cubiertos… con el nombre de la bodega estampado que son productos que aumentan el coste del vino y que se pierden sin beneficio.
2º Concienciar por medio de programas educativos, ya desde la escuela, a los niños de que es un producto bueno, de “su tierra”, y que hay que darle el valor de ser una cosa única en el mundo; convencerles de que es un buen regalo de calidad en un cumpleaños o fiesta.
Concienciar a consumir productos propios de buena calidad antes que productos extranjeros o de otras regiones: dará trabajo al pueblo y a las familias.
3º Dar información en la etiqueta sobre el producto que se vende (actualmente sólo dice: vino Pavón, 15´5º. Bodegas Caballero. El Puerto).
Hay que poner también cómo se ha producido, qué clase de uva se ha utilizado, los años de la cosecha… Esto es lo que hacen los franceses con todos sus vinos, siendo corrientes y no únicos, como el jerez.
4º En lugar de anunciar con tópicos (por ejemplo: una gitana bailando al anunciar una determinada marca), explicar cómo se ha hecho ese vino, todas las fases que ha recorrido hasta llegar a la botella, sus cualidades ect.

B)
Cambiar el sistema del Consejo Denominador de Origen.
Tener abierta una mesa permanente donde estén representados todos los profesionales del sector: viticultores, almacenistas y exportadores.
Actualmente, el Consejo está compuesto por una serie de personas que tienen voto y un presidente nombrado por la Junta de Andalucía, que tal vez no tenga ni idea de lo que se trata y sólo se ocupa de que se cumplan las normas procedentes de Bruselas.
No se puede permitir que en esa mesa tenga el mismo valor el voto de un señor que arriesga 300 000 euros que otro que arriesga 1500 millones, como ocurre actualmente, sino que el valor del voto debe ser proporcional al riesgo.
Hay que nombrar presidente del Consejo Denominador de Origen a un profesional que esté arriesgando su capital en el negocio y sea, por tanto, conocedor de sus problemas y de lo que se esté hablando, y no aceptar a un político nombrado a dedo por la Junta de Andalucía que no arriesga nada.
Hay que negarse a cumplir con las cuotas impuestas desde Bruselas. Cada uno que venda lo que pueda. Si uno tiene cien botas de vino de buena calidad,¿por qué va a vender sólo ochenta? Esas veinte restantes también se pueden vender sin denominación de origen.
¿Por qué no vender el exceso de cosecha del año como mosto?, ¿no venden otros mostos en las tiendas que no sabemos de qué están hechos(Mosto Greip, por ejemplo).
¿Por qué no lanzar al mercado una marca de mosto de Jerez?
Hay que vender la producción en vez de arrancar las cepas, como se está haciendo. ¿Por qué se tiene que arrancar una cepa que está produciendo una uva de buena calidad?
****
J,M. Caballero Bonald ha escrito varios libros de ensayo de diversos temas como Breviario del vino (1980), Narrativa cubana de la revolución (1968), Luces y sombras del flamenco (1975) o Sevilla en tiempos de Cervantes (1991), y recibido el Premio de la Crítica en dos ocasiones. En 2004 recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana.

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miércoles, enero 03, 2007

LA TORMENTA

FOTO DEL DIARIO EL PAÍS LA TORMENTA De nuevo grandes nubes negras de sangre y de truenos, que vienen del Norte amenazan a la gran ciudad Descargan toda su furia sobre la verde hierba y pisadas de barro, de sangre y de odio la paz de las calles vienen a turbar. Cuando el viento empuje a esas nubes, alejándolas o destruyéndolas...(me da igual), y el Sol vuelva a brillar, y la gente pueda salir a la calle, viajar en tren, en metro o volar y los niños vuelvan a jugar... Entonces brillarán aún más bonitas las rosas y amapolas que florecen en los parques y jardines de La Villa Y yo... yo miraré hacia arriba y sonreiré a la blanca paloma, que por fin vuela alto en libertad. _________________