Palacio de la Sagra, Chapinería, antiguo colegio convertido hoy en biblioteca y centro de mayores http://www.panageos.es
Se podía decir que Joaquín Cáceres Macías era un niño especial. A sus diez años cantaba y bailaba flamenco con tal desparpajo que su fama saltó los muros del colegio y se desparramó por todo el pueblo, y el Alcalde don Juan, para aliviar la pesadez de sus discursos y la parvedad de sus festejos, solicitaba a las monjas la presencia del chiquillo en las fiestas del pueblo.
Un tarde, en una fiesta celebrada en el salón de actos del colegio, presidida por la esposa del Ministro de Trabajo, Doña Pepita Larrucea de Girón, realizamos una obra de teatro en la que yo hacía el rol de FelipeII. Lo recuerdo bien porque el collarín plisado de tela blanca y almidonada de mi atuendo me hizo unas ampollas en el cuello en el escaso tiempo que duró la obra. Seguidamente, Joaquín cantó unos fandangos y bailó unos taconeados al son de la guitarra que sonaba en un gramófono de tal modo que erizó la piel de los asistentes, y el Alcalde, conmovido, le hizo entrega solemnemente de la vara de mando, nombrándole alcalde del colegio.
Las monjas nos daban la cena a las siete, y nos acostaban temprano, a veces aún con el sol brillando en el cielo, para luego levantarnos a las seis de la mañana, así nevare o lloviere, para ir a misa de siete. Una vez acostados, la monja permanecía dando paseos por el pasillo acristalado que daba a las habitaciones hasta que nos veía a todos dormidos. Entonces ella se iba al edificio central para cenar y hacer sus oraciones. Y nada más oír que se cerraba la puerta, todos nos levantábamos y comenzábamos a jugar a la guerra, los ocupantes de unas habitaciones con las de otras, usando las almohadas y la ropa como armas.
En el verano, Joaquín esperaba que se marchara la monja del dormitorio y salía a la terraza y saltaba el muro del colegio para coger brevas y uvas de los campos contiguos y luego las repartía con nosotros. Así, mientras las monjas cenaban y luego se confesaban entre ellas y se auto castigaban con el silicio, nosotros compartíamos como hermanos los frutos aportados por nuestro compañero, forjando lazos de amistad que perdurarían en el tiempo.
Era Joaquín, cómo no a su edad, un niño listo, travieso, alegre, valiente y sincero, cualidades que no sé si serán las idóneas para resaltar, pero que lograron que quienes le rodeaban sintieran por él un cariño, una confianza y lealtad que le convertían en el ídolo, en el líder de todos los chicos y chicas del colegio.
¿Que una culebra de dos metros trepaba por el muro y se introducía por los dormitorios? Joaquín se enfrentaba a ella con la lanza que se había hecho con el palo de una escoba, la ensartaba por el medio o por la cabeza y la mantenía clavada contra el suelo.
¿Que un lagarto grande aparecía sobre un colchón de borra de los que se ponían a secar al sol en el patio o en la terraza cuando algún niño se orinaba en la cama?, allá iba Joaquín a enfrentarse a él, y cuando el animal, viéndose acorralado y sin salida, saltaba para morderle, Joaquín le esquivaba y acababa matándole a patadas o con un palo.
En el colegio había un perro mastín que cuidaba el pabellón de los niños. Se llamaba Tomi. Cada vez que alguien se acercaba a la puerta de entrada Tomi enseñaba los dientes, gruñía y ladraba, y cuando pasaban cerca de él, daba saltos con tal ímpetu que parecía que acabaría rompiendo la cadena que lo mantenía sujeto a una argolla clavada en el muro. Lo tenían atado porque solía subirse a la tapia del colegio y saltaba al otro lado para pelearse con los perros grandes de los pastores. Ya los había vencido a todos y había dejado alguno en mal estado.
Y el visitante que llegaba al pabellón, fuese quien fuese cura o monja, niño o niña, auxiliares o empleados, entraba arrastrando su espalda contra la pared contraria, encogido y lleno de miedo, hasta pasar al otro lado. Joaquín y el señor Gaspar, el encargado de mantenimiento, eran los únicos seres humanos que se atrevían a acariciarlo. El chico se acercaba sin temor y lo acariciaba y jugaba con él. A veces le hacía rabiar, tirándole de las orejas y el rabo. ¡Y el perro no le hacía nada!
Poco a poco Joaquín fue presentándonos a todos a Tomi. Nos cogía de la mano y se acercaba al perro diciéndole que le traía otro amigo. El animal nos olfateaba primero y luego se dejaba acariciar. Los domingos que hacía bueno, las monjas nos llevaban de paseo al campo y nos adentrábamos por una zona donde había toros bravos, rebaños de ovejas, perdices y conejos; pero también animales salvajes: zorras, lobos, jabalíes y serpientes. Joaquín se llevaba a Tomi con nosotros y él nos cuidaba.
Joaquín Cáceres Macías, a sus doce años, era el “alcalde” del pueblo, el niño más querido y admirado dentro y fuera del colegio. Pero tropezó con sor María del Rocío, que sentía celos de las atenciones que recibía el niño por parte de la dirección del colegio, del Alcalde y del pueblo entero.
Sor María del Rocío era un monja de unos treinta años, cuyas razones para meterse a monja ella sola conocía; pero no debían ser vocacionales sino otras, pues el odio que sentía por su trabajo y por los niños que estaban a su cargo salía a borbotones de sus ojos negros y ojerosos, que enrojecían de ira y le daban una mirada de loca mientras apaleaba al desgraciado que había osado contrariarla.
Era buena maestra, en cinco años logró que una docena de chicos que no sabían leer, aprobaran el examen de acceso al Bachillerato. Alumnos que más tarde lograron obtener becas para estudiar enseñanzas medias y superiores. Sus métodos, al parecer, eran los usuales de la época: preguntar con el puntero y la regla al lado. Si la respuesta era correcta, te ponía buena nota; si era mala, te pedía que pusieras la mano y te arreaba con la regla de tal modo que se inflamaba la mano y dolía todo el día.
Con Joaquín se ensañaba: en vez de la regla cogía un puntero y le golpeaba como una loca en la espalda, la cabeza o lo que se pusiera a su alcance. Alguna que otra vez rompió el palo en la espalda del niño. Una vez Joaquín consiguió arrebatarle el puntero e hizo amago de pegarle con él a la monja. Luego arrojó la vara por la ventana, mientras ella chillaba histérica y juraba que acabaría con él. El chico tenía todo el cuerpo lleno de moraduras, y cuando los martes y viernes venían los médicos a visitarnos, ella encerraba a Joaquín en el sótano para que no vieran los cardenales. Al cabo de tres o cuatro semanas sin verle, los médicos, los doctores Mora y don Carlos Daudent, le dijeron a la Superiora que no se irían sin ver al chico, y entonces trajeron a la consulta a Joaquín y se descubrió el maltrato sufrido.
Ante los médicos enfurecidos, Sor Rocío declaró que el niño era rebelde, que le insultaba y blasfemaba contra Dios, contra el colegio y contra ella. Y Joaquín fue llevado a un correccional dirigido por frailes, donde recibió tantas palizas que una noche, no pudiendo soportar más vejaciones, saltó por una ventana y huyó; pero vivir sin dinero y sin lugar donde cobijarse no era fácil en Madrid, y lo apresaron enseguida los guardias. Y Joaquín fue devuelto al centro de corrección de menores.
Pasaron los años y un día de invierno de 1960, terminados mis estudios en la Institución de Formación Profesional "Francisco Franco" de Málaga, me encontré con su hermana en un centro comercial de Madrid. Nos alegramos mucho de vernos y nos abrazamos. Ella trabajaba de enfermera y se había casado con un médico; le pregunté por Joaquín y se echó a llorar. Me dijo que había muerto pocos años después de que lo internasen en el correccional
Sor María del Rocío pertenecía a la Congregación de Hermanas de la Doctrina Cristiana, con sede en Mislata (Valencia)