foto de internetFeliciano no entiende que todo sean problemas a causa de su edad, no acepta que ya no pueda decidir por sí mismo, ¡hasta para admirar a la mujer de su vecino debe pedirse permiso!
Añora su época de apuesto caballero. Entonces, las damas se afanaban en conquistarlo y pugnaban entre ellas por gozar de un momento de lujuriosa felicidad.
De ese hombre ya no queda nada. Viejo y cansado, camina lentamente apoyado en un bastón, mientras revive nostálgicos recuerdos de caricias impresas en su ahora inflado vientre.
«¡Joder, qué pena! ¡Qué dolor!», exclama el pobre hombre deteniéndose un momento para limpiar los cristales de sus gafas.
Acude todos los días a la consulta del médico, y éste, abrumado por tanto enfermo y el escaso tiempo que debe dedicarles, a todos sus males concede el mismo diagnóstico: ¡Es la edad!
—Me duele el pecho, doctor.
—Es la edad.
—Me duele la cabeza, doctor.
—Es la edad.
—De noche no duermo, doctor.
—Es la edad.
— No se me levanta, doctor
—Es la edad.
—Me duele una pierna, doctor.
—Es la edad.
—¡Alto ahí, eso no puede ser: la otra es gemela y no siente ningún dolor, “doctor”!
Feliciano le pide le recete algo para la incontinencia de orina, pues suele manchar el pantalón
—Pues póngase usted dodotis, o sacúdesela bien antes de guardarse su pajarito meón.
¡Vaya tela marinera tiene el doctor!
Los recortes de la Seguridad Social y el miedo a desobedecer al inspector lo han transformado: ahora, en vez de un gran médico es un gran bribón
Sale del centro médico y camina por las calles de El Puerto rumiando su desespero. Por la noche sale a dar un paseo con su perro y al pasar por delante de un hotel de reputación dudosa ve el Mercedes descapotable del médico aparcado enfrente, y, en venganza por el trato recibido en la consulta, le arrea varios golpes con el bastón al tablero de instrumentos y rompe la radio y el GPS. «¡Que se joda; no tiene derecho a tratar así a los viejos!», piensa mientras acelera el paso para alejarse de allí.
Y luego dobla una esquina y se tranquiliza, retoma su paso lento y sonríe.
Al día siguiente, Feliciano regresa a la consulta a darle vara al médico —es gratis y por ser jubilado no paga medicamentos—, y aquél lo recibe con una cara horrorosa: ojeras como el arco iris al revés, boca torcida como las calles del centro histórico, frente más arrugada que su pichita llorona, manos temblorosas como la luz de una vela y ojos vidriados de muerto.
Es Feliciano quién se alarma al verle así y le pregunta:
—¿Qué le pasa, doctor, que tan mal aspecto tiene?
—No he pegado ojo en toda la noche, Feliciano. ¡Estoy harto! Soy un incomprendido: me esfuerzo en servir a los ciudadanos, en curar sus dolencias... ¡y ellos me odian!
—¿Le odian, doctor?
—Sí, me odian. Ayer le presté el coche a mi esposa para que fuera de compras al Corte Inglés de Cádiz con una amiga y los vándalos le rompieron el radiocasete, el GPS y el tablero.
—Es la edad, doctor, ¡la edad!; la juventud está fatal.