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miércoles, septiembre 19, 2012
lunes, septiembre 17, 2012
LA PLACE BALARD
No es
oro todo lo que reluce y muchas veces
las personas o las entidades y naciones presentan de sí mismas
una imagen muy distinta a lo que son en realidad. “En casa del herrero, cuchara
de palo”, se suele decir.
Y digo
esto porque jamás he visto más muestras de chauvinismo y racismo que las que descubrí en la Francia de la Liberté, Egalité,
Fraternité en la década de los años sesenta.
Francia,
símbolo de la Libertad,
de la Revolución,
de la Democracia, la
misma que regaló la maravillosa estatua
que da la bienvenida a todo el que llega a Nueva York, es también es el lugar en que he sufrido la mayor vergüenza y humillación de mi vida como ser humano. Sucedió en la plaza
Balard, delante de la fábrica Citröen.
Vista aérea de la antigua fábrica Citroen el distrito XV, junto al Sena
Corría
por entonces el mes de septiembre de 1962. Cinco semanas antes, yo había
abandonado mi trabajo, fijo pero mal pagado, en Vergel (Alicante), y había salido de España como turista, pues no me concedieron un contrato en la Oficina de Emigración porque no cumplía los requisitos: ser mayor de edad y haber cumplido el servicio militar.
Ya llevaba casi dos meses en París sin encontrar
trabajo estable y ello me angustiaba, pues si al cabo de tres meses no obtenía un permiso
de trabajo ni podía justificar que disponía de dinero suficiente para vivir como turista, la policía me
expulsaría de Francia.
Intentaba
pues hallar trabajo por todos los medios, y sabía que en la Citröen había “Embauche”
permanente (contratación de personal permanente), pues el trabajo era de tal dureza que la gente entraba por una puerta
y salía al poco tiempo por otra.
Distinta era la fábrica Regie Renault, en ésa,
todo el mundo quería trabajar. Había que superar exámenes teóricos en Francés. Por ello era tan difícil conseguir un puesto.
Me
levantaba a las cinco de la mañana para coger el primer tren del Metro con el fin de
llegar de los primeros a la plaza y coger un buen sitio en las filas
delanteras. Todo era en vano: cuando llegaba, tras cuarenta minutos de
trayecto, la plaza estaba a rebosar, y más de cinco mil personas se empujaban
unas a otras para avanzar en las filas.
Delante
de la entrada a la factoría habían instalado una especie de ring de madera de unos cuatro metros de lado con
su barandilla de cuerdas, y yo desde lejos, empinándome sobre mis zapatos, me
preguntaba para qué servían.
A las
nueve de la mañana en punto se abría una puerta del edificio y salían tres o
cuatro hombres muy bien vestidos. Súbitamente, la multitud se agitaba empujándose y gritando con
el brazo alzado y mostrando su documentación. Uno de los ejecutivos de Citröen
llevaba un megáfono y anunciaba: «Sólo se contrata a 50 personas cada día, es inútil permanecer ocupando la plaza
todo el día, dificultando la circulación. Por ello, una vez terminada la
contratación deben despejar la plaza.»
Mientras
decía eso los otros observaban y elegían los candidatos entre la gente ansiosa y alterada
que tenían delante. De pronto señalaban a uno de ellos, casi siempre el más
alto y fuerte, y le decían: «Tú, acércate si quieres trabajar». Y el señalado
se abría paso a codazos, empujones y hasta puñetazos para llegar hasta el
estrado. Algunos aprovechaban el hueco que iba dejando tras él para seguirle
y avanzar unas filas. Los demás le miraban con envidia y esperaban tener la
misma suerte.
Cuando
el hombre subía hasta el estrado uno de los empleados de la fábrica le
cacheaba, le sobaba los músculos de los brazos y piernas, le miraba la dentadura,
le preguntaba la edad y el nombre, y finalmente, diagnosticaba: «Éste es bueno
para la sección de Fundición».
Después
señalaban a otro y le invitaban a acercarse. La operación se repetía hasta
alcanzar el cupo de los 50, y luego los directivos se iban, cerraban la puerta. A los pocos minutos aparecía un camión cisterna de la policía con su cañón de agua
abierto a tope dirigido a la multitud. Así despejaban la plaza.
Yo me
quedaba desolado, pensando sobre la conveniencia de volver a España a recuperar
mi puesto de trabajo, aunque hubiese de realizar el servicio militar, algo que me angustiaba, pues mis hermanos me
habían asegurado que en los cuarteles, en vez de hacerte un hombre de provecho,
tal como todo el mundo anunciaba, te hacían un desgraciado, y te robaban media
vida.
Aprovechaba
para visitar la zona. Muchas fábricas rodeaban a la Citröen, proveyéndola de
componentes. Justo al lado había una fábrica de neumáticos, envuelta en vapor y
despidiendo un fuerte olor a goma quemada que convertían el aire
fresco y matinal en irrespirable. En ella trabajaban tres amigos procedentes del mismo pueblo que
yo: Antonio Valverde, «El Chato», Manuela y Miguel «El Negro», su novio. A las
doce disponían de media hora para comer y ellos salían y comentábamos lo
sucedido en la puerta de la Citröen. Ellos
me animaban siempre: « Otro día tendrás mejor suerte, Juan. Tienes que madrugar
más para estar en primera fila».
Al día
siguiente me levanté a las tres de la madrugada y cogí un taxi. No sirvió de nada, cuando
llegué la plaza estaba a tope. Al parecer, la gente llegaba de sus países en los trenes y se
dirigían directamente a la plaza Balard cargados con sus maletas, y se sentaban
sobre ellas delante de la fábrica. Los candidatos eran portugueses, polacos,
yugoeslavos y españoles. Más allá había otra puerta en la que en letras grandes
decía: «Sólo para africanos», y una multitud de negros y árabes pernoctaban
ante ella.
Por fin un día tuve la “suerte” de ser invitado a subir al estrado.
Fue gracias a Manuela. Ella cambiaba de turno y después de cenar con ella y Miguel en su habitación ( me ayudaron mucho mientras estuve sin empleo) me dijo
que entraba a trabajar a las once y me propuso acompañarla a la fábrica de neumáticos y quedarme luego en la plaza Balard hasta que abriesen los de la Citroen. ¡Qué largas fueron
las horas sentado en medio de la neblina en la acera de la factoría!
Para acompañar a Manuela estrené una cazadora
de ante, color marrón, que había comprado en Cortefiel por un elevado
precio a pesar de beneficiarme de las rebajas. Ese día, yo estaba en primera
fila, junto a las cuerdas del ring, y cuando salieron los directivos una avalancha
de gente me empujó contra las cuerdas. Yo apenas podía moverme. Entonces los
directivos me señalaron y entré pasando el cuerpo entre las cuerdas y rozándome
con ellas. Estaban impregnadas de alquitrán y salí con mi cazadora llena de
rayas negras y las manos pringadas.
Después
de sufrir el manoseo del experto en esclavos, entré en una oficina para un
examen médico y firmar el contrato y los documentos necesarios para obtener el permiso de trabajo y la tarjeta de la seguridad Social. Cuando les mostré los documentos que acreditaban mi profesión y mis
estudios se echaron a reír y luego,
despectivamente, dijeron: «Los puestos de trabajos cualificados son para los franceses».
« Pues
que se queden los franceses con la fábrica», les dije. Recogí mis documentos y me fui sin mirar atrás.
Actualmente el Parque André Citroen ocupa el solar en que estaba ubicada su primera fábrica: place Balard
El Gobierno de Francia sólo compra vehículos de fabricación nacional para sus coches oficiales. En la foto, el General Degaulle en una limousine de la marca Citroen. Ejemplo deberían tomar los políticos españoles para favorecer la industria nacional en vez de la extranjera.
No fue hasta el día 2 de noviembre de ese año que entré a trabajar en una de las mejores empresas que he conocido en mi larga vida laboral.
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Memorias
jueves, septiembre 13, 2012
CRÓNICA DE UN ENGAÑO, la película
En
las altas esferas de la España corrupta del inicio del siglo XXI se debate
sobre si el caballo blanco de Santiago era realmente blanco o gris, las bondades del cambio de sexo gratuito, el
aborto de niñas sin autorización de los padres, las embajadas autonómicas en el
extranjero y la prima de 300,000 euros concedida a los jugadores de la Selección por ganar el Mundial, corriendo así una
densa cortina de humo para ocultar la realidad del país: la clase política goza
de enormes privilegios y sobresueldos, se enriquece descaradamente a base de pelotazos
y comisiones corruptas. Mientras tanto, España se hunde en el paro, en los desahucios y en la
pérdida de derechos adquiridos.
La
situación es tensa, insoportable, y la gente, decidida a cambiar las cosas, se
lanza a la calle indignada.
Es entonces cuando de las entrañas de la Tierra resurge, como Ave Fenix, la bestia que
creíamos muerta para siempre: El capitalismo salvaje del siglo XIX con sus
interminables jornadas de trabajo por un salario miserable, sin derecho a descanso, a sindicarse ni a
protestar, y menos aún a ponerse enfermo o envejecer. Los hombres dejan de ser personas para el
empresariado y se convierten en herramientas prescindibles y renovables.
Previamente, la bestia ha preparado el terreno
presentando un programa en que se
reducen las jornadas a 35 horas semanales para que la familia disponga de más
tiempo para disfrutar; se anuncian
millones de puestos de trabajo, se ofrecen posibilidades para adquirir viviendas a las jóvenes parejas,
prometiéndoles un maravilloso futuro si trabajan los dos, facilitando el
trabajo de la mujer con la posibilidad
de disponer de guarderías y comedores para sus hijos…
Para
los que ya disponen de vivienda les ofrecen
otra más, con parcela y piscina para disfrutar con los amigos los fines de semana. Para ello se conceden
créditos impagables y de por vida, hipotecas plagadas de letra pequeña.
De
pronto el mundo tiembla: No hay dinero.
Los bancos han invertido todo el que tenían
en la construcción de viviendas y no les queda para prestar a las
empresas; las empresas no pagan a sus
obreros y éstos a su vez no pagan las hipotecas y son desahuciados. Los bancos
se quedan con la vivienda, con el dinero pagado y obliga a los hipotecados a
seguir pagando de por vida.
Es entonces cuando reaparece la bestia salvaje,
colocando en el Gobierno a sus administradores con falsas promesas y prometiendo
trabajo, reducir impuestos y salvar al mundo.
Lo primero que hace es reponer el dinero en
los bancos. Ahora éstos, que ya han recuperado el dinero de las viviendas y por
lo tanto éstas ya están pagadas y pertenecen al Gobierno, se quedan con ellas y
con el dinero, y además exigen que se continúe pagando las hipotecas.
No bastando con eso para saciar la voracidad
de la bestia, obliga a sus representantes en el Gobierno a decretar que todos los ciudadanos paguen de
su bolsillo el dinero entregado a la banca, Su banca. Para ello reducen los
salarios, los gastos en escuelas y maestros; cierran hospitales y consultas
médicas, recortan pensiones y subsidios, ordena pagar los medicamentos, aumenta
los impuestos y el IVA… Y como todo eso produce más desempleo y más gastos
sociales, elimina el subsidio y recorta
los derechos de los desempleados.
La película es un Thriller. No recomendada
para menores de 18 años. No hace falta comprar las gafas para verla en 3D, sientes cómo te envuelve y vives
una pesadilla.
- España 2012
- Título original: CRÓNICA DE UN ENGAÑO
- Director: Ángela Merkel
- Intérpretes: Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santa María y Cristóbal Montoro
- Guión: FMI, UE, BCE, PP
- Música: Cara al Sol
- Producción: Partido Popular
- Una película de RICHARD EYRE.
domingo, septiembre 09, 2012
ANTOLOGÍA POÉTICA
Ya ha salido publicada en papel la Antología del I
Encuentro de Poetas Andaluces de Ahora, compuesta por los poemas leídos en la biblioteca del
Museo Arqueológico de Córdoba el pasado 26 de noviembre.
Al citado acto acudieron más de 50 personas procedentes de diversas
ciudades andaluzas.
Para leer el libro os invito a
pinchar en el siguiente enlace:
http://issuu.com/ puertodepoesia/docs/ antolog_a_i_encuentro_poetas_an daluces_de_ahora__c?mode=windo w&backgroundColor=%23222222
Dentro de unos días recibiré mi
ejemplar. Es motivo de gran satisfacción para mí contemplar mis dos sencillos poemas junto a los trabajos de reconocidos poetas andaluces del momento, poemas
que erizan la piel y llegan al corazón.
Mi colaboración en la Antología comienza en la
página 133 y acaba en la 138. Son dos poemas: "A Córdoba" y "¡Qué sabrás tú de eso!"
Y a final de septiembre asistiré
a otro recital en Peñíscola, donde nos
entregarán otro libro con los poemas leídos
en ese acto. Entre ellos irán mis dos poemas: “Pajarita ninfa” y “Jornaleros”.
Un mes más tarde, del 26 al 30 de
octubre, se celebrará el II Encuentro de Poetas Andaluces de ahora en la ciudad
de Málaga, en el cual participaré, Dios mediante,
junto a más de 60 autores con dos poemas que figurarán en un próximo libro.
El otoño siempre me ha favorecido, no en vano
soy Escorpio y ésa es la mejor estación para
ese signo.
sábado, septiembre 08, 2012
ÉBANO
Durante el pasado mes de agosto he leído el
libro «ÉBANO», del periodista y escritor
polaco Ryszard Kapuscinski, ganador, entre otros, del Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades del año 2003.
El libro es una crónica de la arriesgada vida
del corresponsal de una agencia de prensa en las diversas guerras que mantienen hundidos en
la miseria a los países centroafricanos.
El periodista nos conduce de la mano a través de la selva entre árboles de 30 metros de altura, y
del desierto asesino, proporcionando valiosos detalles sobre su historia, el clima, enfermedades, insectos, y, sobre todo,
de la guerra que pervive en el continente negro y sus secuelas.
Increíble que en el siglo XXI exista el tráfico
de esclavos.
Increíble que las ONGs entreguen la mitad de
las ayudas recibidas a los dictadores para que éstos les permitan continuar su
labor, a pesar de que haciendo eso los ayudan a permanecer en el poder en
contra de la voluntad de sus pueblos.
El autor nos describe las bellezas de
ciudades como Dakar, que tanto atrae a turistas deseosos de aventuras exóticas;
pero relata como al montarse en el tren y abandonar la ciudad, los trenes son
asaltados por millares de seres hambrientos que viven en chabolas a uno y otro
lado de la vía. Nos cuenta también cómo al entrar en la habitación del mejor
hotel de una ciudad en Ruanda y tras
pagar 40 dólares por adelantado, se encuentra la cama, el suelo y los muros
cubiertos de cucarachas grandes como tortugas que no atacan, sino que se
apartan a su paso y le dejan un hueco en la cama. Antes de entrar ha debido
entregar un dinero a una pareja de “guardaespaldas” que se hallaban en la
entrada del hotel para, según ellos, evitar que le rebanen el cuello mientras
duerme y jamás se despierte.
Nos
muestra Debre Zeit, una enorme planicie que llega hasta donde alcanza la vista,
cruzada de grandes avenidas ocupadas por cientos de miles de tanques,
ametralladoras, cañones, lanzallamas, aviones cazas- bombarderos, hangares que ocultan aviones MIG y explosivos… todo ello oxidado y sin
estrenar porque los nativos, que no sabían
ni leer, no sabían cómo hacerlo. Era la aportación de la Rusia comunista en tiempos
de Brezhnev al dictador comunista de Etiopía, Mengistu, para que éste eliminase al pueblo eritreo, que pedía la independencia. Un pueblo invisible,
pues para librarse de los cañones, del nalpan y de las bombas edificaron una gran
ciudad bajo tierra.
El libro es bueno; pero me ha cansado por momentos. No es como una novela con sus tres etapas: presentación, desarrollo y
conclusión. No es por tanto una historia cuya trama te atrapa y la sigues capítulo
a capítulo hasta que concluye, sino que el reportero va de un país a otro y comienza un relato distinto, con
lugares y personajes diferentes. Al final no existe argumento o trama que recordar y sólo quedan datos curiosos como los que cito
arriba.
Tampoco existe la chica guapa que acompaña al
protagonista, ni existe historia amorosa, sólo el arriesgado trabajo del
reportero.
Pensé
en abandonar la lectura cuando llevaba cien páginas —contiene 340—, me aburría
no recordar nada de lo que había leído el día anterior; pero el hecho de que trataba sobre la situación
actual de países colonizados y deseoso de descubrir detalles sobre Sudáfrica,
Kenia o el Zaire, lugares que he visitado, me incitaban a continuar.
Un libro muy bueno para historiadores y para
quienes deseen viajar a África. Si lo leen antes de sacar el billete, quizás
cambien de destino.
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Libros
miércoles, septiembre 05, 2012
TENGO UNA AMANTE
Foto de google images.
La observaba
desde lejos, acompañando a personas mayores y solitarias. Nunca creí que ella se
fijara en mí y tratase de conquistarme. Yo soy un hombre mayor, conozco mis
limitaciones, estoy bien con mi mujer y no necesito de elucubraciones que me
hagan creer, ilusamente, que aún soy joven y tengo que disfrutar ahora todo lo
que no pude hacer durante mi vida laboral.
Me parece patético ver cómo se encariñan esas
parejas tardías y van juntos a todas partes como ardientes enamorados, cuando
uno sabe que lo que se ahorran en anticonceptivos lo gastan en Viagra y aún así
deben tener cuidado de sufrir algún infarto.
Y he
aquí que este verano he conocido a una chica y ha sido para mí como un flechazo.
Cupido se ha ensañado conmigo. Realmente no entiendo por qué esa señorita, que apenas llega a los 18, se haya fijado en mi
destartalada figura, siendo que yo aparento ser su abuelo. Debe ser la crisis
económica que padecemos la que empuja a muchas personas desesperadas a unirse, sin mostrar demasiados escrúpulos, a otras que gozan de sueldos o pensiones aseguradas que
les permitan sobrevivir.
Lo
cierto es que ya no puedo vivir sin ella, me tiene atrapado.
Ahora
también voy yo con ella cogidito de la mano a caminar por el parque, la senda del Colesterol y por
todas partes.
Mi mujer, la pobre, se puso muy triste cuando se lo dije — entre
nosotros jamás hubo secretos—, pero al cabo de unos días lo asimiló y consintió en
que la trajera a casa y viviésemos los tres juntos, que ya nos apañaríamos. Casi me hizo llorar de la emoción. Estoy seguro de que si mi Carmen tuviera 20 años menos me hubiera enviado a dormir en la Moncloa para satisfacer a Rajoy; pero
como ella ya es mayor y tiene pánico a la soledad, prefiere compartirme a no tener a
nadie junto a ella. ¡Puta y asquerosa vida esta, cuánta injusticia!
Eso sí,
ahora tendré que privarme de la excelente comida que me hace mi esposa, pues
ella no está dispuesta a cocinar para otras, y para llevarme bien con mi
flamante amante debo adaptarme a lo que guisa ella: nada de sal, nada de
alcohol, nada de grasas, nada de tabaco (menos mal que ni ella ni yo ni Carmen
fumamos), nada de esfuerzos físicos (follar, lo justo) aparte de caminar una hora diaria, eliminar
el café, la berza con la pringá, los huevos con beicon…
La llevo a todas partes, sólo vivo por y para ella. Mi
mujer está escandalizada, no se explica cómo mi amante ha conseguido lo que
ella no logró en los 42 años que hace que convivimos, y no cesa de lanzarme dardos como éste: «La primera, para escoba; la
segunda, para señora». Yo creo que lo
mejor es que nos respetemos y compartamos la casa y los alimentos sin hacer demasiados
aspavientos. Al fin y al cabo, Carmen también le gusta a mi nueva compañera y ya le
está tirando los tejos.
Y es
que la señorita Hiper Tensión Arterial es bisexual.
(Vaya nombre, me hubiera gustado más Ana, Mercedes o Isabel, Incluso Ribera del Duero me vendría bien; pero en fin, ella es la que cuenta)
(Vaya nombre, me hubiera gustado más Ana, Mercedes o Isabel, Incluso Ribera del Duero me vendría bien; pero en fin, ella es la que cuenta)
lunes, septiembre 03, 2012
EL ARROZ DUZ
¡Hola, amig@s!
El mes de septiembre se presentó así en mi ciudad: suave, luminoso y tranquilo.
El mes de septiembre se presentó así en mi ciudad: suave, luminoso y tranquilo.
Finalizadas las vacaciones de los niños, hoy
vuelven al colegio. Los demás, comenzamos un mes difícil de subidas de precios, con efectos retroactivos al último
trimestre de 2011 en algunos casos, como en la electricidad.
En el país del nacional catolicismo, a partir de ahora vamos a comulgar hostias como ruedas de molino: rescate a la banca con la promesa — engañosa como todas las anteriores— de que éste no lo vamos a pagar los ciudadanos de a pie; cierre de pequeños comercios, que no podrán soportar la subida del IVA con la consiguiente reducción del consumo; aumento del desempleo y por consiguiente menos ingreso del Estado y más recortes, etc, etc.
En el país del nacional catolicismo, a partir de ahora vamos a comulgar hostias como ruedas de molino: rescate a la banca con la promesa — engañosa como todas las anteriores— de que éste no lo vamos a pagar los ciudadanos de a pie; cierre de pequeños comercios, que no podrán soportar la subida del IVA con la consiguiente reducción del consumo; aumento del desempleo y por consiguiente menos ingreso del Estado y más recortes, etc, etc.
Para no
amargarnos más la vida les propongo se olviden por un día de los michelines, de las calorías y de
la diabetes, y realicen la siguiente
receta: Arroz duz.
El
arroz duz, tal
como lo llamaban antiguamente en la provincia de Ciudad Real, que es donde lo inventaron y la única donde podemos hallar este delicioso postre en el menú, no es arroz con
leche. Es más: no lleva ni una gota de leche.
Como
verán por las explicaciones que les doy más abajo, el arroz duz es muy fácil de
hacer. Imagino que esta receta será pan comido para ustedes, que son tan
listos.
No
tengan miedo de fracasar ¡Ayer lo hice yo! Y si lo pude hacer yo, que soy más torpe que
el Rey, quien se cae y se rompe la cadera en el preciso momento justo de disparar
al elefante…
Gracias
a ese detalle descubrimos su secreto y el mundo quedó maravillado ante sus
esfuerzos por conservar la Naturaleza y conmovido por su sincera preocupación por los
problemas españoles.
¡Ea,
vamos al lío!
Ingredientes:
Un vaso
de arroz
Un vaso
de azúcar
Cuatro vasos y medio de agua
Cáscara
de medio limón
Palo de
canela
Canela
en polvo.
Procedimiento:
Se pone una cazuela en el fuego con los cinco vasos de agua. Cuando comienza a hervir se echa el arroz, la cáscara de limón y el palo de canela.
Procedimiento:
Se pone una cazuela en el fuego con los cinco vasos de agua. Cuando comienza a hervir se echa el arroz, la cáscara de limón y el palo de canela.
Vigilar
que el arroz no se pase. El grano de arroz debe estar tierno pero entero.
Cuando
esta cocido el arroz se aparta del fuego, se saca la cáscara de limón y el palo de canela y se le echa el azúcar. Se remueve todo muy bien para
que el azúcar y el arroz formen un todo..
Se deja
reposar quince minutos
Se
cogen los recipientes en los que lo vaya a servir: una taza, plato pequeño,
tarrina…
Se echa
en ellos el arroz y se espolvorea por encima con la canela en polvo.
Se
introduce en la nevera para servirlo bien frío.
Por
encima el aspecto será oscuro y rugoso. No importa, lo que importa es que
debajo está el arroz cremoso y muy dulce: una delicia que sus niños agradecerán
cuando regresen del colegio para comer.
¡Buen apetito!
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Recetas
sábado, septiembre 01, 2012
CAMBIARLO TODO PARA QUE TODO SIGA IGUAL
El mes pasado los telediarios mostraron un grupo de policías
sudafricanos disparando contra los huelguistas negros de una mina de platino
inglesa. La mayoría de los policías eran negros y disparaban contra sus mismos
hermanos.
Una vez más se comprueba que los que lideran
una revolución contra un país
colonizador, cuando llegan al poder se comportan con su pueblo peor que los
colonizadores expulsados. Ejemplos abundan en la historia de América Latina, pero en este
artículo me ceñiré a los países descolonizados en África: Uganda, El Congo,
Angola, Malawi, Algeria Etiopía, Guinea,
Liberia, Rodesia…
En cada uno de
estos países los nativos vivían prácticamente como esclavos, trabajando de sol
a sol en inmensas plantaciones de café, cacao, caucho, y en las minas dirigidas por hombres blancos, a cambio de un
techo y comida. El mundo miraba hacia otro lado, pero sabía que algún día el
pueblo se levantaría y expulsaría a los extranjeros, nacionalizando sus
propiedades y eligiendo a sus gobernantes. El resultado ya lo hemos visto durante los últimos treinta años: las
luchas tribales por el poder y el reparto de los cargos políticos y riquezas
expropiadas entre clanes familiares ha sumido África en un baño de sangre, convirtiéndola en un
enorme cementerio alimentado por las hambrunas, las epidemias y la miseria, secuelas de una cruenta e interminable guerra que abarca a todos los países descolonizados.
Y yo, que he vivido algunos meses en Sudáfrica en tiempos del Apartheid, me
pregunto si al final, tal como está sucediendo en España, donde los políticos
corruptos e inútiles están convirtiendo en bueno a Franco, los negros no estarán
echando de menos aquellos tiempos crueles que con tanto ahínco combatieron. Sirva
como ejemplo su moneda, el Rand, que equivalía entonces a 1`10 dólares americanos.
Actualmente, vale 0´11 dólares, nada.
Actualmente, vale 0´11 dólares, nada.
Aún recuerdo cómo se vivía allí en aquellos años.
Secunda,
Transvaal, una tarde cualquiera de verano del año 1981.
El Sol está recostándose en el lecho del horizonte, hacia el noroeste, observando desde un cielo de plata la figura del enorme complejo petroquímico de Sasol, con sus altas chimeneas vomitando humo y vapores sin descanso.
Curiosamente, el Sol en Sudáfrica lo vemos a nuestra espalda, casi encima de nosotros o más bien tirando hacia el Norte, según las estaciones, y no como en España, donde lo vemos al medio día situado al Sur.
El Sol está recostándose en el lecho del horizonte, hacia el noroeste, observando desde un cielo de plata la figura del enorme complejo petroquímico de Sasol, con sus altas chimeneas vomitando humo y vapores sin descanso.
Curiosamente, el Sol en Sudáfrica lo vemos a nuestra espalda, casi encima de nosotros o más bien tirando hacia el Norte, según las estaciones, y no como en España, donde lo vemos al medio día situado al Sur.
Secunda está situada a 150 kms de Johannesbourg, en medio de una extensa planicie ocupada por granjas diseminadas aquí a allá, dedicadas a la crianza de avestruces y de ganado vacuno o a la siembra de ananás y otros frutos tropicales. Mientras la vida transcurre apaciblemente en la superficie, a miles de metros de profundidad rugen las máquinas extractoras del abundante carbón que se esconde en sus entrañas.
Esa tarde, como muchas otras, yo iba caminando por la carretera que va desde la refinería de Sasol a Secunda, acompañado de mi amigo Pascasio, natural de Zamora. Nos dirigíamos a la taberna de estilo inglés del Centro Comercial Holliday, como cada tarde después del trabajo, para bebernos unas copas lejos del complejo industrial.
A mitad de camino aparece un poblado formado por medio centenar de chabolas construidas con ramas, uralitas o tableros desvencijados. Son las viviendas de los obreros negros que, tratados como esclavos, realizan las pesadas labores de las haciendas. No se les permite beber alcohol, viven rodeados de basuras, y las latas aplastadas de Coca Cola se amontonan por todas partes. Las zanjas laterales del camino que conduce al poblado se han convertido en arroyuelos de orinas y excrementos. Los domingos, los vecinos se visten con sus mejores ropas, se reunen en grupos y se sientan en la hierba junto a la carretera, donde permanecen durante horas bebiendo refrescos y fumando marihuana.
El domingo anterior, al medio día, Pascasio y yo entramos en el poblado. Al llegar a las primeras chabolas sus habitantes salieron a nuestro encuentro, nos escupieron y nos injuriaron en una de sus docenas de lenguas tribales. Asustados, llamamos a gritos a Ngbaka, uno de nuestros peones, que nos había invitado a ir allí para presentarnos a su familia y a la última de sus hijas, una niña recién nacida.
Cuando él apareció, abriéndose paso entre sus
vecinos, les dijo algo en un lenguaje desconocido por nosotros, que sólo
entendíamos algo de inglés, francés o español. Todos se alejaron de pronto,
inclinando sus cabezas en señal de respeto.
Entramos en su casa, una construcción de apenas quince metros cuadrados, cuyos muros eran de cartones, planchas de madera y techos de Uralita resquebrajada, que vertía en el suelo gota a gota el rocío acumulado de la noche. Su esposa, una mujer bantú, gruesa y de mirada triste, cubría su rapada cabeza con un pañuelo a modo de turbante. Según él, la mujer tenía menos de treinta años, pero aparentaba pasar de los cincuenta. En ese momento se hallaba dando de mamar a su pequeña. Tenían tres hijas más, pero no estaban con ellos: habían ido a visitar a la abuela a otro asentamiento.
Mi compañero llegó a entenderse con ellos en
inglés, y el hombre le entregó una caja de detergente llena de hierba seca y
apretada a cambio de un par de cervezas que habíamos comprado para el camino.
Eso sucedió el domingo anterior; ahora Pascasio y yo recorríamos a pie cinco kilómetros que separaban nuestra vivienda de la Taberna de Secunda. Cuando llegamos, nos encontramos sentados a una mesa en la sala a nuestro jefe, Michael, y tres o cuatro sudafricanos empleados de la refinería, que se habían bebido ya media docena de cervezas cada uno mientras escuchaban a un grupo musical que interpretaba en ese momento la canción The Boxer, de Simon and Gardfunkel. Y cuando, tras varios minutos de conversación sobre temas generales y nuestros futuros proyectos en España, les contamos nuestra anterior experiencia en el poblado bantú, vimos cómo se les cambiaba el rostro, enrojeciendo por la ira, y todos se abalanzaron contra nosotros, insultándonos, y nos zarandearon y nos echaron a la calle como a perros, pues, según ellos, los que ayudan a los perros deben irse a vivir con ellos.
Eso sucedió el domingo anterior; ahora Pascasio y yo recorríamos a pie cinco kilómetros que separaban nuestra vivienda de la Taberna de Secunda. Cuando llegamos, nos encontramos sentados a una mesa en la sala a nuestro jefe, Michael, y tres o cuatro sudafricanos empleados de la refinería, que se habían bebido ya media docena de cervezas cada uno mientras escuchaban a un grupo musical que interpretaba en ese momento la canción The Boxer, de Simon and Gardfunkel. Y cuando, tras varios minutos de conversación sobre temas generales y nuestros futuros proyectos en España, les contamos nuestra anterior experiencia en el poblado bantú, vimos cómo se les cambiaba el rostro, enrojeciendo por la ira, y todos se abalanzaron contra nosotros, insultándonos, y nos zarandearon y nos echaron a la calle como a perros, pues, según ellos, los que ayudan a los perros deben irse a vivir con ellos.
Y ya que estaban animados la emprendieron a
patadas y puñetazos con un negro que estaba tranquilamente sentado en un banco ubicado enfrente de la taberna.
Al día siguiente, Michael, un escocés al que la empresa Texas Petroleum Company había puesto de Jefe de Obra, nos llamó a su oficina y nos advirtió de que estaba prohibido toda clase de confraternización con los nativos, y que de seguir así, hablando con ellos y ofreciéndoles alcohol, acabaríamos en la cárcel.
Una pregunta me asaltaba cada uno de los días que viví en aquel lugar: Si las relaciones íntimas entre blancos y negros estaban prohibidas, ¿por qué existían tantos mulatos en Sudáfrica?
Así vivían entonces, y ansiaban la independencia y la llegada de la Democracia, que los haría libres.
Ahora ya no manda el hombre blanco. ¿Por qué se matan entre ellos? ¿Viven mejor que antes? ¿Tienen más derechos?
La imagen de arriba lo dice todo.
Al día siguiente, Michael, un escocés al que la empresa Texas Petroleum Company había puesto de Jefe de Obra, nos llamó a su oficina y nos advirtió de que estaba prohibido toda clase de confraternización con los nativos, y que de seguir así, hablando con ellos y ofreciéndoles alcohol, acabaríamos en la cárcel.
Una pregunta me asaltaba cada uno de los días que viví en aquel lugar: Si las relaciones íntimas entre blancos y negros estaban prohibidas, ¿por qué existían tantos mulatos en Sudáfrica?
Así vivían entonces, y ansiaban la independencia y la llegada de la Democracia, que los haría libres.
Ahora ya no manda el hombre blanco. ¿Por qué se matan entre ellos? ¿Viven mejor que antes? ¿Tienen más derechos?
La imagen de arriba lo dice todo.
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Memorias
domingo, agosto 19, 2012
«EL PORTO»
En una de las empresas en que trabajé en París
conocí a dos portugueses: José Fonseca, natural de San Antonio. Era éste
un hombre bajito y ancho de espaldas,
moreno, de frente ancha, cejas espesas y pelo color azabache, ondulado y
peinado hacia atrás. Se había comprado una vivienda en las afueras de Saint Denis,
algo de lo que no habían sido capaces de hacer algunos compañeros de trabajo
franceses, quienes vivían en
habitaciones alquiladas, y por tal motivo sentían hacia él una animadversión que
manifestaban en soeces comentarios sobre el trabajo que debía realizar la
esposa de José para conseguir el dinero necesario para
pagar la casa.
José
Fonseca García, o tal vez García Fonseca, no lo recuerdo, era una bellísima
persona y aunque sin duda alguna debía sentirse ofendido respondía siempre amablemente, argumentando las dobles jornadas
de trabajo que ambos, él y su esposa, habían realizado durante años limpiando
oficinas después de acabar la jornada laboral en
las fábricas.
Era un
hombre trabajador y servicial, jamás protestaba cuando los franceses se negaban
a realizar un trabajo peligroso por los gases o por la radiactividad y el encargado se lo endosaba a él.
Un par
de veces tuve el honor de comer en su casa y allí conocí a su familia: una
mujer bajita y gruesa, que lucía una cara de muñeca de porcelana preciosa, y dos
niños de ocho y doce años, también chaparritos, que enseguida hicieron amistad
conmigo mostrándome todos su deberes escolares y sus juguetes.
Cuando me fui de mi buhardilla, sita en la calle Montmartre, en el centro de París, le dije que si quería se llegase a mi casa para entregarle algunos electrodomésticos y muebles, pues cuando me casé la empresa me entregó las llaves de un
apartamento precioso en Epinay, al norte de París, y yo quería amueblarlo al gusto de mi flamante
esposa.
Trabajé durante dos años con José y al despedirnos nos abrazamos
emocionados y quedamos en visitarnos en España o
en Portugal.
El otro portugués era un joven de 26 años, natural de
Oporto y recien llegado de Angola, en donde había permanecido cinco años
cumpliendo el servicio militar al que obligaba el dictador Salazar.
Parecía
africano: piel tostada, labios gruesos y
cabello fino y rizado. Era bajito, de mi
misma estatura, aquella generación nuestra se había criado con las mismas
deficiencias nutritivas y los huesos no se habían estirado lo suficiente,
resultando un tipo de personas de escasa altura y con tendencia a engordar. En caso de apuros, no servíamos ni para guardias civiles, pues lo único que exigían para entrar en el cuerpo era medir no menos de 1´70, llevar bigote y haber realizado el servicio militar.
Era tan
mala persona, que no recuerdo ni su nombre: le llamábamos “el Porto” (el nombre de su ciudad natal, Oporto), y estaba
medio loco. Era muy violento y se enzarzaba en
discusiones patrióticas, criticando las costumbres francesas, llegando a
las manos ante la más mínina insinuación de superioridad de los franceses. Yo
me llevaba bien con él por miedo. Sentía un miedo atroz a contradecirle; cuando se
enfadaba, sus ojos se hinchaban, parecían salirse de las órbitas y
gritaba para decir las cosas.
En el
comedor de la empresa disfrutaba
relatando anécdotas de su vida en Angola, cuando su batallón rodeaba de noche un poblado y asesinaba a los
habitantes y los descuartizaba con el
machete para no despertar a los otros, y todos violaban a las mujeres y niñas.
Todos dejábamos de comer y lo mirábamos pasmados, preguntándonos qué hacía ese
hombre en la empresa. El Delegado sindical se quejó a la Dirección y dijeron que
nada se podía hacer mientra el realizara bien su trabajo; no se le podía
prohibir al portugués que contara las mismas cosas que ellos, los franceses, habían
hecho en Indochina.
Pero la peor faceta del Porto aún estaba por desvelarse y el destino quiso que fuese yo quien la descubriera:
Pero la peor faceta del Porto aún estaba por desvelarse y el destino quiso que fuese yo quien la descubriera:
En mayo
de 1968, París estaba paralizado por las huelgas: no había transporte público ni
abastecimiento a los mercados ni a las estaciones de servicios, y amenazaban
con dejarnos sin gas ni electricidad. La
gente utilizaba su propio vehículo para acudir al trabajo y las gasolineras no tardaron
en quedarse sin carburante.
Yo tenía un coche de segunda mano, un Citroen DS 19, con el depósito lleno
y el jefe me pidió que por favor recogiera a "el Porto", que me cogía casi de
camino, apenas un desvío de un kilómetro, y lo llevara a la fábrica, pues era
muy importante que el prototipo que estaban construyendo en la sección de "el
Porto" se acabara en la fecha prevista. Así lo hice durante una semana, el
tiempo que me duró el combustible. Dejé mi coche abandonado en la avenida de
Rivoli, cerca del museo Louvre.
La
mayoría de las empresas no secundaba la huelga, pero fueron obligadas a cerrar
por falta de suministro y porque los trabajadores no podían acudir a sus
puestos.
Estuve tres o cuatro días sin ir a trabajar,
deambulando por el Quartier Latín, escuchando discursos en la Sorbona y corriendo
delante de los antidisturbios, los CRS, y
llegando a mi casa de madrugada, exhausto tras caminar varios kilómetros.
Súbitamente, una mañana París apareció rodeada de tanques y soldados y apareció el general De
Gaulle en la televisión: “Soy yo o el caos”. Y se acabó la huelga. Todos volvimos a la rutina. La empresa me recompensó por haber llevado al portugués a trabajar mientras pude.
Una
semana después, el viernes por la noche, se presentó en mi casa "el Porto" con
una chica árabe. Era muy joven, creo que no tendría ni 16 años, aunque en su
rostro había huellas de haber vivido momentos muy duros. Yo nunca he sido capaz
de adivinar la edad de los negros ni de los árabes o los orientales y aunque "el Porto" me aseguraba que la chica era mayor de edad no me fiaba. Me dijo que
me la traía en agradecimiento por
haberle llevado a trabajar durante una semana. Me quedé pasmado y sin saber qué
decir.
La
chica me miraba y sonreía, sabía a lo que venía y ella estaba de acuerdo.
Yo no,
yo tenía una relación, nos queríamos mucho y lo que menos deseaba es que llegara en ese momento y se encontrara una mora en mi casa. O que los vecinos llamaran
a la policía y me acusaran de corrupción de menores. Le dije al Portu que se la
llevara, pero él insistió. Decía que la
chica era su amiga, su amante y la de todos los portugueses del edificio en que
vivía, y que no debía rechazar su regalo si yo quería seguir siendo su amigo.
Antes de irse miró a la joven muy serio y le dijo: «Procura que mi amigo no
tenga ninguna queja de ti, o me las pagarás»
Ella
asintió con la cabeza.
Nos
quedamos los dos solos, yo le dije que me explicara un poco de qué iba la cosa
y ella me confesó que vivía en el mismo rellano de "el Porto", que su padre se la
ofrecía a los portugueses por dinero, y que a veces éstos le pegaban. Me pidió
por favor que tomara lo que quisiera de
su cuerpo, pues no quería que "el Porto" se enfadara con ella: "está loco", decía.
A las razones que expuse más arriba, he de
añadir que la chica no me gustaba físicamente. Para nada. No me gustaban las africanas con
su pelo alborotado y tan rizado, sus labios carnosos, enormes, y su piel
tostada y con marcas tribales. Lo que a mí me gustaban eran las blancas, fuesen morenas, rubias o pelirrojas. Más tarde descubriría las mulatas
nacidas de la unión del hombre blanco
sudafricano y las negras nativas. Eso era otra cosa. Copular con aquella niña argelina no me tentaba lo más mínimo, y menos sabiendo que ella venía forzada y, de hacerlo, ella no sentiría ningún placer porque como a toda
musulmana intuía que le habrían extirpado el clítoris.
Pasamos
la noche hablando sentados el uno frente
al otro, sin hacer ruido por temor a los vecinos. A las cinco, en el primer
metro, se fue a su casa.
Ya en
el trabajo el Porto me preguntó cómo se había portado y yo le dije que
maravillosamente; pero que no lo repitiera porque yo tenía novia y me había puesto en un grave aprieto.
El día de san Fermín la empresa cerraba
durante tres semanas por vacaciones. El Porto dijo que no pensaba volver, que
se quedaba en Oporto, y me preguntó si quería traerlo hasta Irún, donde cogería
un tren para Portugal. Se despidió de todos durante la comida pagando unas
botellas de vino, y los compañeros
franceses, quienes por un vaso de Côtes du Rhône eran capaces de invitarte a hacer cama redonda con sus esposas, le abrazaron efusivamente con
los ojos brillantes por la emoción.
Yo no quería quedar mal ni con él ni con la empresa, y acepté traerlo. Me
aseguré de que sus papeles estaban en
regla y de que no llevaba nada que me comprometiera, y de mala gana le recogí
al día siguiente y me lo traje hasta Irún.
Me detuve delante de la estación de RENFE, y él me dijo que esperase cinco minutos, que él iba a ver el horario de trenes y si tenía que esperar mucho me invitaría a unas cervezas y al chuletón. " Anda y que te jodan", pensé, y nada más lo vi entrar en la estación, arranqué el coche y salí en dirección a Pamplona.
Me detuve delante de la estación de RENFE, y él me dijo que esperase cinco minutos, que él iba a ver el horario de trenes y si tenía que esperar mucho me invitaría a unas cervezas y al chuletón. " Anda y que te jodan", pensé, y nada más lo vi entrar en la estación, arranqué el coche y salí en dirección a Pamplona.
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Memorias
sábado, agosto 18, 2012
"ARDOR GUERRERO", por ANTONIO MUÑOZ MOLINA
«Ardor guerrero» es una obra
autobiográfica, las memorias de la mili del autor; pero al mismo tiempo es una crítica
implacable al servicio militar y a la institución que lo administraba: el Ejército.
Un ejército, en palabras del autor, « que no sería capaz de ganar una guerra
contra un eventual país extranjero, pero que se ensañaba doblegando y
humillando a los jóvenes reclutas», quienes eran arrancados de sus estudios y
puestos de trabajo y arrojados a los pies de una casta de militares "patriotas" descendientes de militares "patriotas" cuyo único fin era machacar a los jóvenes miembros de la sociedad civil, a la
que ellos desprecian, manteniéndolos en la antesala del infierno durante 14
meses.
Dormirán vestidos y con las botas
puestas para protegerse del frío, desfilarán y harán flexiones en el patio
diariamente hasta extenuarse, sufrirán los insultos y atropellos de sus cabos y
sargentos y esperarán con ansia salir a la calle de paseo para comer en los
bares algo diferente de la bazofia que les sirven en el cuartel. Una gorra
torcida, olvidarse de saludar cuando pasa un oficial significaba un mes de
arresto o de guardias; discutir con un oficial o mostrase reacio a obedecer una
orden significaba consejo de guerra y un año de prisión en un penal militar.
En el cuartel de Loyola, San Sebastián, el mismo en que el autor realiza el servicio militar, lo que cunde es el miedo.
Miedo de los reclutas a los suboficiales,
miedo de éstos a sus oficiales, miedo de éstos a los altos mandos de la jerarquía
militar. Miedo a la ETA y sus adeptos. Atravesar el puente sobre el río que separa el cuartel de la ciudad,
pintado de frases y consignas amenazadoras de ETA era ya peligroso, y los
soldados salían en grupos y corrían a cambiarse de ropa en los bares para pasar
desapercibidos. Los oficiales alquilaban sus viviendas en el centro de San Sebastián,
lejos del cuartel y de las barriadas de militares para pasar desapercibidos,
pero su hedor cuartelario los delataba y eran ignorados por sus vecinos. Era
tal la humillación y el trato injusto que recibían en aquel cuartel, que ningún soldado sentía
dolor o pena ante la noticia de la muerte de un general por tiro en la nuca a manos de ETA, y cuando salían
licenciados abandonaban el cuartel de Loyola y atravesaban el puente corriendo
sin mirar atrás, no fuera que en el último minuto sucediera algo y les
llamaran.
Todos los ingredientes de la mili,
desde el momento en que se recibe la carta de la Caja de Reclutas pasando por el periodo brutal de
instrucción, tan cruel que algunos intentan suicidarse, hasta el momento de salir licenciado, está detalladamente explicado en este libro. Llama la atención el
desorden en la administración del cuartel y la falsa contabilidad con que se
oculta el fraude. Si el Gobierno destina 128 pesetas diarias para la comida de cada
soldado y el en cuartel existen mil personas, se facturan dos mil comidas, que han necesitado de mil quinientos litros de aceite, mil docenas de huevos, mil quinientos kilos de boquerones... Y el capitán
firma la factura sin mirarla y luego la firma el coronel y luego el general. De vez en cuando
sale un furgón cargado de documentos y facturas hacia la Capitanía General ,
en Burgos, donde son apilados con otros
miles de documentos de otros cuarteles. Nadie verificará jamás los datos de las
facturas. Nadie pondrá en duda la
palabra de un cabo contra un soldado al acusarle de desacato, y éste acabará
condenado en los calabozos o en un penal por un simple capricho de aquél.
Menos mal que el servicio militar
ya no es obligatorio y sólo acuden al Ejército algunos jóvenes sin preparación que no tienen esperanzas
de encontrar trabajo y ven en el sueldo que ofrece el Ejército Profesional la única salida para “independizarse” y poder formar una familia.
Aunque yo me he librado de hacer la mili y odio
las batallitas que siempre cuentan los que sí la han pasado (sólo cuentan las
buenas) me ha gustado este libro y lo recomiendo porque no solo habla del servicio militar, es
más que eso. Mucho más. Da que pensar. Mi cuñado me reprochaba que no hubiera hecho la mili: "Quien no hace la mili no es un hombre completo", me decía él, que se fue siendo un mozo muy alto y atractivo y volvió cojo. Mis dos hijos, que ni fumaban ni bebían cuando se fueron, regresaron bebiendo como cosacos y fumando tabaco y hachís a punta pala, vicios que originaron fuertes discusiones en el hogar.
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Libros
lunes, agosto 13, 2012
COQUINAS A LA CARMEN
La coquina es una almeja de una extraordinaria calidad y un
exquisito sabor cuya época de consumo es en verano, siendo el mes de agosto cuando más llenas están y de mayor tamaño se encuentran. Al contrario que las almejas, la coquina tiene una cáscara muy fina, casi cortante. Es un poco cara, pues es un molusco escaso que los mariscadores sacan a mano del barro de los estuarios de los ríos cuando baja la marea. Sólo se encuentran coquinas en algunas rías gallegas, en la Bahía de Cádiz, Huelva y en pequeñas
zonas del Mediterráneo.
Se pueden hacer a la marinera, receta que ya publiqué hace ya algunos meses (http://ellugardejuan.blogspot.com.es/2010/07/coquinas-la-marinera.html)
En esta ocasión, Carmen las ha cocinado de diferente manera.
En esta ocasión, Carmen las ha cocinado de diferente manera.
INGREDIENTES:
2 Tomates,
½ cebolla, 4 o 5 ajos, 2 pimientos, 1 guindilla pequeñita, ½ vaso de vino
blanco, 2 kg.
de coquinas.
Picar
el tomate, la cebolla, el ajo y los pimientos.
Coger dos sartenes y ponerlas al fuego.
En una sofreír
el tomate, la cebolla, el ajo, la guindilla y el pimiento,
En la
otra echar las coquinas sin agua ni nada hasta que se abran
Cuando
estén abiertas, escurrir el agua que han soltado las coquinas y echarlas en un
plato.Para que no abulten tanto, Carmen les quita una de las mitades de la cáscara, dejando la que contiene el bichito.
Limpiar la sartén para eliminar restos de
suciedad. Volver a echar las coquinas y sobre ellas verter el sofrito de la
otra sartén con un poco de sal.
Echar
una copa de vino blanco y removerlo.
Dejar al fuego unos diez minutos para que
las coquinas tomen el sabor.
Las cáscaras se van echando en un plato. No se comen, pero se pueden chupar, están ricas ricas...
Nosotros acompañamos las coquinas con cerveza fresquita y vino de Ribeiro.
Nosotros acompañamos las coquinas con cerveza fresquita y vino de Ribeiro.
Buen provecho
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Recetas
sábado, agosto 11, 2012
SÁBADO: PLAZA DE ABASTOS
Hoy es
sábado y tocaba ir a la Plaza
de Abastos a comprar el pescado fresco. Sobre las ocho, para no llegar tarde y llevarnos
los restos despreciados por otras manos, mi esposa y yo cogidos de la mano (no
por ser románticos sino porque llevo
unos días sufriendo vértigos) nos hemos acicalado y hemos ido caminando hasta
la plaza del mercado.
Como sucede
siempre, hemos observado diferentes precios para el mismo pescado, cosa algo
extraña si todo procede del mismo barco, y, también como siempre, nos hemos
detenido en el mismo puesto de pescado, el que gestiona una muchacha de tan
buen ver que hasta los peces parecen felices de ser manipulados por sus manos.
Mis
ojos no se alejaban de ella mientras ella pesaba cada pedido que le hacía mi
esposa, y me dirigía una mirada que yo imaginaba cómplice, pero que a no dudar
lo que hacía —deformación profesional llaman a eso—, era analizarme de la
cabeza a los pies, calculando cómo despedazarme, en qué lugar del mostrador podría ponerme, con
qué etiqueta y a qué precio, para que los portuenses y los turistas pudieran
degustar mis diferentes miembros. Yo me hubiera conformado con degustar parte
de ella (no soy egoísta y dejaría amablemente para su marido o su novio el
resto).
Mi mujer, que es una consumidora compulsiva de pescado no parecía tener
bastante y cada vez pedía más género, hasta que me vi obligado a apartar la
mirada de la niña y dejar de soñar despierto, imaginando si era rubio u oscuro
su vello, si blanco o moreno el cutis de
su trasero, y afirmando mis pies en
tierra, exclamé con voz un tanto brusca:
—
¡Ya vale con tanto pescado, que
a mí me gusta más la carne! Cualquier carne: pollo, ternera, cerdo,
caballo, cordero… Sobre todo la que viene envuelta en sujetadores y bragas para
que no se pierdan.
—
¡¿Qué dices, Juanillo…?! — dijo mi jefa, con el ceño más fruncido que las cortinas de mi dormitorio.
—
Nada, vámonos ya, que aquí hace mucho calor — respondí yo.
Y sujetando
en mis manos dos bolsas de plástico rellenas con cinco kilos de pescado,
regresamos a casa. Ella pensando en qué iba a hacer de comer, yo maldiciendo
las asas de las bolsas de plástico porque me estaban cortando las manos.
Me
encontré de frente con mi médico de cabecera, el cabrón ese, que dirigió su
mirada hacia la compra que colgaba de mis manos. No dijo nada, pero sé que me
lo va a decir en la primera consulta.
Los
médicos son unos listillos, se curan en salud por si no aciertan con su
diagnóstico. Te recomiendan cosas que
saben que no puedes hacer y cuando vuelves a la consulta, tan enfermo o más que
antes, te preguntan si has hecho todo lo que ellos te habían recomendado. Como
le digas que no, son felices: ya no tienen que reconocer que no tienen idea de
lo que te sucede y por tanto no te pueden curar; lo que cuenta es que no has
seguido el tratamiento y eso es lo que impide que te cures.
Cuando yo era un niño y estaba enclenque y
escuchimizado, como esos pobres seres de Biafra, el médico del pueblo le decía
a mis padres que me dieran de comer mucho jamón, mucha carne, mucha leche,
mucha fruta y mucho marisco.
Entonces se había puesto de moda pasar hambre y todos en mi pueblo se vestían
a la moda. Lo único que podíamos comer era lo que nos daba el amo del cortijo por trabajar de sol a sol: gachas
de harina, bellotas, algarrobas y las migas de pan refritas con ajo y aceite.Además, éramos analfabetos y no
sabíamos cómo sabía el jamón ni las parrilladas de chorizos y de
salchichas; no sabíamos siquiera lo que era
el marisco. Y no lo sabíamos porque nunca hubo dinero en casa para
comprar esas cosas. Por eso, a pesar de haber visto al médico, yo no mejoraba y cada día estaba peor.
Incluso
cogí el paludismo, aprovechando que éste pasaba por allí y que yo no tenía otra
cosa que hacer para entretenerme.
Pues
como iba diciendo, al regresar a la consulta, el medico le preguntó a mi
madrecita de mi alma si me había dado de
comer marisco, huevos con jamón y chuletas
de cerdo. Como era lógico, pues a mi padre le pagaban en especie: media telera
de pan, medio litro de aceite y un trozo de tocino al día por trabajar de sol a
sol en el cortijo, ella le dijo que no lo habían hecho, y el matasanos sonreía y decía:
—
Pero María, entonces ¿para qué
vienes a verme, si no piensas hacerme caso?
En la
actualidad sucede lo mismo pero al contrario: hoy, que se puede comer de todo,
los médicos te prohíben que lo comas.
Según
mi médico, no puedo beber alcohol, no puedo comer embutidos ni grasas, ni
huevos fritos con papas, ni jamón, ni panceta ni salchichas ni carne de cerdo, pescado
frito, ni nada que tenga azúcar: refrescos, cubatas, helados, tartas, dulces,
ni carne al toro, 25
gramos de pan máximo, nada de frituras, todo asado y
pesado…
Pesado él, mi médico, el cabrón ese con quien
me he topado esta mañana. ¡Anda y que le den!
Así cualquiera es médico. Lo bueno sería que
te curasen sin quitarte la vida.
Ahora
se trata de complacer a mi Carmen comiéndome lo que me ponga por delante
sin rechistar, que luego, entre comida y comida, ya iré yo a la Venta Andalucía a ponerme al día.
Me acaba de decir mi querida esposa que al
medio día vamos a comer cazón con guisantes.
A mis amigos los peces, dedico este poema:
Al
pez brillante que surcaba los mares
cuyas escamas
lloran en el mercado,
millares
de ojos se posan, admirados
curiosos,
calculadores, sobre tu cadáver
Ignoran
todo sobre tu real linaje:
tu familia, tus proyectos, tu pasado…
sólo valoran
si realmente merece
el
precio que por ti han señalado.
Antes
que el hombre te convierta
en
manjar de exquisitos paladares
Antes que asado o frito te ofrezcan
en
bandejas de diseño en restaurantes
o en simple loza blanca en los hogares.
Regado
con vinos de excelente marca
o con
cerveza clara, rubia fresca,
guarnecido con patatas y mahonesa
o simplemente con vegetales y salsa,
Antes
de que aclamen tu dulzura
y tu
esencia acaricie paladares
estómagos expertos, hambrientos,
y luego,
sin asomo de amargura,
al
eterno y oscuro lugar del olvido…
te arrojen entre sucios excrementos
Quiero brindar contigo, pececillo
por un mundo de amor y de paz
donde hombres y animales
donde hombres y animales
puedan convivir en libertad.
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