miércoles, septiembre 19, 2012

lunes, septiembre 17, 2012

LA PLACE BALARD



No es oro todo  lo que reluce y muchas veces las personas o las entidades y naciones presentan de sí mismas una imagen muy distinta a lo que son en realidad. “En casa del herrero, cuchara de palo”, se suele decir.
 
Y digo esto porque  jamás he visto más  muestras de  chauvinismo y racismo que las que descubrí en la Francia de la Liberté, Egalité, Fraternité en la década de los años sesenta.
Francia, símbolo de la Libertad, de la Revolución, de la Democracia, la misma que regaló la maravillosa estatua  que da la bienvenida a todo el que llega a Nueva York, es también es el lugar en que he sufrido la mayor vergüenza y  humillación de mi vida como ser humano. Sucedió en la plaza Balard, delante de la fábrica Citröen.

 Vista aérea de la antigua fábrica Citroen el distrito XV, junto al Sena
  
Corría por entonces el mes de septiembre de 1962. Cinco semanas antes, yo había abandonado mi trabajo, fijo pero mal pagado, en Vergel (Alicante), y había  salido de España como turista, pues  no me concedieron un contrato en la Oficina de Emigración  porque no cumplía  los requisitos: ser mayor de edad y haber cumplido el servicio militar.
Ya  llevaba casi dos meses en París sin encontrar trabajo estable y ello me angustiaba, pues  si al cabo de tres meses no obtenía un permiso de trabajo ni podía justificar que disponía de dinero suficiente  para vivir como turista, la policía me expulsaría de Francia.
Intentaba pues hallar trabajo por todos los medios, y sabía que en la Citröen había “Embauche” permanente (contratación de personal permanente), pues el trabajo era de  tal dureza que la gente entraba por una puerta y salía al poco tiempo por otra. 
Distinta era la fábrica Regie Renault, en ésa, todo el mundo quería trabajar. Había que superar exámenes teóricos en Francés. Por ello era tan difícil conseguir un puesto.

Me levantaba a las cinco de la mañana para coger el primer tren del Metro con el fin de llegar de los primeros a la plaza y coger un buen sitio en las filas delanteras. Todo era en vano: cuando llegaba, tras cuarenta minutos de trayecto, la plaza estaba a rebosar, y más de cinco mil personas se empujaban unas a otras para avanzar en las filas.
Delante de la entrada a la factoría habían instalado una especie de ring de madera de unos cuatro metros de lado con su barandilla de cuerdas, y yo desde lejos, empinándome sobre mis zapatos, me preguntaba para qué servían.
A las nueve de la mañana en punto se abría una puerta del edificio y salían tres o cuatro hombres muy bien vestidos. Súbitamente, la multitud se agitaba empujándose y gritando con el brazo alzado y mostrando su documentación. Uno de los ejecutivos de Citröen llevaba un megáfono y anunciaba: «Sólo se contrata a 50 personas cada  día, es inútil permanecer ocupando la plaza todo el día, dificultando la circulación. Por ello, una vez terminada la contratación deben  despejar la plaza.»
Mientras decía eso los otros observaban y elegían los candidatos entre la gente ansiosa y alterada que tenían delante. De pronto señalaban a uno de ellos, casi siempre el más alto y fuerte, y le decían: «Tú, acércate si quieres trabajar». Y el señalado se abría paso a codazos, empujones y hasta puñetazos para llegar hasta el estrado. Algunos aprovechaban el hueco que iba dejando tras él para seguirle y avanzar unas filas. Los demás le miraban con envidia y esperaban tener la misma suerte.
Cuando el hombre subía hasta el estrado uno de los empleados de la fábrica le cacheaba, le sobaba los músculos de los brazos y piernas, le miraba la dentadura, le preguntaba la edad y el nombre, y finalmente, diagnosticaba: «Éste es bueno para la sección de Fundición».
Después señalaban a otro y le invitaban a acercarse. La operación se repetía hasta alcanzar el cupo de los 50, y luego los directivos se iban, cerraban la puerta. A los pocos minutos aparecía un camión cisterna de la policía con su cañón de agua abierto a tope dirigido a la multitud. Así despejaban la plaza.

Yo me quedaba desolado, pensando sobre la conveniencia de volver a España a recuperar mi puesto de trabajo, aunque hubiese de realizar el servicio militar, algo  que me angustiaba, pues mis hermanos me habían asegurado que en los cuarteles, en vez de hacerte un hombre de provecho, tal como todo el mundo anunciaba, te hacían un desgraciado, y te robaban media vida.
Aprovechaba para visitar la zona. Muchas fábricas rodeaban a la Citröen, proveyéndola de componentes. Justo al lado había una  fábrica de neumáticos, envuelta en vapor y despidiendo un fuerte   olor a goma quemada que convertían el aire fresco y matinal en irrespirable. En ella trabajaban tres amigos procedentes del mismo pueblo que yo: Antonio Valverde, «El Chato», Manuela y Miguel «El Negro», su novio. A las doce disponían de media hora para comer y ellos salían y comentábamos lo sucedido en la puerta de la Citröen. Ellos me animaban siempre: « Otro día tendrás mejor suerte, Juan. Tienes que madrugar más para estar en primera fila». 

Al día siguiente me levanté a las tres de la madrugada y cogí un taxi. No sirvió de nada, cuando llegué la plaza estaba a tope. Al parecer, la gente llegaba de sus países en los trenes y se dirigían directamente a la plaza Balard cargados con sus maletas, y se sentaban sobre ellas delante de la fábrica. Los candidatos eran portugueses, polacos, yugoeslavos y españoles. Más allá había otra puerta en la que en letras grandes decía: «Sólo para africanos», y una multitud de negros y árabes pernoctaban ante  ella.
 Por fin un día tuve la  “suerte” de ser invitado a subir al estrado. Fue gracias a Manuela. Ella cambiaba de turno y después de cenar con  ella y Miguel en su habitación ( me ayudaron mucho mientras estuve sin empleo) me dijo que entraba a trabajar a las once y me propuso  acompañarla a la fábrica de neumáticos y quedarme luego en la plaza Balard hasta que abriesen los de la  Citroen. ¡Qué largas fueron las horas sentado en medio de la neblina en la acera de la factoría!
 Para acompañar a Manuela estrené una cazadora de ante, color marrón, que había comprado en Cortefiel por un elevado precio a pesar de beneficiarme de las rebajas. Ese día, yo estaba en primera fila, junto a las cuerdas del ring, y cuando salieron los directivos una avalancha de gente me empujó contra las cuerdas. Yo apenas podía moverme. Entonces los directivos me señalaron y entré pasando el cuerpo entre las cuerdas y rozándome con ellas. Estaban impregnadas de alquitrán y salí con mi cazadora llena de rayas negras y las manos pringadas.
Después de sufrir el manoseo del experto en esclavos, entré en una oficina para un examen médico y firmar el contrato y los documentos necesarios para obtener el permiso de trabajo y la tarjeta de  la seguridad Social. Cuando les mostré los documentos que acreditaban  mi profesión y mis estudios se echaron a  reír y luego, despectivamente, dijeron: «Los puestos de trabajos cualificados son para los franceses».
« Pues que se queden los franceses con la fábrica», les dije. Recogí  mis documentos y me fui sin mirar atrás.
 Actualmente  el Parque André Citroen ocupa el solar en que estaba ubicada su primera  fábrica: place Balard

El Gobierno de Francia sólo compra vehículos de fabricación nacional para sus coches oficiales. En la foto, el General Degaulle en una limousine de la marca Citroen. Ejemplo deberían tomar los políticos españoles para favorecer la industria nacional en vez de la extranjera.



No fue hasta el día 2 de noviembre de ese año que entré a trabajar en una de las mejores empresas que he conocido en mi larga vida laboral.

jueves, septiembre 13, 2012

CRÓNICA DE UN ENGAÑO, la película




 
En  las altas esferas de la  España  corrupta del inicio del siglo XXI se debate sobre si el caballo blanco de Santiago era realmente blanco o gris,  las bondades del cambio de sexo gratuito, el aborto de niñas sin autorización de los padres, las embajadas autonómicas en el extranjero y la prima de 300,000 euros concedida a los jugadores de la Selección por ganar el Mundial, corriendo así   una densa cortina de humo para ocultar la realidad del país: la clase política goza de enormes privilegios y sobresueldos, se enriquece descaradamente a base de pelotazos y comisiones corruptas. Mientras tanto, España se hunde en el paro, en los desahucios y en la pérdida de derechos adquiridos.
 La situación es tensa, insoportable, y la gente, decidida a cambiar las cosas, se lanza a la calle indignada.
Es entonces cuando de las entrañas  de la Tierra resurge, como Ave Fenix, la bestia que creíamos muerta para siempre: El capitalismo salvaje del siglo XIX con sus interminables jornadas de trabajo por un salario miserable,  sin derecho a descanso, a sindicarse ni a protestar, y menos aún a ponerse enfermo o envejecer.  Los hombres dejan de ser personas para el empresariado y se convierten en herramientas prescindibles y renovables.
Previamente, la bestia ha preparado el terreno presentando un programa en que  se reducen las jornadas a 35 horas semanales para que la familia disponga de más tiempo para disfrutar;  se anuncian millones de puestos de trabajo, se ofrecen posibilidades para adquirir  viviendas a las jóvenes parejas, prometiéndoles un maravilloso futuro si trabajan los dos, facilitando el trabajo de la mujer  con la posibilidad de disponer de guarderías y comedores para sus hijos…
 Para los que ya disponen de vivienda les ofrecen  otra más, con parcela y piscina para disfrutar con los amigos  los fines de semana. Para ello se conceden créditos impagables y de por vida, hipotecas plagadas de letra pequeña.
 De pronto el mundo tiembla: No hay dinero.
Los bancos han invertido todo el que tenían en la construcción de viviendas y no les queda para prestar a las empresas;  las empresas no pagan a sus obreros y éstos a su vez no pagan las hipotecas y son desahuciados. Los bancos se quedan con la vivienda, con el dinero pagado y obliga a los hipotecados a seguir pagando de por vida.
Es entonces cuando reaparece la bestia salvaje, colocando en el Gobierno a sus administradores con falsas promesas y prometiendo trabajo, reducir impuestos y salvar al mundo.
Lo primero que hace es reponer el dinero en los bancos. Ahora éstos, que ya han recuperado el dinero de las viviendas y por lo tanto éstas ya están pagadas y pertenecen al Gobierno, se quedan con ellas y con el dinero, y además exigen que se continúe pagando las hipotecas.
No bastando con eso para saciar la voracidad de la bestia, obliga a sus representantes en el Gobierno  a decretar que todos los ciudadanos paguen de su bolsillo el dinero entregado a la banca, Su banca. Para ello reducen los salarios, los gastos en escuelas y maestros; cierran hospitales y consultas médicas, recortan pensiones y subsidios, ordena pagar los medicamentos, aumenta los impuestos y el IVA… Y como todo eso produce más desempleo y más gastos sociales, elimina  el subsidio y recorta los derechos de los desempleados.
La película es un Thriller. No recomendada para menores de 18 años. No hace falta comprar las gafas para verla en 3D,  sientes cómo te envuelve y  vives una pesadilla.
  • España 2012
  • Título original: CRÓNICA DE UN ENGAÑO
  • Director: Ángela Merkel
  • Intérpretes: Mariano Rajoy, Soraya Sáenz de Santa María y Cristóbal Montoro
  • Guión: FMI, UE, BCE, PP
  • Música: Cara al Sol
  • Producción: Partido Popular
  • Una película de RICHARD EYRE.


domingo, septiembre 09, 2012

ANTOLOGÍA POÉTICA



Ya ha salido publicada en papel la Antología del I Encuentro de Poetas Andaluces de Ahora, compuesta  por los poemas leídos en la biblioteca del Museo Arqueológico de Córdoba el pasado 26 de noviembre.
 Al citado acto acudieron más de 50 personas procedentes de diversas ciudades andaluzas.
Para leer el libro os invito a pinchar en el siguiente enlace:
http://issuu.com/puertodepoesia/docs/antolog_a_i_encuentro_poetas_andaluces_de_ahora__c?mode=window&backgroundColor=%23222222
Dentro de unos días recibiré mi ejemplar. Es motivo de gran satisfacción para mí contemplar mis dos sencillos  poemas junto a los trabajos de  reconocidos poetas andaluces del momento, poemas que erizan la piel y llegan al corazón.
 Mi colaboración en la Antología comienza en la página 133 y acaba en la 138. Son dos poemas: "A Córdoba" y "¡Qué sabrás tú de eso!"

Y a final de septiembre asistiré a otro recital en Peñíscola,  donde nos entregarán  otro libro con los poemas leídos en ese acto. Entre ellos irán mis dos  poemas: “Pajarita ninfa” y “Jornaleros”.

Un mes más tarde, del 26 al 30 de octubre, se celebrará el II Encuentro de Poetas Andaluces de ahora en la ciudad de Málaga, en el cual  participaré, Dios mediante, junto a más de 60 autores con dos poemas que figurarán en un próximo libro.
 El otoño siempre me ha favorecido, no en vano soy Escorpio y ésa es la mejor estación para  ese signo.



sábado, septiembre 08, 2012

ÉBANO


Durante el pasado mes de agosto he leído el libro «ÉBANO»,  del periodista y escritor polaco Ryszard  Kapuscinski,  ganador, entre otros, del Premio  Príncipe de Asturias  de Comunicación y Humanidades del año 2003.

El libro es una crónica de la arriesgada vida del corresponsal de una agencia de prensa en las diversas guerras que  mantienen hundidos en la miseria a los países  centroafricanos. El periodista nos conduce de la mano a través de la selva entre árboles de 30 metros de altura, y del desierto asesino, proporcionando valiosos detalles sobre su historia, el  clima, enfermedades, insectos, y, sobre todo, de la guerra que pervive en el continente negro y sus secuelas.
Increíble que en el siglo XXI exista el tráfico de esclavos.
Increíble que las ONGs entreguen la mitad de las ayudas recibidas a los dictadores para que éstos les permitan continuar su labor, a pesar de que haciendo eso los ayudan a permanecer en el poder en contra de la voluntad de sus pueblos.
El autor nos describe las bellezas de ciudades como Dakar, que tanto atrae a turistas deseosos de aventuras exóticas; pero relata como al montarse en el tren y abandonar la ciudad, los trenes son asaltados por millares de seres hambrientos que viven en chabolas a uno y otro lado de la vía. Nos cuenta también cómo al entrar en la habitación del mejor hotel de una ciudad en Ruanda  y tras pagar 40 dólares por adelantado, se encuentra la cama, el suelo y los muros cubiertos de cucarachas grandes como tortugas que no atacan, sino que se apartan a su paso y le dejan un hueco en la cama. Antes de entrar ha debido entregar un dinero a una pareja de “guardaespaldas” que se hallaban en la entrada del hotel para, según ellos, evitar que le rebanen el cuello mientras duerme y jamás se despierte.
 Nos muestra Debre Zeit, una enorme planicie que llega hasta donde alcanza la vista, cruzada de grandes avenidas ocupadas por cientos de miles de tanques, ametralladoras, cañones, lanzallamas, aviones  cazas- bombarderos, hangares que ocultan  aviones MIG y explosivos… todo ello oxidado y sin estrenar porque  los nativos, que no sabían ni leer, no sabían cómo hacerlo. Era la aportación de la Rusia comunista en tiempos de Brezhnev al dictador comunista de Etiopía,  Mengistu, para que éste eliminase al  pueblo eritreo,  que pedía la independencia. Un pueblo invisible, pues para librarse de los cañones, del nalpan y de las bombas edificaron una gran ciudad bajo tierra.

El libro es bueno; pero me ha cansado por momentos. No es como una novela con sus tres etapas: presentación, desarrollo y conclusión. No es por tanto una historia cuya trama te atrapa y la sigues capítulo a capítulo hasta que concluye, sino que el reportero va de un país  a otro y comienza un relato distinto, con lugares y personajes diferentes. Al final  no existe argumento o trama que recordar  y sólo quedan datos curiosos como los que cito arriba.
Tampoco existe la chica guapa que acompaña al protagonista, ni existe historia amorosa, sólo el arriesgado trabajo del reportero.
 Pensé en abandonar la lectura cuando llevaba cien páginas —contiene 340—, me aburría no recordar nada de lo que había leído el día anterior;  pero el hecho de que trataba sobre la situación actual de países colonizados y deseoso de descubrir detalles sobre Sudáfrica, Kenia o el Zaire, lugares que he visitado, me incitaban a continuar.
Un libro muy bueno para historiadores y para quienes deseen viajar a África. Si lo leen antes de sacar el billete, quizás cambien de destino.

miércoles, septiembre 05, 2012

TENGO UNA AMANTE

 Foto de google images.

La observaba desde lejos, acompañando a personas mayores y solitarias. Nunca creí que ella se fijara en mí y tratase de conquistarme. Yo soy un hombre mayor, conozco mis limitaciones, estoy bien con mi mujer y no necesito de elucubraciones que me hagan creer, ilusamente, que aún soy joven y tengo que disfrutar ahora todo lo que no pude hacer durante mi vida laboral.

 Me parece patético ver cómo se encariñan esas parejas tardías y van juntos a todas partes como ardientes enamorados, cuando uno sabe que lo que se ahorran en anticonceptivos lo gastan en Viagra y aún así deben tener cuidado de sufrir algún infarto.

Y he aquí que este verano he conocido a una  chica y ha sido para mí como un flechazo. Cupido se ha ensañado conmigo. Realmente no entiendo  por qué esa señorita, que apenas llega a los 18, se haya fijado en mi destartalada figura, siendo que yo aparento ser su abuelo. Debe ser la crisis económica que padecemos la que empuja a muchas personas desesperadas a unirse, sin mostrar demasiados escrúpulos, a otras que gozan de sueldos o pensiones aseguradas que les permitan sobrevivir.

Lo cierto es que ya no puedo vivir sin ella, me tiene atrapado.
Ahora también voy yo con ella cogidito de la mano a caminar por el parque, la senda del Colesterol y por todas partes. 

Mi mujer, la pobre, se puso muy triste cuando se lo dije — entre nosotros jamás hubo secretos—, pero al cabo de unos días lo asimiló y consintió en que la trajera a casa y viviésemos los tres juntos, que ya nos apañaríamos. Casi me hizo llorar de la emoción. Estoy seguro de que si mi Carmen tuviera 20 años menos me hubiera enviado  a  dormir en la Moncloa para satisfacer a Rajoy; pero como ella ya es mayor y tiene pánico a la soledad, prefiere compartirme a no tener a nadie junto a ella. ¡Puta y asquerosa vida esta, cuánta injusticia!

Eso sí, ahora tendré que privarme de la excelente comida que me hace mi esposa, pues ella no está dispuesta a cocinar para otras, y para llevarme bien con mi flamante amante debo adaptarme a  lo que guisa ella: nada de sal, nada de alcohol, nada de grasas, nada de tabaco (menos mal que ni ella ni yo ni Carmen fumamos), nada de esfuerzos físicos (follar, lo justo) aparte de caminar una hora diaria, eliminar el café, la berza con la pringá, los huevos con beicon…

La llevo a todas partes, sólo vivo por y para ella. Mi mujer está escandalizada, no se explica cómo mi amante ha conseguido lo que ella no logró en los 42 años que hace que convivimos, y no cesa de lanzarme  dardos como éste: «La primera, para escoba; la segunda, para  señora». Yo creo que lo mejor es que nos respetemos y compartamos la casa y los alimentos sin hacer demasiados aspavientos. Al fin y al cabo, Carmen también le gusta  a mi nueva compañera y ya le está tirando los tejos.
Y es que la señorita Hiper Tensión Arterial es bisexual.

  (Vaya nombre, me hubiera gustado más Ana, Mercedes o Isabel, Incluso Ribera del Duero me vendría bien; pero en fin, ella es la que cuenta)

lunes, septiembre 03, 2012

EL ARROZ DUZ




¡Hola, amig@s! 
El mes de septiembre se presentó así en mi ciudad: suave, luminoso y tranquilo.
Finalizadas las vacaciones de los niños,  hoy vuelven al colegio. Los demás, comenzamos un mes difícil de subidas de precios, con efectos retroactivos al último trimestre de 2011 en algunos casos, como en la electricidad.
En el país del nacional catolicismo, a partir de ahora vamos a  comulgar hostias como ruedas de molino: rescate a la banca con la  promesa  — engañosa como todas las anteriores— de que éste no lo vamos a pagar los ciudadanos de a pie; cierre de pequeños comercios, que no podrán soportar la subida del IVA con la consiguiente  reducción del consumo; aumento del desempleo y por consiguiente menos ingreso del Estado y más recortes, etc, etc.

Para no amargarnos más la vida les propongo se olviden por un día de los michelines, de las calorías y de la diabetes, y  realicen la siguiente receta: Arroz duz.
El arroz duz, tal como lo llamaban antiguamente en la provincia de Ciudad Real, que es donde  lo inventaron y  la única  donde podemos hallar este  delicioso postre en el menú, no es arroz con leche. Es más: no lleva ni una gota de leche.
Como verán por las explicaciones que les doy más abajo, el arroz duz es muy fácil de hacer. Imagino que esta receta será pan comido para ustedes, que son tan listos.
No tengan miedo de fracasar ¡Ayer lo hice yo!  Y si lo pude hacer yo, que soy más torpe que el Rey, quien se cae y se rompe la cadera en el preciso momento justo de disparar al elefante…
Gracias a ese detalle descubrimos su secreto y el mundo quedó maravillado ante sus esfuerzos por  conservar la Naturaleza y  conmovido por su sincera preocupación por los problemas españoles.
¡Ea, vamos al lío!

Ingredientes:
Un vaso de arroz
Un vaso de azúcar
Cuatro vasos y medio de agua
Cáscara de medio limón
Palo de canela
Canela en polvo.

Procedimiento:
 Se pone una cazuela en el fuego con los cinco vasos de agua. Cuando comienza a hervir se echa el arroz, la cáscara de limón y el palo de canela.
Vigilar que el arroz no se pase. El grano de arroz debe estar tierno pero entero.
Cuando esta cocido el arroz se aparta del fuego,  se saca la cáscara de limón y el palo de canela y se le  echa el azúcar. Se remueve todo muy bien para que el azúcar y el arroz formen un todo..
Se deja reposar quince minutos
Se cogen los recipientes en los que lo vaya a servir: una taza, plato pequeño, tarrina…
Se echa en ellos el arroz y se espolvorea por encima con la canela en polvo.
Se introduce en la nevera para servirlo bien frío.


Por encima el aspecto será oscuro y rugoso. No importa, lo que importa es que debajo está el arroz cremoso y muy dulce: una delicia que sus niños agradecerán cuando regresen del colegio para comer. 

¡Buen apetito!

sábado, septiembre 01, 2012

CAMBIARLO TODO PARA QUE TODO SIGA IGUAL




El mes pasado  los telediarios mostraron un grupo de policías sudafricanos disparando contra los huelguistas negros de una mina de platino inglesa. La mayoría de los policías eran negros y disparaban contra sus mismos hermanos.
 Una vez más se comprueba que los que lideran una  revolución contra un país colonizador, cuando llegan al poder se comportan con su pueblo peor que los colonizadores expulsados. Ejemplos abundan en la historia de América Latina, pero en este artículo me ceñiré a los países descolonizados en África: Uganda, El Congo, Angola, Malawi, Algeria  Etiopía, Guinea, Liberia, Rodesia…
En cada uno de estos países los nativos vivían prácticamente como esclavos, trabajando de sol a sol en inmensas plantaciones de café, cacao, caucho, y en las minas  dirigidas por hombres blancos, a cambio de un techo y comida. El mundo miraba hacia otro lado, pero sabía que algún día el pueblo se levantaría y expulsaría a los extranjeros, nacionalizando sus propiedades y eligiendo a sus gobernantes. El resultado ya lo hemos visto durante los últimos treinta años: las luchas tribales por el poder y el reparto de los cargos políticos y riquezas expropiadas entre clanes familiares ha sumido África en un baño de sangre, convirtiéndola en un enorme cementerio alimentado por las hambrunas, las epidemias y la miseria, secuelas de una cruenta e interminable guerra que abarca a todos los países descolonizados.
 Y yo, que  he vivido algunos meses  en Sudáfrica en tiempos del Apartheid, me pregunto si al final, tal como está sucediendo en España, donde los políticos corruptos e inútiles están convirtiendo en bueno a Franco, los negros no estarán echando de menos aquellos tiempos crueles que con tanto ahínco combatieron. Sirva como ejemplo su moneda, el Rand, que equivalía entonces a 1`10 dólares americanos.
Actualmente,  vale 0´11 dólares, nada.

 Aún  recuerdo cómo se vivía allí en aquellos años. 

Secunda, Transvaal, una tarde cualquiera de verano del año 1981.



El Sol está recostándose en el lecho del horizonte, hacia el noroeste, observando desde un cielo de plata la figura del enorme complejo petroquímico de Sasol, con sus altas chimeneas vomitando humo y vapores sin descanso.

Curiosamente, el Sol en Sudáfrica lo vemos a nuestra espalda, casi encima de nosotros o más bien tirando hacia el Norte, según las estaciones, y no como en España, donde lo vemos al medio día situado al Sur.


Secunda está situada a 150 kms de Johannesbourg, en medio de una extensa planicie ocupada por granjas diseminadas aquí a allá, dedicadas a la crianza de avestruces y de ganado vacuno o a la siembra de ananás y otros frutos tropicales. Mientras la vida transcurre apaciblemente en la superficie, a miles de metros de profundidad rugen las máquinas extractoras del abundante carbón que se esconde en sus entrañas.

Esa tarde, como muchas otras, yo  iba caminando por la carretera que va desde la refinería de Sasol a Secunda, acompañado de mi amigo Pascasio, natural de Zamora. Nos dirigíamos a la taberna de estilo inglés del Centro Comercial Holliday, como cada tarde después del trabajo, para bebernos unas copas lejos del complejo industrial.

A mitad de camino aparece un poblado formado por medio centenar de chabolas construidas con ramas, uralitas o tableros desvencijados. Son las viviendas de los obreros negros que, tratados como esclavos, realizan las pesadas labores de las haciendas. No se les permite beber alcohol, viven rodeados de basuras, y las latas aplastadas de Coca Cola se amontonan por todas partes. Las zanjas laterales del camino que conduce al poblado se han convertido en arroyuelos de orinas y excrementos. Los domingos, los vecinos se visten con sus mejores ropas, se reunen en grupos y se sientan en la hierba junto a la carretera, donde permanecen durante horas bebiendo refrescos y fumando marihuana.

El domingo anterior, al medio día, Pascasio y yo entramos en el poblado. Al llegar a las primeras chabolas sus habitantes salieron a nuestro encuentro, nos escupieron y nos injuriaron en una de sus docenas de lenguas tribales. Asustados, llamamos a gritos a Ngbaka, uno de nuestros peones, que nos había invitado a ir allí para presentarnos a su familia y a la última de sus hijas, una niña recién nacida.
 Cuando él apareció, abriéndose paso entre sus vecinos, les dijo algo en un lenguaje desconocido por nosotros, que sólo entendíamos algo de inglés, francés o español. Todos se alejaron de pronto, inclinando sus cabezas en señal de respeto.

Entramos en su casa, una construcción de apenas quince metros cuadrados, cuyos muros eran de cartones, planchas de madera y techos de Uralita resquebrajada, que vertía en el suelo gota a gota el rocío acumulado de la noche. Su esposa, una mujer bantú, gruesa y de mirada triste, cubría su rapada cabeza con un pañuelo a modo de turbante. Según él, la mujer tenía menos de treinta años, pero aparentaba pasar de los cincuenta. En ese momento se hallaba dando de mamar a su pequeña. Tenían tres hijas más, pero no estaban con ellos: habían ido a visitar a la abuela a otro asentamiento.

 Mi compañero llegó a entenderse con ellos en inglés, y el hombre le entregó una caja de detergente llena de hierba seca y apretada a cambio de un par de cervezas que habíamos comprado para el camino.


Eso sucedió el domingo anterior;  ahora Pascasio y yo recorríamos a pie cinco kilómetros que separaban nuestra vivienda de la Taberna de Secunda. Cuando llegamos, nos encontramos sentados a una mesa en la sala a nuestro jefe, Michael, y tres o cuatro sudafricanos empleados de la refinería, que se habían bebido ya media docena de cervezas cada uno mientras escuchaban a un grupo musical que interpretaba en ese momento la canción The Boxer, de Simon and Gardfunkel. Y cuando, tras varios minutos de conversación sobre temas generales y nuestros futuros proyectos en España, les contamos nuestra anterior experiencia en el poblado bantú, vimos cómo se les cambiaba el rostro, enrojeciendo por la ira, y todos se abalanzaron contra nosotros, insultándonos, y nos zarandearon y nos echaron a la calle como a perros, pues, según ellos, los que ayudan a los perros deben irse a vivir con ellos.
 Y ya que estaban animados la emprendieron a patadas y puñetazos con un negro que estaba tranquilamente  sentado en un banco ubicado enfrente de la taberna.

Al día siguiente, Michael, un escocés al que la empresa Texas Petroleum Company había puesto de Jefe de Obra, nos llamó a su oficina y nos advirtió de que estaba prohibido toda clase de confraternización con los nativos, y que de seguir así, hablando con ellos y ofreciéndoles alcohol, acabaríamos en  la cárcel.

Una pregunta me asaltaba cada uno de los días que viví en aquel lugar: Si las relaciones íntimas entre blancos y negros estaban prohibidas, ¿por qué existían tantos mulatos en Sudáfrica?
Así vivían entonces, y ansiaban la independencia y la llegada de la Democracia, que los haría libres.
Ahora ya no manda el hombre blanco. ¿Por qué se matan entre ellos? ¿Viven mejor que antes? ¿Tienen más derechos?
La imagen de arriba lo dice todo.




domingo, agosto 19, 2012

«EL PORTO»


                                           
 En una de las empresas en que trabajé en París conocí a dos portugueses: José Fonseca, natural de San Antonio. Era éste un  hombre bajito y ancho de espaldas, moreno, de frente ancha, cejas espesas y pelo color azabache, ondulado y peinado hacia atrás. Se había comprado una vivienda en las afueras de Saint Denis, algo de lo que no habían sido capaces de hacer algunos compañeros de trabajo franceses, quienes vivían en  habitaciones alquiladas, y por tal motivo sentían hacia él una animadversión que manifestaban en soeces comentarios sobre el trabajo que debía realizar la esposa de José para conseguir el dinero necesario para  pagar la casa.
José Fonseca García, o tal vez García Fonseca, no lo recuerdo, era una bellísima persona y aunque sin duda alguna debía sentirse ofendido respondía siempre  amablemente, argumentando las dobles jornadas de trabajo que ambos, él y su esposa, habían realizado durante años limpiando oficinas  después de acabar la jornada laboral en las fábricas.
Era un hombre trabajador y servicial, jamás protestaba cuando los franceses se negaban a realizar un trabajo peligroso por los gases o por la radiactividad y el encargado se lo endosaba a él.
Un par de veces tuve el honor de comer en su casa y allí conocí a su familia: una mujer bajita y gruesa, que lucía una cara de muñeca de porcelana preciosa, y dos niños de ocho y doce años, también chaparritos, que enseguida hicieron amistad conmigo mostrándome todos su deberes escolares y sus juguetes.
 Cuando me fui de mi buhardilla, sita en la calle Montmartre, en el centro de París, le dije que si quería se llegase  a  mi casa para entregarle algunos electrodomésticos y muebles, pues cuando me casé la empresa me entregó las llaves de  un apartamento precioso en Epinay, al norte de París,  y yo quería amueblarlo al gusto de mi flamante esposa. 
Trabajé durante dos años con José y al despedirnos nos abrazamos emocionados y quedamos en visitarnos en España o en Portugal.

 El otro portugués era un joven de 26 años, natural de Oporto y recien llegado de Angola, en donde había permanecido cinco años cumpliendo el servicio militar al que obligaba el dictador Salazar.
Parecía africano: piel  tostada, labios gruesos y cabello fino y rizado. Era  bajito, de mi misma estatura, aquella generación nuestra se había criado con las mismas deficiencias nutritivas y los huesos no se habían estirado lo suficiente, resultando un tipo de personas de escasa altura y con tendencia a engordar. En caso de apuros, no servíamos ni para guardias civiles, pues lo único que exigían para entrar en el cuerpo era medir no menos de 1´70, llevar bigote y haber realizado el servicio militar.
Era tan mala persona, que no recuerdo ni su nombre: le llamábamos “el Porto” (el nombre de su ciudad natal, Oporto),  y estaba medio loco. Era muy violento y se enzarzaba en  discusiones patrióticas, criticando las costumbres francesas, llegando a las manos ante la más mínina insinuación de superioridad de los franceses. Yo me llevaba bien con él por miedo. Sentía un miedo atroz  a contradecirle;  cuando se  enfadaba, sus ojos se hinchaban, parecían salirse de las órbitas y gritaba para decir las cosas.
En el comedor  de la empresa disfrutaba relatando anécdotas de su vida en Angola, cuando su batallón  rodeaba de noche un poblado y asesinaba a los habitantes y los descuartizaba  con el machete para no despertar a los otros, y todos violaban a las mujeres y niñas. Todos dejábamos de comer y lo mirábamos pasmados, preguntándonos qué hacía ese hombre en la empresa. El Delegado sindical se quejó a la Dirección y dijeron que nada se podía hacer mientra el realizara bien su trabajo; no se le podía prohibir al portugués que contara las mismas cosas que ellos, los franceses, habían hecho en Indochina.
Pero la peor  faceta del Porto aún estaba por desvelarse y el destino quiso que fuese yo quien la descubriera:
En mayo de 1968, París estaba paralizado por las huelgas: no había transporte público ni abastecimiento a los mercados ni a las estaciones de servicios, y amenazaban con  dejarnos sin gas ni electricidad. La gente utilizaba su propio vehículo para acudir al trabajo y las gasolineras no tardaron en quedarse sin carburante.

 Yo tenía un coche de segunda  mano, un Citroen DS 19, con el depósito lleno y el jefe me pidió que por favor recogiera a "el Porto", que me cogía casi de camino, apenas un desvío de un kilómetro, y lo llevara a la fábrica, pues era muy importante que el prototipo que estaban construyendo en la sección de "el Porto" se acabara en la fecha prevista. Así lo hice durante una semana, el tiempo que me duró el combustible. Dejé mi coche abandonado en la avenida de Rivoli, cerca del  museo Louvre.
La mayoría de las empresas no secundaba la huelga, pero fueron obligadas a cerrar por falta de suministro y porque los trabajadores no podían acudir a sus puestos.
 Estuve tres o cuatro días sin ir a trabajar, deambulando por el Quartier Latín, escuchando discursos en la Sorbona y corriendo delante de los antidisturbios, los CRS, y  llegando a mi casa de madrugada, exhausto tras caminar varios kilómetros.
Súbitamente, una mañana París apareció rodeada de tanques y soldados y apareció el general De Gaulle en la televisión: “Soy yo o el caos”. Y se acabó la huelga. Todos volvimos a la rutina. La empresa me recompensó por haber llevado al portugués a trabajar mientras pude.
Una semana después, el viernes por la noche, se presentó en mi casa "el Porto" con una chica árabe. Era muy joven, creo que no tendría ni 16 años, aunque en su rostro había huellas de haber vivido momentos muy duros. Yo nunca he sido capaz de adivinar la edad de los negros ni de  los árabes o los orientales y aunque "el Porto" me aseguraba que la chica era mayor de edad no me fiaba. Me dijo que me  la traía en agradecimiento por haberle llevado a trabajar durante una semana. Me quedé pasmado y sin saber qué decir.
La chica me miraba y sonreía, sabía a lo que venía y ella estaba de acuerdo.
Yo no, yo tenía una relación, nos queríamos mucho y lo que menos deseaba es que llegara en ese momento y se encontrara una mora en mi casa. O que los vecinos llamaran a la policía y me acusaran de corrupción de menores. Le dije al Portu que se la llevara, pero él insistió. Decía que  la chica era su amiga, su amante y la de todos los portugueses del edificio en que vivía, y que no debía rechazar su regalo si yo quería seguir siendo su amigo. Antes de irse miró a la joven muy serio y le dijo: «Procura que mi amigo no tenga ninguna queja de ti, o me las pagarás»
Ella asintió con la cabeza.
Nos quedamos los dos solos, yo le dije que me explicara un poco de qué iba la cosa y ella me confesó que vivía en el mismo rellano de "el Porto",  que su padre se la ofrecía a los portugueses por dinero, y que a veces éstos le pegaban. Me pidió por favor que  tomara lo que quisiera de su cuerpo, pues no quería que "el Porto" se enfadara con ella: "está loco", decía.
 A las razones que expuse más arriba, he de añadir que la chica no me gustaba físicamente. Para nada. No me gustaban las africanas con su pelo alborotado y tan rizado, sus labios carnosos, enormes, y su piel tostada y con marcas tribales. Lo que a mí me gustaban eran las blancas, fuesen morenas, rubias o  pelirrojas. Más tarde descubriría las mulatas nacidas de la unión del  hombre blanco sudafricano y las negras nativas. Eso era otra cosa.  Copular con aquella niña argelina no me tentaba lo más mínimo, y menos sabiendo que ella venía forzada y, de hacerlo, ella  no sentiría ningún placer porque como a toda musulmana intuía que le habrían extirpado el clítoris.
Pasamos la noche  hablando sentados el uno frente al otro, sin hacer ruido por temor a los vecinos. A las cinco, en el primer metro, se fue a su casa.
Ya en el trabajo el Porto me preguntó cómo se había portado y yo le dije que maravillosamente; pero que no lo repitiera porque yo tenía novia y  me había puesto en un grave aprieto.
 El día de san Fermín la empresa cerraba durante tres semanas por vacaciones. El Porto dijo que no pensaba volver, que se quedaba en Oporto, y me preguntó si quería traerlo hasta Irún, donde cogería un tren para Portugal. Se despidió de todos durante la comida pagando unas botellas de vino, y los compañeros  franceses, quienes por un vaso de Côtes du Rhône eran capaces de invitarte a hacer cama redonda con sus esposas, le abrazaron efusivamente con los ojos brillantes por la emoción.
Yo no quería quedar mal ni con él ni con la empresa, y acepté traerlo. Me aseguré de que sus papeles  estaban en regla y de que no llevaba nada que me comprometiera, y de mala gana le recogí al día siguiente y me lo traje hasta Irún.
 Me detuve delante de la estación de RENFE, y él me dijo que esperase  cinco minutos, que él iba a ver el horario de trenes y si tenía que esperar mucho me invitaría a unas cervezas y al chuletón. " Anda y que te jodan", pensé, y nada más lo vi  entrar en la estación, arranqué el coche y salí en dirección a Pamplona.


sábado, agosto 18, 2012

"ARDOR GUERRERO", por ANTONIO MUÑOZ MOLINA



«Ardor guerrero» es una obra autobiográfica, las memorias de la mili del autor; pero al mismo tiempo es una crítica implacable al servicio militar y a la institución que lo administraba: el Ejército. Un ejército, en palabras del autor, « que no sería capaz de ganar una guerra contra un eventual país extranjero, pero que se ensañaba doblegando y humillando a los jóvenes reclutas», quienes eran arrancados de sus estudios y puestos de trabajo y arrojados a los pies de una casta de militares  "patriotas" descendientes de militares "patriotas" cuyo único fin era machacar a los jóvenes miembros de la sociedad civil, a la que ellos desprecian, manteniéndolos en la antesala del infierno durante 14 meses. 
Dormirán  vestidos y con las botas puestas para protegerse del frío, desfilarán y harán flexiones en el patio diariamente hasta extenuarse, sufrirán los insultos y atropellos de sus cabos y sargentos y esperarán con ansia salir a la calle de paseo para comer en los bares algo diferente de la bazofia que les sirven en el cuartel. Una gorra torcida, olvidarse de saludar cuando pasa un oficial significaba un mes de arresto o de guardias; discutir con un oficial o mostrase reacio a obedecer una orden significaba consejo de guerra y un año de prisión en un penal militar.
 En el cuartel de Loyola, San Sebastián, el mismo en que el autor realiza el servicio militar, lo que cunde es el miedo.
Miedo de los reclutas a los suboficiales, miedo de éstos a sus oficiales, miedo de éstos a los altos mandos de la jerarquía militar. Miedo a la ETA y sus adeptos. Atravesar el puente sobre el río que separa el cuartel de la ciudad, pintado de frases y consignas amenazadoras de ETA era ya peligroso, y los soldados salían en grupos y corrían a cambiarse de ropa en los bares para pasar desapercibidos. Los oficiales alquilaban sus viviendas en el centro de San Sebastián, lejos del cuartel y de las barriadas de militares para pasar desapercibidos, pero su hedor cuartelario los delataba y eran ignorados por sus vecinos. Era tal la humillación y el trato injusto que recibían   en aquel cuartel, que ningún soldado sentía dolor o pena ante la noticia de la muerte de un general  por tiro en la nuca a manos de ETA, y cuando salían licenciados abandonaban el cuartel de Loyola y atravesaban el puente corriendo sin mirar atrás, no fuera que en el último minuto sucediera algo y les llamaran.
Todos los ingredientes de la mili, desde el momento en que se recibe la carta de la Caja de Reclutas pasando por el periodo brutal de instrucción, tan cruel que algunos intentan suicidarse, hasta el momento de salir licenciado, está detalladamente explicado en este libro. Llama la atención el desorden en la administración del cuartel y la falsa contabilidad con que se oculta el fraude. Si el Gobierno destina 128 pesetas diarias para la comida de cada soldado y el en cuartel existen mil personas, se facturan dos mil comidas, que han necesitado de mil quinientos litros de aceite, mil docenas de huevos, mil quinientos kilos de boquerones... Y el capitán firma la factura sin mirarla y luego la firma el coronel y luego el general. De vez en cuando sale un furgón cargado de documentos y facturas hacia la Capitanía General, en  Burgos, donde son apilados con otros miles de documentos de otros cuarteles. Nadie verificará jamás los datos de las facturas. Nadie  pondrá en duda la palabra de un cabo contra un soldado al acusarle de desacato, y éste acabará condenado en los calabozos o en un penal por un simple capricho de aquél.
Menos mal que el servicio militar ya no es obligatorio y sólo acuden al Ejército algunos jóvenes sin preparación que no tienen esperanzas de encontrar trabajo y ven en el sueldo que ofrece el  Ejército Profesional  la única salida para  “independizarse” y poder formar una familia.


Aunque yo me he librado de hacer  la mili y odio las batallitas que siempre cuentan los que sí la han pasado (sólo cuentan las buenas) me ha gustado este libro y lo recomiendo  porque no solo habla del servicio militar, es más que eso. Mucho más. Da que pensar. Mi cuñado me reprochaba que no hubiera hecho la mili: "Quien no hace la mili no es un hombre completo", me decía él, que se fue siendo un mozo muy alto y atractivo y volvió cojo. Mis dos hijos, que ni fumaban ni bebían cuando se fueron, regresaron bebiendo como cosacos y fumando tabaco y hachís a punta pala, vicios  que originaron fuertes discusiones en el hogar. 

lunes, agosto 13, 2012

COQUINAS A LA CARMEN


 

La coquina es una almeja de una extraordinaria calidad y un exquisito sabor cuya época de consumo es en verano, siendo el mes de agosto cuando más llenas están y de mayor tamaño se encuentran. Al contrario que las almejas, la coquina tiene una cáscara muy fina, casi cortante. Es un poco cara, pues es un molusco escaso que los mariscadores  sacan a mano del barro de los estuarios de los ríos cuando baja la marea. Sólo se encuentran coquinas  en algunas rías gallegas, en la Bahía de Cádiz, Huelva y en pequeñas zonas del Mediterráneo.
Se pueden hacer a la marinera, receta que ya publiqué hace ya algunos meses (http://ellugardejuan.blogspot.com.es/2010/07/coquinas-la-marinera.html)
 En esta ocasión, Carmen las ha cocinado de diferente manera.

 INGREDIENTES:
2 Tomates, ½ cebolla, 4 o 5 ajos, 2 pimientos, 1 guindilla pequeñita, ½ vaso de vino blanco, 2 kg. de coquinas.

Picar el tomate, la cebolla, el ajo y los pimientos.
 Coger dos sartenes y ponerlas al fuego.
En una sofreír el tomate, la cebolla, el ajo, la guindilla y el pimiento,
En la otra echar las coquinas sin agua ni nada hasta que se abran
Cuando estén abiertas, escurrir el agua que han soltado las coquinas y echarlas en un plato.Para que no abulten tanto, Carmen les quita una de las mitades de la cáscara, dejando la que contiene el bichito.
 Limpiar la sartén para eliminar restos de suciedad. Volver a echar las coquinas y sobre ellas verter el sofrito de la otra sartén con un poco de sal.
Echar una copa de vino blanco y removerlo. 
Dejar al fuego unos diez minutos para que las coquinas tomen el sabor.


 Las cáscaras se van echando en un plato. No se comen, pero se pueden chupar, están ricas ricas... 
Nosotros  acompañamos las coquinas  con cerveza fresquita y vino de Ribeiro.
Buen provecho

sábado, agosto 11, 2012

SÁBADO: PLAZA DE ABASTOS



  Hoy es sábado y tocaba ir a la Plaza de Abastos a comprar el pescado fresco. Sobre las ocho, para no llegar tarde y llevarnos los restos despreciados por otras manos, mi esposa y yo cogidos de la mano (no por ser  románticos sino porque llevo unos días sufriendo vértigos) nos hemos acicalado y hemos ido caminando hasta la plaza del mercado.
Como sucede siempre, hemos observado diferentes precios para el mismo pescado, cosa algo extraña si todo procede del mismo barco, y, también como siempre, nos hemos detenido en el mismo puesto de pescado, el que gestiona una muchacha de tan buen ver que hasta los peces parecen felices de ser manipulados por sus manos.

Mis ojos no se alejaban de ella mientras ella pesaba cada pedido que le hacía mi esposa, y me dirigía una mirada que yo imaginaba cómplice, pero que a no dudar lo que hacía —deformación profesional llaman a eso—, era analizarme de la cabeza a los pies, calculando cómo despedazarme, en  qué lugar del mostrador podría ponerme, con qué etiqueta y a qué precio, para que los portuenses y los turistas pudieran degustar mis diferentes miembros. Yo me hubiera conformado con degustar parte de ella (no soy egoísta y dejaría amablemente para su marido o su novio el resto).

 Mi mujer, que es una consumidora  compulsiva de pescado no parecía tener bastante y cada vez pedía más género, hasta que me vi obligado a apartar la mirada de la niña y dejar de soñar despierto, imaginando si era rubio u oscuro su vello, si blanco o moreno el  cutis de su trasero, y  afirmando mis pies en tierra, exclamé con voz un tanto brusca:

    ¡Ya vale con tanto pescado, que  a mí me gusta más la carne! Cualquier carne: pollo, ternera, cerdo, caballo, cordero… Sobre todo la que viene envuelta en sujetadores y bragas para que no se pierdan.
    ¡¿Qué dices, Juanillo…?! — dijo mi jefa, con el ceño más fruncido  que las cortinas de mi dormitorio.
    Nada, vámonos ya, que aquí hace mucho calor — respondí yo.
Y sujetando en mis manos dos bolsas de plástico rellenas con cinco kilos de pescado, regresamos a casa. Ella pensando en qué iba a hacer de comer, yo maldiciendo las asas de las bolsas de plástico porque me estaban cortando las manos.
Me encontré de frente con mi médico de cabecera, el cabrón ese, que dirigió su mirada hacia la compra que colgaba de mis manos. No dijo nada, pero sé que me lo va a decir en la primera consulta.
Los médicos son unos listillos, se curan en salud por si no aciertan con su diagnóstico. Te recomiendan  cosas que saben que no puedes hacer y cuando vuelves a la consulta, tan enfermo o más que antes, te preguntan si has hecho todo lo que ellos te habían recomendado. Como le digas que no, son felices: ya no tienen que reconocer que no tienen idea de lo que te sucede y por tanto no te pueden curar; lo que cuenta es que no has seguido el tratamiento y eso es lo que impide que te cures.
 Cuando yo era un niño y estaba enclenque y escuchimizado, como esos pobres seres de Biafra, el médico del pueblo le decía a mis padres que me dieran de comer mucho jamón, mucha carne, mucha leche, mucha fruta  y mucho marisco.
 Entonces se había puesto de moda  pasar hambre y todos en mi pueblo se vestían a la moda. Lo único que podíamos comer era lo que nos daba el  amo del cortijo por trabajar de sol a sol: gachas de harina, bellotas, algarrobas y las migas de pan refritas con ajo y aceite.Además,  éramos analfabetos y no sabíamos cómo sabía  el  jamón ni las parrilladas de chorizos y de salchichas; no sabíamos siquiera lo que era  el marisco. Y no lo sabíamos porque nunca hubo dinero en casa para comprar esas cosas. Por eso, a pesar de haber visto al médico,  yo no mejoraba y cada día estaba peor.
Incluso cogí el paludismo, aprovechando que éste pasaba por allí y que yo no tenía otra cosa que hacer para entretenerme.

Pues como iba diciendo, al regresar a la consulta, el medico le preguntó a mi madrecita de mi alma  si me había dado de comer marisco, huevos con  jamón y chuletas de cerdo. Como era lógico, pues a mi padre le pagaban en especie: media telera de pan, medio litro de aceite y un trozo de tocino al día por trabajar de sol a sol  en el cortijo, ella le dijo  que no lo habían hecho,  y el matasanos sonreía y decía:
    Pero  María, entonces ¿para qué vienes a verme, si no piensas hacerme caso?

En la actualidad sucede lo mismo pero al contrario: hoy, que se puede comer de todo, los médicos te prohíben que lo comas.
Según mi médico, no puedo beber alcohol, no puedo comer embutidos ni grasas, ni huevos fritos con papas, ni jamón, ni panceta ni salchichas ni carne de cerdo, pescado frito, ni nada que tenga azúcar: refrescos, cubatas, helados, tartas, dulces, ni carne al toro, 25 gramos de pan máximo, nada de frituras, todo asado y pesado…
Pesado él, mi médico, el cabrón ese con quien  me he topado esta mañana. ¡Anda y que le den!
 Así cualquiera es médico. Lo bueno sería que te curasen sin quitarte la vida.
 Ahora  se trata de complacer a mi Carmen comiéndome lo que me ponga por delante sin rechistar, que luego, entre comida y comida, ya iré yo a la Venta Andalucía a ponerme al día.
 Me acaba de decir mi querida esposa que al medio día vamos a comer cazón con guisantes.

A mis amigos los peces, dedico este poema:

Al pez  brillante que surcaba los mares
cuyas escamas lloran en el  mercado,
millares de ojos  se posan, admirados
curiosos, calculadores, sobre tu cadáver

  Ignoran todo sobre tu  real linaje:
 tu familia, tus proyectos, tu pasado…
 sólo valoran  si realmente  merece
el precio que por  ti han señalado.

Antes que el hombre te  convierta
en manjar  de  exquisitos paladares
Antes  que  asado o frito te ofrezcan
en bandejas de diseño en restaurantes
 o en simple loza blanca en los hogares.

Regado con vinos de excelente marca
o con cerveza clara,  rubia fresca,
 guarnecido con patatas y mahonesa
o simplemente con vegetales y salsa,

Antes de que aclamen tu dulzura
 y  tu esencia acaricie   paladares
 estómagos expertos, hambrientos,
y luego, sin asomo de amargura,
al eterno y oscuro lugar del olvido…
 te arrojen entre sucios excrementos


Quiero brindar contigo, pececillo
 por un mundo de amor y de paz
donde  hombres y animales
puedan convivir en libertad.