Me gustaban más las películas del Oeste que lo que hacen ahora. Admirar al bueno en un extremo de la calle enfrente del malo, mirándose fijamente a los ojos para descubrir en la retina del otro, a pesar de hallarse a treinta metros, el momento en que se disponía a sacar el revolver y adelantarse en el disparo y respirar al ver cómo se doblaba el malo.
Durante muchos años todos los hombres intentaban emular a sus ídolos: Alan Lad, John Waine, Gregory Pek, Burt Lancaster, Henry Fonda, Yul Brinner, Clint Eastwood... y el día de Reyes les compraban a sus hijos pistolas, fundas y sombreros para que jugaran a matarse en un duelo.
Se escuchaba un único disparo en la sala y durante un segundo no sabíamos quién lo había realizado, hasta que veíamos al malo echarse las manos al pecho o caer fulminado con un balazo entre las cejas.
Ahora no me hace gracia a lo que juegan los niños. Es muy peligroso, no sólo puede morir el malo sino mucha gente.
Incluso yo.
Kim Jong-un y Donald Trump, dos niñatos ricos, consentidos y mimados por sus familiares y amigos, no cesan de injuriarse y amenazarse deseando demostrar quién es el más fuerte.
Sus allegados les han regalado no un revolver de seis balas, sino todo un arsenal capaz de destruir el mundo, y estos dos fanfarrones están deseando probarlo sin importarle las consecuencias.
Imaginemos por un momento lo que puede suceder:
Kin Jong está orgulloso de su bomba atómica y osa desafiar al oso americano, quien dispone de un almacén de ellas mucho más potentes y sofisticadas.
El dictador coreano sabe que su misil tardará dieciocho minutos en llegar a su objetivo y que Trump puede responder interceptando el misil y destruyendo el país. Pero eso no le importa, él cree que puede dar en el blanco y bajarle los humos al yankee.
Baja por tanto al refugio nuclear que ha hecho construir para él, sus generales y sus familias –un bunker de paredes gruesas de hormigón y acero ubicado a doscientos metros de profundidad– y se instala en su sillón de mando. Todos sus generales y ministros le acompañan. A su mujer y a su suegra las ha dejado arriba en el palacio, ya estaba hasta los huevos de ellas.
Una gran pantalla está encendida en la pared frontal, y por medio de ella va a realizar el seguimiento del disparo.
El coreano está ansioso por apretar el botón, pero sus generales se lo impiden sujetándole las manos y colocando una carpeta encima del artilugio. Las manos le tiemblan y comienza a gritar:
— ¡Ay chi, chiti miniporculindeamericantocalaminichuquilabamia!
Obviamente lo dice en chino coloquial, que traducido por mi vecino Demetrio, que trabaja de traductor en la Base de Rota y sabe hasta el catalán, dice:
— ¡Dejadme disparar antes de que él se adelante, cojones, aquí mando yo!
Y todos, acojonados, se apartan. Kin Jong aprieta el botón rojo.
Todos se miran unos a otros y se ponen de rodillas ante el estúpido que preside la sala. Les quedan dieciocho minutos de angustiosa espera...
Han pasado veinte minutos cuando sienten un ¡Plop! encima del refugio. No el ¡BANG! enorme de una gran explosión, sino un simple Plop, como si se hubiese soltado una maceta de un balcón y se hubiera estrellado en la acera.
¡Plop! Nada más.
El Dictador mira a su general de Guerra y le ordena:
— Sube a ver qué ha pasado.
— ¿Yoooooooooooo?
— Sí, tú
— ¿Pero y la radioactividad?
— ¡Que subas o nos servirás de cena esta noche!
Y el general Himen Kurioso, ministro de la Guerra, baja la cabeza, coge el ascensor y sube hasta la entrada del Bunker.
Todo estaba igual que antes, nada había sido destruido: los pájaros cantaban, las ramas de los árboles se movían con la brisa matutina y el sol comenzaba a salir por el Este...
Sólo había un enorme paracaídas desparramado en el suelo y bajo él una enorme caja de madera.
Una cartulina grapada en la tapa decía: " Aquí tienes tu bomba desmontada, Kin de los cojones. Por esta vez pasa, pero no vuelvas a hacer el gilipollas"
Lo dicho: Me gustaba más ver a Clint Easwood.