Tengo una amiga en un foro literario con quien a veces me distraigo escribiendo relatos en los que cada uno de nosotros asumimos el papel de uno de los protagonistas. Este es uno de ellos. También participó Wolfman, un amigo de Atenea.
LA BODA
Relato escrito conjuntamente por ATENEA, Wolfman y Juan Pan
Finalmente el día se había arreglado y las nubes que durante tres días habían presentado la imagen de una Bahía de Cádiz lluviosa y triste se alejaban por el Este, dando paso a un sol espléndido brillando en un cielo azul celeste, limpio de contaminación y moteado de nubecillas blancas como la nieve.
Segismundo miraba por la ventanilla, divertido por la sensación que causaba el vehículo a su paso por las calles. Se hallaba frente a la basílica, sentado en el asiento trasero tapizado en piel blanca de un lujoso automóvil antiguo, y con su esmoquin rosa haciendo juego con el velo lila de su madre, que sonreía orgullosa junto a él sujetando su mano, muy nerviosa.
A las doce en punto las campanas de la basílica de Nuestra Señora de los Desamparados de El Puerto de Santa María comenzaron a sonar, y una banda de palomas salió en estampida del campanario
Segismundo bajo del coche lentamente, más por no tropezar que por dignidad, y espero a que su madre hiciera lo propio y se colocara a su derecha para acompañarle en el paseo hasta el altar. Cuando ella estuvo a su lado se miraron una vez más y se besaron, sonriendo felices, intentando disimular sus nervios.
Mientras caminaba hacia la entrada del templo se sentía observado con envidia por los ángeles de piedra que ornaban el portón y esto le producía una sensación de agradable orgullo. Se iba a casar con una bellísima y encantadora muchacha y todo el mundo debía envidiarle. Segismundo era perfecto: alto, guapo, inteligente, varonil, sensible, tierno, cariñoso, ¿qué más podía pedirle a la vida?
Por fin llego a la enorme puerta que se abría al pasillo central de la basílica, mostrando al fondo el altar. Al fondo, entre los asistentes, vio a su amigo Rodolfo de pie, sereno, sonriente.
El interior de la basílica estaba lleno de gente, expectativa y curiosa por ver aparecer a los novios al final de la alfombra roja extendida entre las dos filas de bancos que ocupaban la nave central.
Cuando Segismundo apareció en la puerta, los invitados se giraron para verle entrar y en sus miradas encontró muchas cosas: la aprobación a su elegante traje, el rencor de los despechados, la felicidad de los amigos comunes… Cerró los ojos, respiró hondo, y en ese momento la música cambió y empezó a sonar la marcha nupcial de Mendelssohn.
Engalanado para la ocasión con muchas flores blancas y velas, el suntuoso altar sobresalía por encima de las cabezas de los fieles. Cinco escalones llevaban hasta el reclinatorio donde debía celebrarse la ceremonia.
El novio y la madrina, los mismos que momentos antes habían descendido de un coche de los años treinta, un Mercedes blanco y descapotable, cuyas ruedas de radios plateados brillaban al sol, se situaron al lado derecho del altar, y permanecían de pie y erguidos, mirando hacia la puerta de entrada, esperando la entrada inminente de la novia.
En el lado izquierdo de la iglesia, entre los invitados de la primera fila de bancos, Rodolfo contemplaba a Segismundo y repasaba cada pliegue de su traje, cómo se había colocado la corbata, la forma de su peinado, tan extrañamente formal para lo habitual en él…, en fin, que se fijaba en cada detalle como si no fuera a volver a verle nunca más después de aquel día.
Mientras la música elegida para la espera de los invitados –el Canon en Re Mayor de Pachelbell–, sonaba por la megafonía de la iglesia, Rodolfo cerró los ojos y dejó que las suaves notas del aria fueran penetrando en su conciencia.
Su mente voló lejos, retrocedió hasta cuando conoció al chico que permanecía erguido ante el altar. Lo había conocido en la biblioteca dos años antes. Aquel día, se presentó a él como Segismundo y le ayudó a llevar la escalera hasta una de las estanterías en que se hallaba el libro que él necesitaba.
A la salida habían coincidido y se fueron charlando. Así descubrieron que tenían muchas cosas en común. Quedaron esa tarde para tomar una cerveza y seguir hablando y, al separarse, él ya se había enamorado.
Las dos horas de tapeo y conversación con Segismundo fueron deliciosas y confirmaron los sentimientos que nacían en Rodolfo. Como éste no se atrevió a confesárselo, nunca supo si su amor era correspondido y además se había quedado con la duda de hacia donde se inclinaba su propia sexualidad.
Lo invitó a matricularse en el gimnasio donde él hacía sus ejercicios para mantenerse en forma y conseguir una línea esbelta.
Después de mirarse un buen rato, terminaron la charla entre risas y se despidieron, confusos los dos.
Con un esfuerzo de voluntad, Rodolfo secó sus lágrimas y dejó como único testigo de su sufrimiento la rojez de sus ojos. Herido, pero íntegro, miró al frente, sorprendiendo los ojos serios de Segismundo observándole con una expresión indescifrable, y se dispuso a seguir el enlace lo más dignamente posible.
Apenas diez minutos después del novio, llegó un carruaje tirado por seis caballos cartujanos blancos y conducido por dos pajes ataviados con sombrero de fieltro cordobés, chaquetillas cortas y borladas y calzón ajustado y largo, cubriendo la mitad de las botas de cuero de tacón cubano adornadas con espuelas de plata: el típico traje campero andaluz. De él descendió la novia, acompañada de su padre. Ella iba vestida toda de blanco, con un traje nupcial diseñado para ella, que acababa en una larga cola que sus doncellas, tres niñas de apenas nueve años, corrieron a levantar del suelo para ayudarla a caminar.
El murmullo entre los asistentes a la ceremonia elevó su tono al descubrir la silueta de Dorotea entrando en la puerta del brazo de su padre. En ese momento, el colosal órgano de la iglesia-catedral inició la marcha nupcial de Wagner, y la gente se puso de pie para observar a la novia, que avanzaba lentamente para reunirse con Segismundo, ayudada por unas infantiles doncellas que mantenían en vilo el extremo de la larga cola del vestido.
Para entonces, la iglesia estaba abarrotada de gente, que contemplaba su entrada triunfal. Era la más guapa, la más atractiva, la mejor, la reina de la fiesta: era la novia.
Su semblante estaba radiante, casi eufórico. Miró a su alrededor buscando algo o alguien y sus ojos se detuvieron en una figura empequeñecida, un cuerpo con hombros caídos, vencido, dolorido.
Rodolfo se giró hacia la puerta. En la entrada estaba Dorotea.
Sonreía, radiante, a derecha e izquierda, con la belleza artificial que da el maquillaje a todas las novias del mundo, que impide encontrar una sola novia fea.
Acompasando torpemente sus pasos a los acordes de la música, comenzó a desfilar por el pasillo escoltada por su padre, que la sujetaba el brazo como si temiese su huida. -¡Será idiota!, pensó Rodolfo, ¿Quién huiría del futuro, fuera el que fuera, junto al hombre perfecto?
Al llegar Dorotea junto a él le miró directamente a los ojos. La expresión de su sonrisa se tornó de dulce y feliz a vengativa y satisfecha. Por fin llegó el día que durante tanto tiempo había estado esperando.
Soñaba con este momento desde que él, Rodolfo, le dijo que no podía amarla, que iba en contra de sus principios.
Al verlo llorar sonrió. Todos creerían que esas lágrimas se debían a la emoción de ver casarse a su mejor amigo, al igual que creerían que la sonrisa de ella era de agradecimiento; pero los dos sabían la verdad.
Sabían que el chico lloraba de dolor y Dorotea sonreía de puro placer por verle tan angustiado. Las circunstancias impedían que ella le gritase lo que pensaba:
“¡Mírate Rodolfo, pedazo de estúpido, ahí arrinconado, llorando a moco tendido, odiándome cada vez más por haberte arrebatado lo que más querías! Solo te pago con la misma moneda. Quiero verte sufrir por amor, poder contemplar como te retuerces en la desesperación de ver que la persona amada no te corresponde; ojo por ojo”.
Rodolfo aguantó la mirada desafiante de ella con ojos lagrimosos. Estaba claro que ella no había olvidado el asunto de la montaña rusa.
Ellos se conocían desde pequeños, ya que eran vecinos puerta con puerta y siempre habían conectado muy bien.
Iban juntos al colegio, hacían juntos los deberes y Rodolfo, al crecer, se convirtió en el hermano mayor que Dorotea nunca había tenido al ser hija única.
Todo estaba en su sitio hasta que un día, de eso hacía ya dos años, ella le hizo entender de una forma muy grafica que lo que quería no era un hermano mayor. La chica descubrió casi sin darse cuenta que estaba enamorada de él. Desde entonces se había comportado como una idiota, suplicándole un poquito de amor y entregándose en cuerpo y alma a unas caricias que él no quería dar.
Vestía con ropa sensual, provocativa, le buscaba, le llamaba; pero el chico no hacía ni pizca de caso.
Por aquel entonces Rodolfo ya tenia claro que lo suyo no eran las mujeres, pero nadie más lo sabía. No había compartido aquella faceta de su personalidad con Dorotea porque nunca había sido necesario hasta aquel día primaveral en que fueron juntos a la feria.
Estaban en el parque de atracciones, subidos a la montaña rusa, y ella gritaba poseída por un miedo de mentira en cada bajada a toda velocidad.
Cuando pararon la máquina, la tenía colgada de su brazo con tanta fuerza que no lo sentía. Bajaron por las escaleras de la atracción y al llegar al suelo ella le sujetó la cara con las dos manos y le besó en la boca durante lo que a él le pareció una eternidad. Cuando sus caras se separaron y se encontraron sus miradas quedó claro que Dorotea no entendía muy bien la frialdad de Rodolfo, pero sin darle más importancia al asunto le abrazó y terminaron la noche sin más situaciones embarazosas hasta que llegaron al portal y llegó el momento de la despedida.
Cuando ella le abrazó, metiendo por debajo de su ropa las manos, y le intentó volver a besar él se separó, quizá más bruscamente de lo que hubiera deseado, y le contó cual era el problema:
- Dorotea, soy gay. Estoy enamorado de un chico fantástico, lo siento.
Todo se lo esperaba, menos eso.
Esas palabras las llevaba grabadas en su memoria como si de un hierro candente se tratase. Abofeteó aquella cara que tanto anhelaba y desde aquel momento se propuso hacerle todo el daño del que fuese capaz.
Aquella lejana noche, Rodolfo se fue a pasear con la cara ardiendo del bofetón y una sensación de vacío enorme en el corazón.
Con el paso de los días, Dorotea se calmó y aunque la relación no volvió a ser la de antes disfrutaron algunos momentos juntos. En uno de esos encuentros, mientras tomaban un helado en el parque, apareció Segismundo, y ella, por lo rojo que se puso Rodolfo, supo inmediatamente que era el chico del que se había enamorado. Desde aquel día de presentación fueron quedando cada vez con más asiduidad los tres juntos y Dorotea comprendió porqué Segismundo tenía tan fascinado a Rodolfo. Efectivamente, era casi perfecto.
Segismundo era un chico guapo, simpático y de buen corazón, y Dorotea se planteó en serio y con todas sus armas de mujer conquistarlo para ella, con la sola intención de hacer comprender a su verdadero amor cuánto dolor se siente al verse rechazado. Consecuentemente, pasó a extender una tela de araña para atrapar a Segismundo sin dejar escapar a Rodolfo. Así se hizo amiga de ambos y mientras seducía a uno, controlaba al otro.
Y lo que comenzó siendo una amistad, terminó en el día de hoy: una novia radiante, un novio con semblante serio y un amigo destrozado por el dolor y arrepentido de haber venido a la boda.
Un leve tirón del padrino al brazo de la novia volvió a poner el tiempo en movimiento, y cuando sus miradas se desclavaron la memoria de Rodolfo se desató y desbordaron los recuerdos, produciendo tal reacción de sentimientos en él, que no pudo evitar los sollozos.
La novia llego al pie del altar y justo cuando el novio la recogía del brazo de su padre y la acompañaba por la escalinata frente al sacerdote el órgano dejo de tocar y, tras el eco de los últimos acordes, se hizo el silencio.
El momento crucial se acercaba. El sacerdote, después de leer y comentar la palabra de Dios, se aproximó hasta los novios.
Como en una nube, la chica oyó unas palabras lejanas que decían:
- Segismundo, ¿aceptas a Dorotea como legítima esposa y prometes serle fiel en la salud y la enfermedad, la riqueza y la pobreza, honrarla y respetarla todos los días de tu vida hasta que la muerte os separe?
Los ojos de la novia tropezaron con los de Rodolfo. Una mirada triunfal, arrolladora, desafiante retó a otra mirada herida de muerte, sumisa, humillada.
Esperó impaciente la tan ansiada respuesta “si quiero”, pero en su lugar oyó un sollozo apenas perceptible acompañado por un suspiro que salió de un corazón roto por la tortura.
Un silencio atroz se produjo en la sala. Las pupilas de la novia, dilatadas por la sorpresa, miraron al que iba a convertirse en su marido al tiempo que exigía: “Di que sí, di que sí”.
Segismundo la miró y se volteó un momento para mirar a su amigo. Ambas miradas se cruzaron, Rodolfo parecía hundido, más que emocionado; sus ojos se mostraban llorosos, sus labios se entreabrieron como intentando decir algo y, luego, se contuvo y atrapó con sus dientes el labio inferior mientras movía negativamente la cabeza; otra lágrima descendió lentamente por su cara y se detuvo en la comisura de su boca.
Segismundo recordó sus años de instituto, sus juegos en la playa, las horas de sauna… Siempre estaba solo. Hasta que conoció a Rodolfo en la biblioteca. Se convirtió en su mejor amigo y lo admiraba. Admiraba su extremada delicadeza, sus conocimientos culturales, su carácter impulsivo, pero amable, tierno y considerado; su cuerpo atlético, bien formado, alto y esbelto, exento de vello.
De pronto sintió rubor al recordar lo sucedido un día en el vestuario del gimnasio: cuando entró en la sala de las duchas, Rodolfo ocupaba una de ellas con la cortina descorrida hacia un lado. Estaba vuelto de espaldas, disfrutando del agua fría, y Segismundo no pudo evitar contemplarlo un momento; tenía una cintura esbelta y estrecha; sus glúteos redondos, altos y blancos, muy blancos. Las marcas del bañador contrastaba con el resto moreno del cuerpo. Entró en una ducha ubicada en frente y permaneció recreándose en él mientras se duchaba. Sentía un calor dentro de sus entrañas y de pronto notó la erección, una erección como no había sentido nunca antes, ni incluso con la chica que estaba a su lado en ese momento. Siempre había necesitado los preámbulos amorosos de ella antes de realizar el acto para poder ponerse a punto. Sus caricias amorosas no lograban su cometido y, a veces, eyaculaba sin erección. El miedo a ser impotente lo atenazaba desde siempre, cada vez que acudía a una cita con una mujer.
Y, sin embargo, aquel día la tuvo sólo con mirar a su amigo. Recordó que Rodolfo se giró hacia él en ese momento, y le sorprendió observándole mientras se enjabonaba un miembro increíblemente erguido. Enrojeció de vergüenza y se dio la vuelta.
Rodolfo jamás mencionó nada sobre lo sucedido y continuó actuando naturalmente, como si no hubiese visto nada. La escena se repetía cada vez con más frecuencia. Después de los ejercicios, procuraba encontrarse con él en las duchas para recrearse en su cuerpo. Por las noches, pensaba en el amigo continuamente a solas en la cama, esperando la llegada del sueño. Lo imaginaba desnudo, sonriéndole e invitándole a unirse a él. Y lo deseaba.
En esos momentos de tensión notaba que su corazón bombeaba la sangre con fuerza y la llevaba ansiosa por todo su ser, hasta lograr que su miembro viril se irguiera con una dureza desconocida. Bastaba con pensar en sus nalgas blancas, en sus labios entreabiertos, en sus ojos verdes y su cabello negro ensortijado; imaginar que lo abrazaba y eso era suficiente: su cuerpo se estremecía, su respiración se aceleraba y alcanzaba una sensación de felicidad y un placer tan inmenso mientras le sacudían los espasmos del orgasmo, que lo dejaba exhausto hasta el amanecer.
– Responde, Segis…- dijo la novia.
El sacerdote se volvió hacia el chico y repitió la pregunta:
– Segismundo, deseas tomar por esposa a Dorotea, jurándole fidelidad en el amor y el dolor, en la pobreza y la abundancia, hasta que la muerte os separe?
Segismundo lo había intentado todo para ser un hombre normal. Cada vez que había tenido un orgasmo pensando en Rodolfo había sentido una desagradable sensación de culpabilidad, de aberración, de miedo a ser descubierto y depreciado.
Sus padres eran personas influyentes en la sociedad; se confesaban católicos, de misa diaria, observadores de las tradiciones y moralidad cristiana. ¿Qué pensarían de él si descubrían sus inclinaciones sexuales? Si se enterasen de que se casaba sólo por huir de sí mismo, para evitar caer en el fango de la aberración… ¿Y Dorotea? , ¿qué haría cuando comprobase que ella no le atraía, que aquella relación sólo significaba para él la vía de escape, la pantalla que ocultaba su verdadera personalidad ante la sociedad?
La miró a los ojos y se vio reflejado en ellos: descubrió una imagen triste, apenada, torturada. Ella le sonreía, esperando oírle pronunciar la frase mágica: “Sí, quiero”.
Recordó la amistad que la unía a su amigo, sus juegos en la playa. Mientras él permanecía tumbado en la arena, ellos se iban al agua, y Dorotea se abrazaba a Rodolfo y se colgaba de su cuello, buscaba sus labios y los besaba…
“Creo que intentaba ponerme celoso, excitarme, enfrentarme a mi amigo”, pensó.
Su novia se pasaba el día colgada al teléfono, intentando hablar con Rodolfo; pero éste la ignoraba, adivinando, quizás, sus intenciones. La solía rechazar diciéndole que Segismundo era su mejor amigo y no le iba a traicionar con nadie. Era un buen chico, su lealtad le enorgullecía.
Miró a su novia a los ojos una vez más antes de responder:
–No, no puedo hacerlo. Lo siento…
Dorotea se llevó las manos a la boca, ahogando un grito, clavando en él una mirada asesina. Su padre saltó por delante del reclinatorio y le espetó:
– ¡¿Pero qué dices, desgraciado?!
La madre del novio, que hacía de madrina, lo miraba horrorizada, cubriéndose la boca para no gritar. Abajo, el público se preguntaba qué había pasado, qué sucedía para que los novios y los padrinos se mostrasen tan alterados. Dorotea dio un grito que retumbó en el enorme y majestuoso templo:
–¡¡¡Hijo de puta, asqueroso!!! ¡¿Hacerme esto a mí?!
La novia, fuera de sí, se abalanzó sobre el chico con tal fuerza que el empujón hizo que perdiese el equilibrio y cayese de bruces sobre el suelo del altar. Dorotea, furiosa y enloquecida, gritaba y blasfemaba mientras deshacía el ramo de flores en mil pedazos cubriendo el lugar de infinitos pétalos de colores. Cuando Segismundo se levantó del suelo, la novia le arreó la más grande bofetada que jamás había recibido.
La gente, ignorante de los motivos que habían provocado tanto revuelo, permanecía de pie, expectante y sin querer perderse ningún detalle del acontecimiento. Un murmullo creciente se produjo en la iglesia, mientras el sacerdote rogaba una y otra vez sin resultado alguno que guardasen silencio en la casa de Dios, mientras Dorotea salía corriendo hacia la salida.
El público salió detrás de ella, ansioso por descubrir el fin de la tragedia. El padrino se acercó a Segismundo y le escupió en la cara, amenazándolo:
–Nunca me gustaste para mi hija, intuía algo anormal en tus modales. Podías haberlo dicho antes y mi hija no hubiera hecho el ridículo. Jamás te perdonaré esto, desgraciado. Desearás haber muerto.
Luego se fue en busca de su hija. La madrina también se fue, dejando a su hijo solo. El sacerdote recogió sus cosas y se fue a la sacristía. Diez minutos más tarde, la iglesia se había quedado vacía.
Segismundo comenzó a descender las gradas hasta el piso de la basílica y entonces vio a Rodolfo que salió de detrás de una columna y acudía a su encuentro. Miró un momento a su amigo, que caminaba como un autómata, totalmente hundido, y entonces lo abrazó.
Segismundo estaba confuso y no reaccionaba, se deshizo del abrazo y caminó despacio hacia la puerta de salida, temiendo lo que se iba encontrar afuera.
Al atravesar la puerta, el sol le golpeó de lleno en la cara y lo cegó un instante, el chico se puso la mano sobre los ojos, a modo de visera, y entonces vio el alcance de su acción: La carroza de la novia ya no estaba, y la plaza estaba repleta de gente, que le observaba, silenciosa y expectante. Las cámaras de una emisora de televisión local le enfocaban desde lo alto de un furgón, y una reportera se dirigía a él sin dejar de hablar por su micrófono.
Segismundo deseó morir. Sus piernas vacilaban, sentía que se desvanecía. Fue entonces que Rodolfo le sujetó, pasando su brazo por la cintura. Miró hacia la gente y las cámaras y gritó: ¿Qué os pasa? ¿No lo entendéis? ¡Lo amo, lo amo más que a mi vida!
Descendieron la escalinata así cogidos por la cintura y subieron al Mercedes. El conductor les miraba sin saber qué hacer.
– ¡Sáquenos de aquí!– gritó el novio.
FIN