Mi esposa tenía nueve años de edad y un hermano de ocho cuando perdió a su madre. Su padre conoció a otra mujer y se casó con ella. Sus dos hijos eran una carga para él, y los llevó a casa de su abuela para que ella los criase.
Cuando conocí a Carmen ella tenía 20 años y vivía con su abuela, trabajaba en una tintorería y no sabía freír ni un huevo. En mi apartamento parisino de la Rue Montmartre yo presumía ante ella cocinando mis recetas de soltero: Patatas fritas con huevo, patatas fritas con filete, con salchichas; bistec con guisantes, huevo frito con guisantes…
Tenía una alacena llena de botes de conservas: fabada, cocido, ravioli, champiñones, pastas, lentejas… La mayoría de ellas debían estar caducadas, pues antes de casarme, un día sí y otro no, yo no tenía ganas de hacer nada al llegar a casa y me iba al cine o a la discoteca con los amigos, y cenaba fuera en los libres servicios, o bocadillos en las cafeterías. Carmen tenía un libro de cocina, lleno de ilustraciones (aún lo guarda), y se esforzaba en poner en práctica sus enseñanzas.
A veces, cuando llegaba a casa después del trabajo, extenuado de conducir una hora por el centro de París y harto de dar vueltas para dejar aparcado el coche, al abrir la puerta me llegaba el olor a comida quemada, y encontraba a Carmen llorando.
«No pasa nada, cariño, nos vamos a cenar al Self Service de la Porte St. Denis», le decía para consolarla.
Lo único que sabía cocinar mi esposa, porque su abuela le pedía siempre ayuda para hacerlos y ella tomó buena nota del proceso, eran los calamares rellenos, y me los hacía cada domingo. Y cada vez que venían mis amigos a visitarnos.
En esas ocasiones Carmen se esmeraba en prepararlos, con soltura y segura de ella, y los hacía tan buenos (o era tal el hambre que teníamos todos), que la voz se extendió entre nuestros conocidos de tal modo que en cierta ocasión un matrimonio francés nos invitó a su casa de Meudon, al sur de París, y la anfitriona le suplicó a Carmen que le enseñara a hacer los calamares.
Han pasado muchos años y Carmen se ha convertido en una excelente cocinera.
Hoy quiero compartir la vieja receta con ustedes.
CALAMARES RELLENOS
Se compran los calamares de medio tamaño. Se limpian bien y se le cortan las cabecitas y se trocean las patitas.
En un cuenco aparte se trocean cebollitas tiernas, perejil, pan rayado, huevo duro y un poco de sal. A esto se le añade las patitas de los calamares. Se remueve todo bien.
Se cogen los calamares uno a uno y se van rellenando con esa masa.
Para que no se salga el relleno se cierra la bolsa del calamar con un palillo de dientes.
En una sartén grande se vierte un poco de aceite y se pone al fuego; cuando esté caliente se echan los calamares y se les da unas vueltas y se sacan. Seguidamente en ese mismo aceite se sofríe media cebolla, cortada en trocitos, y ajos.
Cuando esté el sofrito hecho, se vuelven a echar los calamares y se añade perejil picado, pimienta molida y sal.
Si ha sobrado algo de la masa del relleno se echa en la sartén, se añaden dos vasos de agua y se va removiendo hasta que quede poco caldo.
Servirlo con patatas fritas o puré de patatas.
Un vino blanco bien fresco le pega como anillo al dedo. Yo, con los calamares, bebo cerveza o vinos con denominación de origen "Tierra de Cádiz", como el "Castillo de San Diego", que no pasan de los tres euros. Y, para las ocasiones especiales, un Albariño, entre 7 y 10 euros.
Nota: Se pueden hacer con Lulas en vez de calamares: son casi iguales, mucho más baratas y tienen el mismo sabor.