Lo que pasa es que las autoridades de la época solucionaron el problema de las inundaciones desviando los ríos, como el Guadalquivir en Sevilla o el Turia a su paso por Valencia –fue ésta una operación faraónica que pagamos todos durante casi veinte años añadiendo un sello de 0´25 pesetas en cada carta que se enviaba desde o para Valencia–, o construyendo numerosas presas escalonadas para almacenar y controlar el agua.
En mi época de estudiante en Málaga, recuerdo que al finalizar septiembre me preparaba para iniciar el curso viajando a esa capital desde Algar. No había taxis en el pueblo y yo cargaba con mi maleta de madera al hombro y caminaba acompañado de mi madre hasta el puente de Picao, a cinco kilómetros del pueblo, para montarme en el coche de la compañía “La Valenciana,” que me llevaría hasta Cortes de la Frontera, donde me reuniría con dos compañeros de estudios para hacer juntos el viaje hasta el internado malagueño en el tren.
Mi madre y yo.
Hubo años en que me acompañaba el buen tiempo y el viaje lo hacía sin problemas; pero en otros sufríamos temporales de lluvias y cuando llegábamos al puente nos encontrábamos con que el agua pasaba por encima y toda la vega estaba inundada. Entonces dábamos media vuelta hacia Algar y esperaba al día siguiente para irme en el coche de “Los Amarillos” por Jerez. No fue hasta cinco años más tarde que entró en funcionamiento el embalse de Los Hurones, acabando con el problema de aislamiento de Algar. Pero aún hoy nos llegan borrascas tan intensas, que los embalses se llenan y los técnicos se ven obligados a achicar agua para mantener el nivel de seguridad. No me extrañará nada si entre octubre y noviembre se producen nuevas inundaciones en alguna parte de España; siempre las ha habido, digan lo que digan.
El viaje hacia Cortes en el coche de “La Valenciana” es algo difícil de olvidar. Los pasajeros, provenientes de los cortijos y caseríos de la zona, esperaban al coche de línea al lado de la carretera, junto al cruce de Algar.
Foto de Esperanza Cabello Janeiro (Ubrique)
La mayoría no llegaba al fin del viaje, sino que se bajaban en las paradas y apeaderos intermedios: Guacisobaco, Puerto Galis y Ubrique. Casi todos llevaban capazos y cestas con pollos, conejos, pescado o verduras para regalar o para vender; algunos llevaban pavos y gallos atados por las patas y los ponían bien sujetos en la red para equipajes de mano del interior, encima de nuestras cabezas, por lo que no era nada raro que defecaran sobre los pasajeros.
El autocar era un vehículo relativamente nuevo, no más de diez años; tenía un morro de más de un metro, sobre el cual destacaba el tapón del radiador. Las ruedas traseras estaban ubicadas casi en medio del coche y dejaban un largo espacio libre detrás, que se hundía a cada bache hasta tocar casi el suelo para saltar luego violentamente, golpeando traseros y lastimando riñones.
Foto de internet
Por entonces los autocares no llevaban radio, pero aunque éste lo llevase no se escucharía nada, debido al ruido enorme del motor, que rugía siempre, renqueando penosamente en 1ª velocidad, exhalando vapor por el tapón del radiador, y sorteando los baches y piedras del carril sin asfaltar que conducía hasta Cortes.
En la travesía de los montes de Propio se podían ver los venados, era tiempo de la berrea y se movían mucho en busca de las hembras. Una pareja de guardias civiles solía montarse en el coche en el cruce de Puerto Galis y pasaban por en medio de las filas de asientos observando las caras de los viajeros. No sé por qué pero a mí siempre me pedían la documentación.
No había más de cincuenta kilómetros de trayecto, pero se tardaba tres horas en recorrerlo debido al mal estado del carril. Desde Ubrique hasta Cortes disfrutábamos de una carretera buena y bien cuidada, que construyeron durante la República.
Llegado a Cortes, me dirigía a casa de mi compañero de estudios, situada sobre una tienda de ultramarinos propiedad de sus padres. Al padre le faltaba una pierna, la había perdido en el frente durante la Guerra Civil. Mi compañero tenía una hermana muy bonita, de unos dieciséis años, que sus padres habían adoptado, que hacía las labores de la casa mientras la madre atendía al público en la tienda.
Aquella misma tarde cogíamos un taxi que nos llevaba a la estación de Cortes, ocho kilómetros de bajada hasta llegar al río Guadiaro. Allí nos subíamos al tren que se dirigía a Granada, pero nosotros nos bajábamos en Bobadilla y esperábamos el expreso de Madrid, que nos llevaría a Málaga.
Fachada de mi antigua Escuela de Formación Profesional malagueña, actualmente, IES La Rosaleda.
Las tormentas y los temporales de lluvia se suceden cíclicamente, como las mareas, lo que sí se observa es un adelanto o descontrol sobre la fecha señalada de las estaciones, con los fenómenos característico de cada una de ellas. Esperemos que este año no tengamos que lamentar daños excesivos por los temporales.