Idealizar
1. verbo transitivo
Considerar a una persona, una cosa o una situación como un modelo de perfección ideal o como mejor de lo que es en realidad.
A Juan, aquel rayo de luz en la montaña le atraía. Se preguntaba qué podía ser el emisor y arropado por la soledad de su cama imaginaba diosas, seres de otros planetas, ovnis, artilugios del Ejército...
Lo primero que hacía al levantarse era mirar a la cima para ver si aún brillaba, y sí, allí seguían las destellos cegadores que atrajeron su mirada, ignorando la belleza de la montaña y del valle en que vivía, donde pastaban los rebaños de distintas especies: ovejas, cabras, caballos y reses bravas.
La luz le atraía cada vez más, y un día se levantó, preparó su macuto y se fue en busca de ella.
La senda no le resultaba cómoda: tenía que sortear piedras, cruzar arroyos, caminar entre arbustos y sobre todo subir la interminable y dura pendiente que tenía ante sí hasta alcanzar la cima, que parecía tocar el cielo, donde solían posarse las nubes en los días de tormenta.
Pero nada es imposible para el que quiere algo, y al cabo de unos días, agotado pero lleno de ilusión, feliz porque al fin iba a descubrir lo que le tenía obsesionado, se detuvo ante la fuente de la poderosa y admirada luz: un espejo colocado en una grita de la roca. Al lado había restos de leña y ceniza entre tres piedras, que sin duda habían servido para cocinar o calentar algo. Había botellas vacías de refrescos y whisky, señal de que allí había estado un grupo de alpinistas.
Una inmensa desazón le invadió: tanto pensar en cosas hermosas, tanto sufrir para saciar su curiosidad y descubrir el origen de su arrobo subiendo la ladera, salvando obstáculos, resbalando y cayéndose a veces abrasándose las piernas y las manos al rozarlas con la tierra y las rocas...
Ahora se daba cuenta de que no había merecido la pena, que el poderoso destello que él había idealizado no era otra cosa que un vulgar y manoseado espejo utilizado por unos irresponsables que no pensaron que el rayo de sol reflejado en él podía provocar un gran incendio.
Y entonces, sin descansar siquiera, volvió sobre sus pasos a su pradera y a su ganado, a una vida que nunca debió de abandonar por dejarse llevar por el resplandor de un objeto común, nada extraordinario, que podía comprar en cualquier tienda.
La moraleja de este
cuento es que no debemos fiarnos de las apariencias. Lo mismo de los hombres que de las mujeres.
Como hombres, a veces admiramos sobremanera a una mujer, la
idealizamos como un ser único, perfecto del que sólo vemos sus virtudes. Todo
en ella nos enamora: sus modales, sus palabras, su físico, su dulzura, su
inteligencia...
Pero un día convivimos con ella y la vemos tal cual, sin
maquillajes: luciendo sus arrugas en el rostro, con los cabellos despeinados y sin
tintes en sus raíces; vemos que también suda y huele mal, va al baño y apesta y
olvida tirar de la cadena; la vemos desnuda y descubrimos que tiene varices o
moratones, que sus senos no son tan firmes como creías, sino que lucen caídos, y a su vientre lo abrazan los michelines. Todo eso es normal, somos humanos y como tales nos degradamos con la edad.
Pero lo que no es fácil de aceptar es cuando nos
confiesa que no quiere apegos ni desea que sufras
cuando ame a otro, que todos somos una gran familia y entre amigos debemos compartirlo todo. Y un día la descubres con otro tan amorosa
como lo estuvo contigo.
Es entonces cuando te das cuenta de tu error: no es una
persona especial, es una más de las millones de mujeres liberadas que existen en el
mundo, con sus necesidades físicas y emocionales, con sus vicios, su doble vida y doble moral. Una
persona vulgar, por la que no vale la pena tanto esfuerzo, tanta ansiedad, tanto sufrimiento.