Caras tristes y cansadas por la decepción y el trasnocheo las que me acompañaban este medio día en el Bar Andalucía.
Y además se fue la luz. ¡Vaya tela!
Antonio, el dueño del bar, que luce reluciente cráneo y espesa barba, me miraba con ojos ausentes, mientras por bajini maldecía a la compañía Sevillana por dejar sin corriente eléctrica a la barriada.
Tiene Antonio frente al mostrador en un estante unos libros apilados que jamás podrá leer, pues no lo dejan un momento tranquilo los clientes. Entre ellos distingo La pista del Lobo, Ángeles y Demonios, y dos tomos sobre el vino.En el de Ángeles y demonios sobresale una hoja marca páginas casi por la mitad del libro: "Lo está leyendo mi mujer", me dice.
La culpa de todo la tiene el Cádiz, que perdió anoche, por 1—3 el primer partido del Trofeo Carranza. "¡Tiene cohone la coza, en el primé partío, eliminao!", dicen a mi alrededor los forofos del equipo, hinchas gaditanos que sólo van al estadio cuando viene el Real Madrid o el Barça, y claro, así no se puede mantener un equipo en primera división. Y ahora, como está en segunda B, tampoco irán a verlo porque ya no vienen equipos de gran categoría.
—Esta noche, el Sevilla contra el Valencia— anuncia uno.
—Entre ellos está el campeón— responde otro.
Y Antonio que mira la nevera y el congelador calculando el desavío que va a sufrir si no arreglan pronto la avería del transformador de la esquina.
— Antonio, pon una cerveza para mi esposa, sin alcohol, y para mí un vino fino —le digo.
Y el hombre no tarda en servirnos, y como no le funciona el microondas, que es donde calienta las tapas, va y me pone un platillo con el chorizo, le hecha un chorro de alcohol y le mete fuego.
Y es que el Bar Andalucía de mi amigo Antonio es lo mejor del mundo entero: una cerveza con una tapa de chorizo a la brasa, 90 céntimos.
Y lo mismo te cuesta la copa con un platito de gambas a la plancha o cocidas, un plato de caracoles o de pescadito frito. No es de extrañar que siempre esté lleno y esté abierto hasta las tres de la madrugada.
— Juan, el lobo se va a morir de viejo y no voy a poder leer tu libro. —me decía mientras encendía el chorizo.
Entonces, una mujer entrada en los cuarenta, que tomaba el aperitivo con su marido sentada en una mesa, dice:
—Tanto presumir la gente de vitrocerámica, lavavajillas y otros tiestos, ¿qué van a comer hoy si no pueden guisar? ¿Cómo se van a bañar para quitarse las mugres que dan estas calores si todo el mundo tiene calentador eléctrico? Yo tengo butano, señores, y a mucha honra, y que a nadie se le ocurra venir a mi casa a guisar o calentar pucheros.
Y se queda mirando a un hombre que la está escuchando mirándola muy fijo y le espeta:
—¿Tú tienes algo que alegar?
—Sí, yo alego lelojes y toda clase de electlodomético.
Hace veintisiete años que llegué a este barrio, desde entonces conozco a Antonio y visito su bar: el mejor del mundo.
No tiene aire acondicionado ni camareros con pajarita ni veladores íntimos; pero allí nos hallamos como en familia, estamos bien atendidos, conversamos y nos reímos y nos vamos a casa satisfechos. Muchas familias acuden con sus niños a degustar sus tapas.