Ayer sentí una extraña sensación, mezcla de respeto y admiración, paseando por la calle principal de una ciudad romana fundada casi doscientos años antes de Cristo: las ruinas de Bolonia (Baelo Claudia).
Construido junto al mar, en la falda de una colina poblada en las alturas por un bosque de pinos y a unos trescientos metros de una maravillosa playa de arena fina y blanca, el gran teatro romano se alzaba dominando la ciudad y el Estrecho de Gibraltar.
En la otra orilla, a escasos cincuenta km, se perfila la cordillera del Rif difuminada en la niebla, atenta a las enormes naves que cruzan el paso en ambos sentidos en su incesante tráfico de mercancías.
Tras la destrucción por un terremoto en el siglo III y posterior decadencia industrial, la ciudad fue perdiendo terreno en su lucha contra la erosión del tiempo y de los vientos, que la fueron enterrando poco a poco con dunas de arena, matojos y arbustos. No fue hasta la segunda década del siglo XX que un investigador francés, Pierre Martín, y su amigo Jorge Bonsor, inician las excavaciones y sacan a la luz la ciudad de Baelo. Los descubrimientos fueron tan importantes que en 1925 fue declarado Monumento Histórico Nacional.
Una vez sacados sus tesoros arqueológicos, el lugar se deja abandonado y la ciudad es devorada de nuevo por las tempestades de arena y viento propias del Estrecho. Entre 1969 y 1974, con motivo de un Congreso Arqueológico Nacional, la ciudad se limpia y sale a la luz otra vez; pero después es avasallada por los vientos y cubierta otra vez por la maleza y la arena. No ha sido hasta 2005 que la Junta de Andalucía se ha tomado el asunto con interés y desde entonces el lugar cuenta con un mantenimiento constante, se ha construido un museo y sus trabajos son expuestos al numeroso público que acude a diario a disfrutar del paisaje y de la playa, adquiriendo al mismo tiempo conocimientos sobre nuestra Historia.
Baelo contiene un templo a la diosa Isis, un teatro (donde ahora se celebran actos culturales en ciertas ocasiones), y numerosas viviendas y factorías de salazones. Queda en pie un fragmento de acueducto. En la parte más cercana a la playa se halla la zona funeraria, donde se han encontrado, entre otras cosas, urnas para depositar los restos crematorios.
El Estrecho es una zona de paso de atunes, y dicen los historiadores que los romanos se instalaron en Baelo con el fin de montar una industria de salazones y unas cremas que sacaban del pescado, cuyos almacenes aparecen hoy destapados, para abastecer a Roma (Yo, en mi ignorancia, creía más bien que los tripulantes romanos de las embarcaciones vieron con el catalejo a unas guapas íberas jugando desnudas y bañándose en la playa y ellos, que llevaban meses sin comerse una rosca, desembarcaron y se lo pasaron tan bien que se quedaron para siempre. Ahora entiendo el origen de la expresión «La puta mare», tan popular en esta zona: ellos llamaban al mar Mediterráneo «Mare Nostrum»).
La táctica que empleaban para pescar los atunes era la almadraba, que usan aún a pocos kilómetros de allí, en Barbate. Consiste en cercar a las manadas de atunes con redes y luego ir estrechando el cerco hasta que se amontonan unos sobre otros; entonces les clavan un gancho y los sacan a la cubierta del barco, y allí los matan.
Entre las curiosidades que he visto en el museo figuran unas urnas para restos incinerados, de granito,
unos tubos de plomo soldados para canalización de agua,
un pico idéntico a los que se usan hoy para hacer zanjas
un reloj de sol y las diferentes monedas que la propia ciudad acuñaba.
La entrada es gratis. El museo tiene una tienda de recuerdos y libros. Yo compré uno de Jorge Bonsor, que da cuenta de todos sus trabajos arqueológicos en Andalucía