Había en Arcos de la Frontera una curandera conocida como
" La sabia", a quien acudían numerosas personas, la mayoría mujeres,
en busca de la porción mágica que sanara sus males.
Tendría yo doce o
trece años cuando hallándome en el pueblo de vacaciones, mi madre me llevó con
ella y media docena de mujeres a la consulta de esa señora.
Mientras que el coche de linea de "Los Amarillos", avanzaba
lentamente, crujiendo a cada bache y echando un chorro de vapor por el tapón
del radiador, yo, medio dormido, miraba las luces amarillas del alumbrado de
Arcos, que tintineaban a lo lejos y subían y bajaban siguiendo los vaivenes del
coche.
Poco después de pasar la aldea llamada La Perdiz, las
mujeres le exigieron al cobrador, un hombre con un ojo inmóvil, no recuerdo si era el suyo o tenía un ojo de vidrio, un alto
en el camino para satisfacer sus necesidades.
El Amarillo se detuvo en medio del camino y las mujeres
corrieron a la cuneta, alzaron sus vestidos y se acuclillaron para hacer sus
cosas.
Había luna llena y yo
podía verlas desde mi asiento. Mi madre alertó a sus compañeras de mi
presencia, pero éstas, creyéndome
inocente, no hicieron caso.
Había una vecina muy guapa, hija de "La sillera", a
la que mi hermano mayor miraba con ojos de cordero degollado sin osar decirle
nada, habida cuenta de que ya tenía novia, y ella, sabiéndolo, me trataba con
cariño y me hacía carantoñas, intentando
quizás caer en gracia a mis padres.
Lo cierto es que ella se puso pegada al Amarillo frente a mi
asiento, y el reflejo de la luz interior en la cuneta la iluminó tenuemente
al subirse el vestido y bajarse las bragas, lo justo para que yo descubriera
sus piernas y el esplendor de su vientre
poblado con una rizada mata de vellos.
Fue la primera vez que vi desnuda a una mujer, y era muy
guapa, tendría unos 25 años, quizás menos. Esa imagen me acompañó durante toda
mi adolescencia, pensaba en ella cuando en las noches de estudiante en Málaga
acababa manchando mis sábanas.
Me quedé
impresionado, mudo de asombro, y pasé el día pensando en ella.
Esperamos turno en una salita mientras cada mujer entraba en
la consulta de "La Sabia", y por la tarde, a las seis, bajamos a la
parada ubicada junto al puente para esperar al Amarillo que nos llevaría de
vuelta a Algar.
Durante el viaje las
mujeres comentaban su experiencia, alegres unas y desconcertadas otras: la
Sabia había adivinado las comentarios incrédulos de algunas de ellas y cuando
les llegaba el turno les decía que " Si no crees en mis poderes no puedo
hacer nada por ti". Y las echaba.
No sé si en aquel tiempo existían los micrófonos ocultos,
pero así sucedió.
Las mujeres
comentaban en el coche la composición de unos parches de plantas naturales que la bruja les había recetado para que se lo
pusieran donde les dolía.
Pero yo permanecía
con la cabeza apoyada en el cristal de la ventana, como ausente, recordando la estampa de un pubis velludo
entre unas piernas muy blancas y bien
torneadas, ¡maravillosas!
Mucha agua ha pasado
desde entonces por el río Guadalete, pero sesenta años después, aún recuerdo
con nitidez aquella estampa.